Violencia de género en la Constitución
Una magistrada ha suspendido el dictado de varias sentencias por entender que la norma penal que ha de aplicar podría vulnerar varios derechos fundamentales, como el derecho a la igualdad, no discriminación por razón de sexo y dignidad humana. Las normas que hipotéticamente incurrirían en tales sevicias serían aquellas que señalan mayor pena para las lesiones, malos tratos, amenazas y coacciones infligidas por los hombres contra las mujeres con las que están vinculados por relación matrimonial o análoga. Normas que pasaron a formar parte de nuestro Código Penal tras la Ley Integral contra la Violencia de Género, aprobada en diciembre del año 2004 por unanimidad del Parlamento español.
La realidad es tozuda, y sólo la desconoce quien no quiera abrir los ojos
Con este motivo ha resurgido el debate ya planteado en la fase de elaboración parlamentaria de la ley -centrado en la constitucionalidad o no del trato diferenciado por razón de sexo en el ámbito penal-, que se cerró con el consenso en la ampliación de la agravación de las penas también para los casos de violencias físicas o psicológicas a "personas especialmente vulnerables que convivan con el autor", sin distinción de sexo ni condición.
Evidentemente, el legislador podría haber evitado la polémica por el camino de convertir en delitos lo que son faltas contra las personas, con independencia de quién fuera la víctima, guardando la necesaria proporcionalidad entre la entidad del hecho y la respuesta penal. Era una posible opción. Pero conviene no perder de vista que el legislador, en este caso, pretende responder ante un concreto fenómeno criminal que presenta unas características específicas: la violencia de género en el ámbito familiar, donde las amenazas de muerte, las coacciones y las agresiones "sin marcas" tradicionalmente han recibido una consideración de "leves o livianas", enmascaradas en las denominadas situaciones de conflicto de pareja y encubiertas por una socialización que aún espera de las mujeres la acomodación al estereotipo de obediencia y sumisión.
La decisión del legislador de agravar las penas cuando la víctima de las violencias leves sea esposa, análoga o persona vulnerable, a mí entender es una opción de política criminal legítima y acorde con la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional.
El máximo órgano de interpretación de la Constitución, con independencia de cuál sea su decisión futura al analizar estas normas, ha venido declarando que la valoración de la legitimidad constitucional en el establecimiento de diferencias ha de realizarse con un test de igualdad, que es tanto como un juicio o valoración sobre la razonabilidad y la finalidad que la norma persigue. En un simulacro de aplicación del test a estas normas penales ahora cuestionadas, tendríamos que comprobar si existe una justificación, objetiva y razonable, en el trato diferenciado entre hombre y mujer que padecen violencia dentro de la familia. De otro lado, deberíamos evaluar si existe la necesaria adecuación entre las medidas adoptadas y los fines perseguidos, en atención a las circunstancias de tiempo y lugar. La llamada "dañosidad social objetiva de la conducta" es uno de los presupuestos que se ha venido exigiendo para estimar justificada la agravación de las penas.
Desde la perspectiva de la justificación del trato diferenciado, la realidad es tozuda y sólo la desconoce quien no quiera abrir los ojos. El Observatorio del Consejo General del Poder Judicial ha constatado que las mujeres representan el 90,2% de las víctimas por violencia doméstica y siguen creciendo las denuncias por estos hechos: en el año 2003 se presentaron en los Juzgados un total de 76.267 denuncias de violencia doméstica y 99.111 en el año 2004. Semanalmente recibimos noticias de cómo algunos hombres responde con violencia física -incluso con la muerte- contra aquellas mujeres con las que han tenido alguna vinculación y que se niegan a cumplir con el mandato del género o del rol e intentan ejercer su autonomía. Estos datos tienen la fuerza de la realidad y revelan la existencia de un problema social, público y no privado, que afecta, de manera mayoritaria, a las mujeres.
Además de la dimensión cuantitativa del fenómeno, en las violencias de género en el ámbito familiar concurren unas características específicas que hacen especialmente difícil la respuesta social e institucional en esta materia. Entre ellas destaca la del "vínculo" existente entre agresor y víctima. La vinculación por matrimonio o personal se traduce, en numerosos casos, en dependencia emocional, económica y de sumisión por miedo al dominante. Esta característica específica, junto con otras como la ausencia de testigos ajenos a las partes, explican en gran medida, las "renuncias, perdones, retractaciones o contradicciones" que, a veces y de manera injustificada, se reprochan a las víctimas como indicativos de falta de personalidad y de seriedad en sus denuncias.
Conforme a estos antecedentes, parece razonable la opción del legislador por establecer un "plus de protección" para aquellas mujeres que se encuentran en una situación jurídica -de matrimonio o análoga- donde las normas no las protegen adecuadamente de las agresiones contra su dignidad humana. Es más, siempre que aparezcan respetuosas con el principio de proporcionalidad, tal decisión responde al mandato constitucional que el artículo 9.2 dirige a los poderes públicos, obligados a eliminar los obstáculos que impiden la realización de los derechos fundamentales... también los de las mujeres que sufren violencia por sus maridos o compañeros.
De manera unánime el Parlamento decidió que, en el momento histórico actual, la gravedad y entidad del fenómeno de la violencia contra la mujer en el ámbito familiar justifica este trato diferenciado. De manera unánime calibró como grave este problema social y constató la existencia de una extendida conciencia social sobre la necesidad de aumentar la pena para las primeras agresiones, amenazas y coacciones que sufren las mujeres vinculadas al hombre por la institución del matrimonio o análoga. Algún órgano judicial no lo ha entendido así. Ahora la palabra la tiene el Tribunal Constitucional.
Inmaculada Montalbán Huertas es magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, premio nacional del Consejo General del Poder Judicial 2003 y experta del Observatorio contra la Violencia de Género del CGPJ.
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