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Reportaje:

365 días de luto en Beslán

Un año después del secuestro de la Escuela Número Uno de Beslán, que costó la vida a 331 personas, entre ellas 176 niños, las heridas siguen abiertas en esta ciudad de la república caucásica de Osetia del Norte, adscrita a la Federación Rusa. Mientras se juzga al único terrorista vivo, las familias lloran a sus muertos y muchos acusan de cómplice a la directora del centro.

Pilar Bonet

Una banda de seres envilecidos atormentó, hace apenas un año, a más de 1.100 rehenes en Osetia del Norte, república caucásica que forma parte de la Federación Rusa. Sin embargo, si alguien juzgara por las pintadas que han ido apareciendo desde entonces en los muros salpicados de sangre de la Escuela Número Uno de Beslán, llegaría a la conclusión de que una mujer llamada Lidia es la principal culpable de la muerte de 331 personas, de entre ellas 176 niños, y de las heridas de más de 700. Tal fue el balance de la aventura de un comando terrorista que descendió de las montañas de la vecina Ingushetia e irrumpió en la principal escuela de una ciudad de 35.000 habitantes cuando ésta se disponía a festejar el comienzo del curso el 1 de septiembre de 2004. El comando exigía la retirada de las tropas rusas de Chechenia y la independencia de ese territorio norcaucásico.

"Lidia, perra", "Lidia, asesina", "Muerte a Lidia", "Lidia, no eres una persona", "Lidia, vendiste a nuestros niños por dinero", "Lidia, habría que haberte descuartizado…". El nombre vilipendiado en pintadas anónimas es el de Lidia Alexándrovna Tsalíyeva, que era directora de la escuela en septiembre de 2004. En menor medida, las pintadas inmisericordes se dirigen también contra los ingushes y los chechenos, los dos pueblos musulmanes vecinos. A diferencia de ellos, Osetia del Norte es un territorio muy apegado a Rusia, donde predominan las tradiciones cristianas. La mayoría de los miembros del comando terrorista eran chechenos e ingushes. Oficialmente, los asaltantes que hostigaron a los rehenes hacia la sala de deportes de la escuela como si de ganado se tratara, eran 32 (entre ellos, dos mujeres suicidas). Todos murieron, excepto uno, que fue capturado.

A un observador distanciado, las frases crueles e incluso pornográficas contra Lidia pueden parecerle absurdas. Sin embargo, en ellas se reflejan los sentimientos siniestros que flotan en una ciudad conocida en Rusia por su producción de vodka barato y famosa ahora en todo el mundo por la magnitud de su tragedia.

Cualquiera ha podido escribir con impunidad insultos a Lidia. El simbolismo de exhibir la barbarie ha prevalecido sobre la lógica racional de cerrar el acceso a la escuela mientras duraran las investigaciones. Durante un año, el edificio semiderruido ha estado abierto a todos los que han querido recorrerlo. Durante un año también han ido desapareciendo pruebas que tal vez hubieran podido ser útiles para un esclarecimiento consecuente y desapasionado de la verdad, y han aparecido mitos que se acomodan en las arcaicas tradiciones locales. Entre los osetios salvados por el general Ruslán Áushev, aún hay muchos que son incapaces de reconocerle el mérito de haber arrancado 26 rehenes a los terroristas. El problema es que Áushev es ingush y durante casi nueve años fue presidente de Ingushetia, con la que Osetia del Norte tiene un contencioso territorial. Los sangrientos enfrentamientos que se produjeron en 1992 hicieron aumentar la animosidad entre ambos pueblos.

Lidia Tsalíyeva ha formado a tres generaciones de paisanos durante sus 52 años de trabajo en la escuela. Durante 24 de ellos fue su directora. Tsalíyeva tiene los títulos honoríficos de maestra benemérita y pedagoga excelsa, y es la única mujer "ciudadano honorario de la ciudad de Beslán". ¿Cómo pueden tratarla así ahora?

La frustración de los parientes de las víctimas alcanza también al presidente Vladímir Putin, que se empecinó en sus ideas abstractas del Estado para no dialogar con los secuestradores, y a los responsables de los cuerpos de seguridad. Sin embargo, la comunidad, que vive volcada sobre su tragedia, necesita un culpable más cercano. Quizá por eso se ceban sobre Lidia. Ella era la directora, es decir, la personificación de la autoridad, y a ella le habían sido confiados centenares de niños. Ahora sus conciudadanos la detestan porque no quiso o no pudo ser una mártir y porque está viva mientras otros murieron.

"¿Qué podía hacer yo? Era una rehén como los demás, estaba sentada con los rehenes y tenía que alzar el brazo al igual que ellos cuando quería algo. Todos somos víctimas. El tiempo pondrá las cosas en su sitio, pero me siento tratada injustamente, por el solo hecho de haber sobrevivido. Entiendo el dolor y perdono".

Lidia está sentada en el sofá de su recibidor. La puerta de la calle está abierta y en ella se agita una inmaculada cortina de gasa. La mujer, de 72 años, que fue demorando su jubilación porque "no sabía hacer nada más que trabajar", ha sido declarada "inválida". Está totalmente sorda de un oído y parcialmente del otro a consecuencia de las explosiones que precipitaron el desenlace del 3 de septiembre. Estuvieron a punto de cortarle una pierna. La salvó, pero le ha quedado deforme, como si se la hubiera mordido un tiburón.

La directora ha prestado declaración en el juicio contra Nurpashá Kuláyev, el único secuestrador capturado con vida. El proceso comenzó en mayo en Vladikavkaz, la capital de Osetia del Norte, a 20 kilómetros de Beslán. Para Lidia ha sido una experiencia dura enfrentarse a las madres vestidas de negro que la acribillaron a preguntas. Las madres están convencidas de que la directora facilitó el camino a los terroristas al contratar a una brigada de constructores que durante el verano prepararon el edificio para el nuevo curso.

Diversos vecinos aseguran haber visto a desconocidos que metían sacos y cajones en la escuela en las semanas que precedieron al inicio de curso. Aquellos extraños, en el supuesto de que hubieran existido, no provocaron entonces ninguna denuncia, ninguna pregunta, ninguna sospecha seria, pero ahora son clave para entender si el secuestro estuvo preparado de antemano. Lidia asegura que, como todos los años, contrató a paisanos de Beslán para que pintaran e hicieran las chapuzas de rigor. Hasta ahora no se ha establecido si los guerrilleros, como creen muchas de las víctimas, pudieron ocultar armas en el recinto y llegar el 1 de septiembre ligeros de equipaje desde los bosques fronterizos de Ingushetia. El presidente de la comisión investigadora de Osetia del Norte, Stanislav Kesáyev, opina que efectivamente las ocultaron. Sospechando que podían haberlo hecho bajo la tarima del salón de actos, pidió una inspección. "La inspección no se hizo y la tarima fue quemada a principios de este año", dice. "Los parientes con velas y los turistas entorpecen la investigación, pero la fiscalía no ha cerrado el lugar del crimen. No quieren más pruebas. No las necesitan", añade.

"Esos idiotas, esos parásitos, esos asesinos, esos facinerosos… Ellos me han quitado todo lo que tenía. Durante un tiempo pensé que no lo resistiría, pero soy una mujer fuerte, he visto morir a muchos familiares, y trato de controlarme. No hay otra salida", dice la directora. "Mi hija me trajo la Biblia, pero no estoy acostumbrada, no recibí la educación adecuada", afirma esta mujer forjada en el molde de la pedagogía soviética, que ahora no encuentra placer en la lectura ni puede dormir. Lidia se ocupa de su marido enfermo, de sus nietos universitarios que han venido a visitarla desde Moscú, y dice que ha comenzado a escribir sus memorias. La voluntad no le basta para evitar un sentimiento de culpa. "Mis amigos dicen que quienes me atacan hoy me pedirán perdón algún día, pero yo no necesito eso, lo que necesito es tranquilidad en el alma. Yo era la directora y no pude salvar a mis alumnos".

La atmósfera en Beslán está envenenada. Incluso los pequeños que sobrevivieron y hoy, gracias a la atención de que son objeto, se benefician de nuevas oportunidades enriquecedoras, son inmisericordes con su anciana directora.

"Nosotros estábamos sentados en el suelo, y ella, en un taburete. Ella comió con los terroristas, porque después de ir a hablar con ellos volvió a la sala limpiándose el hocico", dice Bela Nukzárova, de 13 años. Con otros niños de Beslán, Bela ha visitado Irlanda y Finlandia, y se dispone a explorar otros países. Su abuela, María, está en una de las comisiones que reparten la ayuda humanitaria. Con las indemnizaciones recibidas, la familia se ha mudado a un piso nuevo. "Durante este año, la gente ha cambiado a peor. Se ha vuelto envidiosa, y quienes han perdido a parientes hacen reproches a los que no los han perdido", dice Fátima, la madre de Bela. Fátima es farmacéutica y constata un aumento en las ventas de tranquilizantes y remedios cardiacos.

En la Asociación de Madres de Beslán, Susana Dudíyeva, Emma Tagáyeva y otras mujeres de negro preparan su estrategia para la siguiente sesión del proceso contra Nurpashá Kuláyev. Estas mujeres que no se han quitado el luto pasan largas horas en un local cercano a la escuela. No tienen ningún reparo en afirmar que están politizadas. "Creemos que el acto terrorista estaba preparado, que en la escuela había armas, que había más guerrilleros de los que dicen, que el ejército dio orden de utilizar un lanzallamas contra la sala de deportes y que los tanques dispararon contra la escuela cuando todavía había allí niños rehenes", señala Susana, que perdió a un hijo en el secuestro.

"Sabemos todo esto desde el principio y ahora queremos que el juicio lo pruebe y que la fiscalía y el tribunal sepan que fue así y la justicia haga un trabajo objetivo". "No me quitaré el pañuelo [de luto] hasta que no me digan quiénes son los culpables, del soldado al general y al presidente Putin", dice. "Si conseguimos que se haga justicia y que se castigue a los responsables, nuestras almas se tranquilizarán y nos dedicaremos a luchar contra el terrorismo. Si no, iremos al tribunal internacional, porque no estamos dispuestas a perdonar la muerte de nuestros hijos", afirma Susana. "Hay muchos culpables", agrega.

Las madres de negro encuentran consuelo en las actividades comunes. Susana tiene una hija que sobrevivió al secuestro, pero Emma se ha quedado totalmente sola después de perder a su marido y a sus dos hijos, Aslán, de 16 años, y Alán, de 14. Ruslán Bitrósov, el esposo de Emma, fue la primera víctima de los terroristas. Los desafió, al pedir a los otros rehenes que guardaran la calma y se cogieran de la mano. Lo mataron a la vista de todos. Después le arrastraron a la sala de deportes y ahí estuvo desangrándose, hasta la noche. "Mi hijo mayor se acercó a él y se puso a llorar junto al cadáver de su padre. Alguien tendría que haber consolado a mis hijos. La directora podría haberse acercado a tranquilizarlos, pero se calló como una muda. ¿Se imagina lo que sintieron?". A Emma le cuesta hablar. Aslán y Alán perecieron durante la refriega del 3 de septiembre. El mayor logró huir, pero cuando vio que el pequeño no le seguía, volvió a buscarlo. El cadáver de Alán llegó carbonizado al cabo de un mes desde el laboratorio forense de Rostov del Don. De allí llegó a fines de julio de este año el último ataúd. Contenía fragmentos de distintos cuerpos. Les dieron sepultura en el cementerio local, donde se construirá un monumento y se instalarán nuevas lápidas más armónicas que las actuales. Algunos jamás podrán olvidar cómo se hundieron en el fango el día lluvioso del entierro, mientras las autoridades mantenían los pies secos sobre una tarima construida para ellas.

"Hay quien se tranquiliza diciendo que la vida sigue. Para nosotras, la vida también continuará si aparecen los culpables, porque sólo entonces sentiremos un alivio moral. Ahora la vida se nos ha congelado", dice Emma. "La sociedad se ha dividido. Los que tienen hijos vivos pueden dedicarse con más libertad a sí mismos y a su familia. Nosotros no podemos hacerlo. Estamos unidas para castigar a los culpables. No podemos dedicarnos a nada más".

El checheno Nurpashá Kuláyev, que es juzgado en Vladikavkaz, no tuvo un protagonismo particular en el secuestro, a juzgar por los testigos, que en su mayoría no recuerdan haberle visto. Calzado con unas chancletas de plástico y confinado en una jaula, el reo parece un instrumento casual de los múltiples designios que convergen en la sala del tribunal supremo de Osetia del Norte. Los familiares de las víctimas llegan en un autobús especial desde Beslán. El tribunal, que ha convocado a declarar a más de 1.300 testigos, les deja amplia libertad para narrar su experiencia e interrogar al reo. El resultado son emociones desbordadas, recuerdos dolorosos y también reproches a los responsables del Estado por no haber salvado más vidas.

En la sala del juicio, las relaciones son complejas. A veces, las madres parecen establecer una complicidad con Kuláyev en su búsqueda de culpables y a veces se ensañan brutalmente con él.

"Míreme a los ojos", "míreme a los ojos", le grita Liudmila Gutnova, que perdió a su nieto de 10 años. Kuláyev se resiste y esconde la cabeza como un erizo acorralado. "No me ha mirado a los ojos", exclama decepcionada Gutnova. Y así, una y otra vez, hasta que el juez se cansa e interrumpe el interrogatorio. El acusado responde con monosílabos y pocas veces se involucra en una discusión. Ante Oleg Akúlov, un militar que participó en las operaciones de rescate, Nurpashá se convirtió en acusador, al afirmar que los tanques dispararon sobre la escuela cuando todavía había rehenes dentro. "Hace ocho años que un tanque está junto a mi casa y puedo decir a qué distancia dispara y con qué proyectiles", afirmó con fuerte acento checheno. Su hermano mayor, Janpashá, un guerrillero manco, estaba también entre los secuestradores. En agosto de 2001 le detuvieron, acusado de participar en banda armada, pero en diciembre de aquel año le dejaron en libertad.

Con toda su carga psicológica y teatral, el juicio resulta sumamente instructivo. Los muchos testigos van dibujando un retablo cada vez más matizado y espeluznante del infierno colectivo. Los secuestradores convirtieron a los rehenes en cómplices y carceleros. Obligaron a los niños a colgar minas; a los adultos, a fortificar las ventanas, y luego, a todos ellos, a vigilarse los unos a los otros para no tropezar inadvertidamente con los explosivos. Amenazaban con ajustes de cuentas masivos por cada transgresión individual. Y para que nadie se engañara, la primera noche fusilaron a 17 hombres y los arrojaron por el balcón.

Cuando los portavoces oficiales informaron de que sólo había 354 rehenes en la escuela (en lugar de los más de 1.000 que realmente había), los terroristas se irritaron. Interpretaron la mentira obvia como un desprecio y desconectaron el televisor que habían instalado en la sala de deportes. Pronto se dieron cuenta también de que ninguna autoridad rusa importante quería dialogar con ellos. Entonces se ensañaron con los rehenes hacinados en la sala de deportes, que, privados de comida y bebida, tuvieron que beber su propia orina. El tercer día, el ambiente era ya de gran nerviosismo y descontrol. Dos explosiones provocaron el desenlace. Recordar las escenas dantescas que se produjeron entonces es penoso hasta para los profesionales. El oficial Oleg Akúlov tenía que hacer pausas para controlar las emociones ante el tribunal de Vladikavkaz. Los chalecos antibalas, que no todos llevaban, no bastaban para salvar la vida. Los terroristas se curaban en salud y disparaban directamente al rostro.

El proceso de Vladikavkaz no es sólo una denuncia del terrorismo, sino también un acta de acusación para los responsables políticos rusos, centrales y locales, por su negligencia, por su demora, por su negativa a hablar con los bandidos para arrancarles más rehenes. ¿Por qué no tenía agua el coche de bomberos que se acercó a apagar el fuego? ¿Quién inició la refriega? ¿Con qué dispararon los liberadores? Estas preguntas están en el aire a falta de una investigación completa de los hechos. Y ya hay quien parece lamentar que Nurpashá esté vivo y en el banquillo.

"Inadvertidamente, el tema de los terroristas ha desaparecido del juzgado. Sólo hablan de los 'crímenes' de los servicios de seguridad. Y éste es el principal objetivo para el que ha sobrevivido Kuláyev", ha dicho Alexandr Torshin, el jefe de la comisión investigadora de las dos Cámaras del Parlamento ruso.

Desde Vladikavkaz, las cosas se ven diferentes que desde Moscú. Kesáyev, que además encabeza la comisión investigadora local y es vicejefe del Parlamento norosetio, opina que los secuestradores fueron más de los que se dice y que no se puede afirmar que la primera explosión fuera casual. "Los militares hicieron una cosa; los cuerpos especiales, otra; el Ministerio del Interior, una tercera, y el de situaciones de emergencia, otra distinta", señala. "Nos inclinamos a pensar que no hubo la debida coordinación de las acciones de rescate". El vicefiscal general, Nikolái Shépel, ha reconocido que el equipo de rescate disparó con lanzallamas sobre la sala de deportes, pero ha negado que eso produjera el incendio. En presencia de cámaras de televisión, Kesáyev entregó a la fiscalía unas municiones para el lanzallamas encontradas en el territorio de la escuela. "Los culpables no hay que buscarlos aquí, sino entre los dirigentes de las estructuras federales", dice el funcionario.

Kesáyev está rotundamente en contra de la política de no hablar con los terroristas. "Esta postura ha hecho mucho daño. La política de no mantener contactos con los terroristas no es correcta". Kesáyev cuenta que Alexandr Dzasójov, entonces presidente de Osetia del Norte, tomó la iniciativa de establecer contacto con Aslán Masjádov, el líder de los independentistas chechenos (hoy ya muerto). La negociación se hizo a través de Ajmed Zakáyev, el representante de Masjádov en Londres. "Masjádov estaba dispuesto a venir la noche del 3 de septiembre", afirma.

En Beslán, unos se instalan en el luto y otros quieren pasar página y gozar de la vida. Unos quieren que el tiempo vuelva a fluir y otros se han quedado atrapados en la tragedia. Las actitudes dependen en parte del número de muertos que le rodeen a uno, pero no sólo de eso. La maestra Nadezhda Tsalóyeva es un ejemplo de optimismo, pese a haber perdido a dos de sus tres hijos, Borís, de 14 años, y Vera, de 12. Junto con otras colegas, Nadezhda ha defendido públicamente a la directora. "Lidia Alexándrovna es una persona limpia que intentó hasta el último día sacarles algo para los niños a los guerrilleros". Por su solidaridad con la directora, Tsalóyeva ha recibido llamadas telefónicas insultantes. "Me llamaron mala madre, me acusaron de haber abandonado a mis hijos", dice. Tsalóyeva cree que el periódico local, con su culto a la heroicidad de los muertos, ha contribuido al clima enrarecido. Tsalóyeva critica al comité de madres y opina que éste se dedica "a sacar al Estado todo lo que puede por todos los métodos a su alcance". "Algunas se habían quitado el luto y luego se lo han vuelto a poner, más riguroso que antes", señala la maestra. "Yo me lo quité porque no podía trabajar con los niños vestida de negro", afirma. Nadezhda y su única hija superviviente, Irina, acaban de regresar de Alemania. La familia se ha comprado un piso nuevo con la indemnización de 250.000 rublos que le dieron (50.000 por las heridas y 100.000 por cada hijo muerto).

Concebir nuevos hijos puede ser una salida en esta sociedad tradicional. Nadezhda es presionada por su hija Irina para que le dé un nuevo hermano. "No sé si tengo fuerza y salud", comenta. Su vecina, que perdió a un hijo en la escuela, se plegó a las insistencias de su marido y está a punto de dar a luz. En el nuevo local de la Cruz Roja, unas vecinas que se entrenan para convertirse en visitadoras sociales comentan que las mujeres de Beslán pueden someterse gratuitamente a la inseminación artificial en Vladikavkaz.

El dolor de los hombres está más oculto que el de las mujeres. Hamlet, el marido de Nadezhda, se ha dado a la bebida y no quiere ayuda. A su estado de ánimo contribuye la falta de trabajo. Hamlet era montador eléctrico en una fábrica hasta que la perestroika arruinó la economía local, que había sido muy dependiente de la industria de defensa. Luego, ha ido trampeando aquí y allá. "Tras el secuestro, intentó colocarse de vigilante, pero lo que tenía que haber hecho era ponerse en tratamiento", señala su esposa.

Kazbek Zogóyev, empleado en una fábrica de vodka, perdió mujer y cinco hijos en la escuela. Un día, sus colegas oyeron un aullido animal en el almacén. Kazbek se había encerrado allí para dar rienda suelta a su aflicción en solitario.

El mecánico Borís Archínov, por su parte, perdió a su esposa, Indira, y a dos de sus cuatro hijos, Nikolái, de 12 años, y Ajshar, de 7. Él mismo resultó herido de bala y durante tres días tuvo que ingeniárselas para contener la hemorragia. Desde el secuestro no tiene ánimo para trabajar, ni siquiera para solicitar un coche nuevo que sustituya al que le perforaron a tiros los guerrilleros en la mañana del 1 de septiembre. "A veces me parece que tengo una pierna aquí y otra en el otro mundo", dice. En el zaguán, a su espalda, cuelgan dos retratos, el de san Jorge, patrón de Osetia, y el de Stalin. Borís no se ha planteado la posibilidad de mitigar la pena ayudando a otros, algo que las mujeres de Beslán realizan de un modo espontáneo. "¿Cómo voy a ayudar a otros, si yo mismo necesito que me ayuden?", dice.

El viudo se pasa el día sentado fumando y no quiere emprender nada antes del primer aniversario. Sólo abandona su casa con una botella de agua en la mano. El culto al agua y el miedo a quedarse sin ella marcan a todos los supervivientes de la tragedia.

Los vecinos han polemizado sobre el futuro del edificio de la escuela. Unos quieren arrasarla para que no quede ni rastro, otros son partidarios de construir un templo para recordar a los muertos. Lo que parece seguro es que no habrá más escuela "número uno" en Beslán. Obreros llegados de Moscú construyen con celeridad dos establecimientos en lugar de uno -para que los niños que viven al otro lado de la vía férrea no tengan que atravesarla como antes-, que llevarán otros números. Con sus cristales relucientes, sus metales brillantes y sus suntuosas entradas, las nuevas escuelas parecen bancos o sedes de compañías petroleras y resultan desproporcionadas en el hábitat local. De momento, como los nuevos ricos rusos, hacen ostentación de lujo y poder.

Mientras tanto, Zelimján Kadíyev, de 66 años, ha sacado su cama a la calle y se ha declarado en huelga de hambre porque no le han pagado la compensación que le prometieron por su casa, gravemente dañada durante el secuestro. Por el patio del domicilio de Kadíyev, contiguo al edificio derruido de la vieja escuela, escaparon muchos rehenes. "Al principio callamos porque nos parecía que no estaba bien plantear el tema, pero ha pasado el tiempo y se olvidan de nosotros", dice. Sobre Beslán ha llovido el dinero. La ciudad ha obtenido equipos médicos modernos, psiquiatras, psicólogos y hasta un centro internacional de la Cruz Roja sin precedentes en Rusia. El ambiente, sin embargo, es de desconfianza. Un psicólogo, miembro de uno de los equipos que se desplazan a Beslán de forma rotatoria, se quedó helado ante el comentario de una madre. "Me alegro de que mi hijo muriera en la escuela, así la gente no me criticará".

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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