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COLUMNISTAS
Columna
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De ruinas y de marcha

El otro día, la cajera rubia de mi supermercado de barrio, que durante el año académico estudia el último curso (nocturno) de psicología, me resumió sus futuros planes mientras pasaba veloz y elegantemente por el lector del código de barras los yogures 0,0, la fruta, el jamón de York sin sal y un carísimo whisky de malta. "Yo tomo vacaciones del súper y la uni en septiembre, que es la mejor época para ir de marcha con las amigas y, de paso, visitar ruinas europeas". Me quedé mirándola a los ojos (azul marino) con envidia profunda. "¿Y usted?", me preguntó sin desviar la mirada de la mercancía. "Sólo ruinas".

Me lo tengo bien merecido por curiosear fuera de generación y, ahora mismo, en el momento de organizar con la agencia de viajes mis vacaciones italianas de septiembre, sigo fantaseando sobre esa marcha nocturna que se traerá mi cajera rubia luego de haberse pasado la tarde, porque las mañanas están para dormir la juerga, fotografiando ruinas ilustres con su cámara digital. Las mismas ruinas que ya ha visto reproducidas a todo color en sus manuales de la uni y seguramente las mismas que visitaré yo, también religiosamente, aunque por la mañana muy temprano.

Pero esas ruinas europeas que unen en su fuga vacacional a dos (o tres) generaciones son muy distintas a pesar de que son idénticas a como nos las contaron en los bachilleratos del franquismo, en los planes de estudio de la transición y en estos de ahora mismo, que no sé cómo se llaman.

En un caso, en el mío, esas ruinas europeas que había que memorizar de corrillo eran textos sólo para aprobar y, como mucho, conocer en el viaje de estudios. En las generaciones de la transición fueron aburridos contextos que había que destripar socioeconómicamente con ayuda de diapositivas y visitar en el utilitario con la familia más o menos progre. Y en los tiempos hipermodernos y globalizantes de mi cajera rubia, sólo son pretextos para irse de marcha a esos no-lugares de la madrugada golfa y mestizante; para meterse hasta el amanecer en esas maxidiscotecas con dj famoso donde retumba el hip-hop global y que han surgido al lado de esas ruinas ilustres recomendadas en los folletos de la agencia de viajes. Un tercer turismo cultural que tiene la virtud de tranquilizar mucho a las familias, o como diablos se llame ahora ese sitio donde comen y duermen las jóvenes generaciones.

Las ruinas europeas, valga la redundancia, se han convertido en el motor de masas del planeta, junto a las egipcias, las indias, las mayas y las del sureste asiático, y los funcionarios de la UE deberían tomarse mucho más en serio esas euroindustrias de la ruina más marcha (R+M) en el momento de subvencionar las factorías del futuro. Porque tal y como están los grandes negocios de la globalización, con una sola potencia que controla, produce y distribuye las industrias del futuro, la única especialidad de masas que se les escapa a los EU es la que tenemos en la UE desde hace muchos siglos.

El negocio de las ruinas ilustres, que inventaron los románticos alemanes hace un par de siglos y que luego los británicos del XIX siguieron disfrutando en solitario, empieza a ser nuestra gran exclusiva europea para competir con los Estados Unidos. Y de la misma manera que gracias al sol de nuestra Costa Este, a los célebres dj de Ibiza y a los precios de coña nos hemos convertido otro año más en los líderes del turismo de masas, junto a Turquía; los burócratas de Bruselas deberían tomarse muy en serio la propuesta de Houellebecq, el fenómeno literario que arrasará en otoño con su best-seller en Alfaguara: transformar Europa en un parque temático y con copyright sobre las ruinas para evitar el pirateo de Las Vegas, la capital mundial de la suma de ruinas (falsas) más marcha (hiper-real).

Yo siempre sostuve que la verdadera fuerza de Europa estaba en su consumo de masas y no en la producción de las élites, y que la única manera que teníamos de doblegar Hollywood, Silicon Valley, McDonald's o las multinacionales de la comunicación no era compitiendo en la fabricación de cosas, donde siempre vamos a tener saldo negativo, sino imponiendo la imparable fuerza de nuestro euroconsumo, que ya absorbe bastante más del 75% de las exportaciones norteamericanas. Ahí, consumiendo lo que nos da la gana y cuando nos da la gana, somos imbatibles, el colonialismo hace menos daño y, como el capitalismo no es tonto, la producción de los EU tendrá que adaptarse por bemoles a los gustos de sus clientes de la UE. Esta herejía, o nueva versión hegeliana de la dialéctica del amo y el esclavo y que horrorizará a la progresía estancada en los manuales marxistas de principios del siglo pasado, la aprendí del genio mercantil de Milán, que fue una de las ciudades más invadidas y colonizadas de Europa y ahora brilla con luz propia y exporta logos a los EU. Cuando los ejércitos enemigos entraban en la ciudad por las ruinas del castillo Sforzesco, los milaneses que se agolpaban en las calles se frotaban las manos diciéndose por lo bajini: "No son invasores, sino clientes".

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