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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Un amor de verano

Los dos son jóvenes, pero no tanto. Tampoco llevan juntos toda la vida, aunque sumando el tiempo de su noviazgo y el transcurrido desde la boda, el plazo de su relación se aproxima ya a la década. Los dos trabajan mucho, muchísimo, y a ninguno de los dos les inquietan los excesos de sus respectivos horarios, porque han ido ascendiendo puestos con una regularidad equitativa y armoniosa, simultánea, desde que se conocen. No tienen mascotas y no las echan de menos. Tampoco tienen hijos, pero los dos suponen que están esperando el mejor momento, aunque nunca han conseguido esperarlo a la vez. A él le hubiera gustado tenerlos pronto, quizá porque es hijo casi único, el menor de una familia cuya primogénita ya había cumplido doce años en el instante de su nacimiento, pero el tema nunca le ha preocupado lo suficiente como para insistir mucho. Ella preferiría tenerlos ahora, justo cuando ya no escucha insinuaciones veladas al respecto, porque es la segunda de siete hermanos y le sobra experiencia como niñera, pero el reloj biológico la empieza a achuchar. En cualquier caso, todavía no ha cumplido la edad de apresurarse. Por lo demás, él ha sido un hombre básicamente fiel desde que dejó de dormir solo. Ella también ha sido básicamente fiel desde que empezaron a dormir juntos.

Sin embargo, aún les quedan novedades que compartir. Este año, por ejemplo, es el primero en el que se han decidido a veranear solos durante un mes entero. Hasta ahora habían partido las vacaciones, quince días en verano, compartiendo alquiler en cualquier playa con unos amigos de él o alguno de los diversos hermanos y hermanas de ella, y dos semanas más, distribuidas entre las estaciones restantes, para hacer sendos viajes tan previsibles como exóticos, en otoño al Caribe, por ejemplo, o en Navidad a la nieve, o en primavera a cualquier lugar de Asia. Pero trabajan mucho, muchísimo, y ya no son tan jóvenes, y están cansados. Por eso han alquilado este apartamento tan bonito, con un salón espacioso y un dormitorio abierto al mar por dos grandes ventanales, que les ha costado un dineral porque tiene de todo, aire acondicionado y ventiladores en el techo y microondas y wok y DVD y equipo de música y barbacoa eléctrica y muebles de teca recién aceitados en la terraza, a juego con la sombrilla cuadrada, de lona blanca.

La primera semana fue maravillosa. Tenían tanto sexo atrasado, y tantos mercadillos por descubrir, y tantos nuevos electrodomésticos que poner en marcha, y tanta hambre de sol, tanta sed de playa, que el día tenía muchas menos horas de las que necesitaban. Entre eso y el incremento de somnolencia debido a la bajada de tensión que padecen quienes no están habituados a vivir al nivel del mar, se les pasó el tiempo volando. Pero la segunda semana fue distinta. Saciados de sexo, decepcionados por la oferta siempre idéntica de los mercadillos semanales, sin ningún manual de instrucciones que descifrar, menos hambrientos de sol, menos sedientos de playa, con los hombros quemados y la tensión en sus niveles casi habituales, decidieron ponerse al día en las lecturas, cocinar platos elaborados al alimón, y contarse las anécdotas triviales de sus respectivos lugares de trabajo, todos esos episodios que les parecieron tan irrelevantes en el momento de producirse, pero que tan útiles les resultan ahora para rellenar las pausas de una conversación languideciente como el aliento de una cortesana tuberculosa. La tercera semana, el sexo repuntó, quizá porque optaron por las excursiones, y se pasaban horas y horas en el coche, de atasco en atasco, cantando a dúo. El CD, a todo volumen, les eximía de la necesidad de romperse la cabeza en busca de algo nuevo, original o interesante que decir, pero él, único conductor de la pareja, se cansó enseguida de las jornadas de camionero en las que se estaban convirtiendo sus vacaciones, y volvieron a la playa, al mercadillo, a las novelas de psicópatas, al after-sun, al silencio. Hasta esta noche, la víspera del primer día de la cuarta semana.

Los dos están sentados en la terraza, cada uno delante de un sándwich improvisado a base de embutido y gracias, el pan derecho de la bolsa al plato y un refresco por barba. Los dos miran al mar por no mirarse, y no porque no se gusten, que se gustan, sino porque tienen miedo de contemplar el reflejo de su propio hastío en el aburrimiento que empaña los ojos del otro. Y sin embargo, los dos saben que se quieren, que quieren vivir juntos, aunque en este preciso momento ninguno de los dos lo entiende muy bien. Y entonces, quizá por ahorrarse la tentación de redefinir lo que significa la palabra amor, ella suspira.

-¿Qué bonito es esto, verdad? -su marido la mira, sonríe, le da la razón con la cabeza, ella prosigue, con cautela-. Pero no sé si me gustaría vivir aquí todo el año, ¿sabes?

-A mí no -él se atreve a ser franco-. Es precioso, de verdad, pero cada uno es de su propio sitio, eso no se puede evitar, y éste no es el mío.

-No -su mujer está de acuerdo-. Y no te vas a creer una cosa, pero… Por un lado, creo que me gustaría volver a casa ya.

-Mañana -él vuelve a mirarla, vuelve a sonreír, y siente un alivio inmenso, como si todas sus vísceras se hubieran aflojado de pronto, a la vez-. Si tú quieres, volvemos mañana mismo. Yo encantado, de verdad.

-Pues sí, tengo tantas cosas que hacer…

Se miran, se callan, se echan a reír. Y esa noche, su fracaso pequeño y compartido adereza, como una salsa agridulce, el sexo más memorable del verano.

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