Una médica curada de espanto
África le ha ayudado a relativizarlo todo. Tras diez años en países como Angola, el Congo y Zimbabue, tras separar vivos de muertos en un camión o amputarle las dos piernas a una embarazada, esta médica 'sin fronteras' relata episodios estremecedores con una entereza extraordinaria
Es difícil aprender a vivir con la cara de un niño muerto en los brazos. Debe de ser complicado acostumbrarse a que no hay medicina suficientemente rápida, efectiva y milagrosa como para poder extirpar la satrapía y la sinrazón que condena cada año a millones de seres humanos a perderlo todo. Feli Ibáñez, que ha trabajado con Médicos Sin Fronteras durante 10 años en varios países de África, del Congo a Burundi, de Angola a Sierra Leona y a Zimbabue , ha tenido que asumir todo eso para conservar una esperanza intacta y tozuda que le hace todavía seguir peleando.
Tiene 40 años (Manresa, 1965) y no ha perdido el ánimo. Sigue montando campamentos y hospitales sobre el terreno allí donde haya una epidemia, donde estalle una guerra. Todavía cree. No ha nacido perro que le gane un pulso, y cuando la ves de frente comprendes por qué, con su pelo rubio en punta, su cara limpia y el gesto cristalino de una mujer que ha encontrado el sentido de su vida y a la que es difícil convencer de que hay esfuerzos inútiles porque le asiste una inquebrantable fe superior en lo que hace.
"De repente me di cuenta de que allí la medicina era otra cosa. Me acerqué a un niño, lo cogí y se me murió en los brazos"
"En África jamás digo que no estoy casada. No conciben que una mujer ande sola por el mundo"
No le importa haberse labrado un futuro nómada y ha comprobado que las energías necesarias para enfrentarse a cosas como el hambre, el sida, la malaria y los heridos de guerra sobre el terreno -los cuatro males que más asolan África, ese continente que Feli conoce bien- están más en la moral que en la física de los cuerpos: "Hay voluntarios de 70 años y más mayores que trabajan conmigo, auténticos abuelos, muy necesarios en cada operación porque cumplen ese papel de dar ánimos. Cuando ves eso, comprendes que la edad no es impedimento", afirma Feli. Lo dice en un descanso, en una tregua de su cruzada, mientras toma un refrigerio mañanero en un café del centro de Barcelona, donde se refugia cuando regresa de los campos de la barbarie en los que tiene que lidiar junto a su organización, que no siempre es bien recibida allí donde va.
Estudió medicina en Valladolid, la ciudad en la que vivía pese a haber nacido en Manresa y donde su padre trabajaba vendiendo hornos de pan, toda una señal para alguien que después iba a dedicarse a luchar contra el hambre. Colaboró con el comité ciudadano antisida de la ciudad, asistió a toxicómanos y prostitutas, daba clases a auxiliares de clínica, hacía sustituciones en cualquier pueblo castellano, pero un día se fue a estudiar medicina tropical a Amberes y, cuando perdió eso que ella define como "el miedo a salir", pasó de curar catarros a enfrentarse a lo bestia con la cara absoluta de la muerte en el Congo, donde empezó una aventura a la que todavía no ha puesto el punto final.
Para esto hay que tener vocación. ¿Dónde la encontró? ¿Lo recuerda?
De niña. A los tres años me acuerdo que decía: "Cuando sea mayor quiero ser médico en África". También con el tiempo vi que esa vocación, además de médica, era de ayuda y de enseñanza.
La medicina es el colmo de la solidaridad, su primer frente
Es lo más rápido, lo más efectivo, lo más práctico si quieres, a corto plazo, en el momento que se presenta un problema. Pero hay cosas que son más importantes y dan mejores resultados a largo plazo, como la educación. Si eres maestro, puedes lograr un crecimiento duradero de cosas muy grandes.
¿Por qué se fue?
Cuando acabas la carrera se crean unas expectativas sobre tu vida. Primero, especializarte; luego, casarte, tener hijos. No me gustaba la idea. Pensaba ya en hacer voluntariado, pero me daba miedo salirme de la línea por la que se suponía que tenía que transcurrir mi vida y no poder volver al camino.
¿Ha dicho miedo?
Sí, tenía miedo a salir; por un lado, me preocupaba. Soy muy precavida.
¿Adónde fue a parar en su primera salida?
Al Congo, en 1995. En la zona de Kashai, un pueblo diamantífero adonde iban a parar muchos kashaianes inmigrantes a trabajar en fábricas de mercurio belgas. Durante años los expulsaban, no los querían allí. Yo llegué a trabajar en un hospital como pediatra.
Las primeras impresiones serían fuertes
Fue un viaje largo. Me impresionó al llegar que no había ningún blanco, todos eran negros y todos me querían coger la maleta. Por la noche me llevaron al barrio de Matongue y me enseñaron a bailar el domboló. Me encantó la gente.
¿Y cómo era el hospital, muy precario?
Había cuatro personas. Un coordinador, un logista, una enfermera y yo. Estaba acostumbrada al número de pacientes en España, que a lo mejor te tocan 10 en un sitio; pues bien, allí había 150 para un solo médico. Y éramos dos para una población de 300.000.
¿Se sintió desbordada o ésa es una palabra demasiado corta para lo que usted pensaba en ese momento?
Y tanto. Luego tuve que ir aprendiendo a fijarme en los matices. Por ejemplo, a distinguir tonos en la piel. El primer día entramos en la sala de los anémicos y un compañero me dijo: "Como puedes observar, están todos muy blancos". Luego pasamos a los ictéricos, que supuestamente estaban amarillos, pero yo los veía a todos iguales. Muy negros.
Aprendió de golpe a relativizar
Fue una lección de relativismo total, eso he aprendido en África, sí, a relativizar y a ver que aquí estamos todos piraos.
Menos mal que lo ve con sentido del humor
Sí, porque cuando te pasan las cosas que me pasaron después de ese primer día
¿Qué?
De repente me di cuenta de que allí la medicina era otra cosa al entrar en cuidados intensivos y que yo estaba demasiado nerviosa. Me acerqué a un niño, lo cogí y se me murió en los brazos, así de simple.
¿Cómo se puede afrontar eso?
Con la ayuda de los que tienes alrededor. Las monjas que había allí en ese momento, sor José, por ejemplo. Me explicó que allí las cosas eran así. Que debía aprenderlo así desde el principio. Ese día, todo continuó en ese plan, porque después fuimos al centro de nutrición y vi morir a dos niños más. Así que decidí encerrarme en una habitación y avisé: si esto va a ser así todos los días, que me pasen la comida por la ventana, que voy a pensármelo.
¿Cuánto tiempo pasó así?
Tres días. Comía fufú, pan crudo, hojas de patata, pescado con tomate y aceite.
¿Qué decían sus compañeros?
Pues eso, le decían a la gente lo que pasaba, que me había encerrado y que tenían que darme la comida por la ventana.
¿Qué decidió?
Que me quedaba si el doctor Kalanga me enseñaba. Fue este hombre el que me formó en la pediatría tropical, de él aprendí todo en tres meses que estuvimos juntos. Si no hubiera estado allí él, yo me habría ido.
¿Qué es lo básico para que las cosas funcionen allí?
Es una medicina muy elemental. Este hombre tenía un gran ojo clínico. Hay que desarrollar un gran instinto, aciertas en el 90% de los casos y otro 10% se te escapa. Aprendes a diagnosticar cosas que aquí, en el mundo desarrollado, no son necesarias porque dispones de antecedentes, historias clínicas.
¿Cuáles son los males más frecuentes en esas condiciones?
La malaria, las infecciones respiratorias, la diarrea, el sida, que es la catástrofe africana más constante porque el hambre se produce más por oleadas, por emergencias, está ligada a los desplazamientos, las sequías, el corte de suministros. Lo otro no, lo otro está siempre presente. Para hacernos una idea, en Zimbabue hay entre un 25% y un 35% de incidencia, según las zonas; el negocio más floreciente allí, y no es broma, son las empresas de ataúdes.
Después del Congo, ¿qué pasó?
El Congo fue una experiencia muy dura, todos los días iba con taquicardia al hospital, estuve año y medio en un sitio donde morían 20 niños al día. Allí cambié mi manera de ver las cosas. Médicos Sin Fronteras me parecía una organización muy protocolarizada, en la que no puedes hacer lo que te da la gana. Existe una ética, unas normas estrictas para las emergencias que parecen sacadas de manuales militares y requieren mucho entrenamiento y práctica y en la que se desarrolla un debate interno sobre temas humanitarios. Al principio no me parecía ideal, pero después he ido comprendiendo el porqué del funcionamiento, por qué trabajábamos así; después de todo, una organización que ha funcionado durante más de 30 años de esta forma no puede estar muy equivocada en sus métodos. Nosotros no elegimos donde vamos. Nos envían; después del Congo fui a parar a Angola.
¿Cambió mucho el panorama?
Angola es un país típico de primera misión. Fui a Chitembo, provincia de Bié y zona mártir de la guerra. En el año 1997 hubo acuerdos de paz entre la Unita y el Gobierno. Cuando llegué al pueblo no habían visto un médico en 20 años. Me esperaban las autoridades con los Kaláshnikov para darme la bienvenida, y lo primero que me preguntaron fue: "¿Cuáles son sus objetivos?".
¿En plan estrategia militar?
Algo así. Yo respondí: "Cuidar a la población". Claro, me aplaudieron. Éramos un equipo de tres para un pueblo con casas de adobe, rodeado de minas, donde para salir a airearnos teníamos que avisar. No había luz ni agua, y nos espiaban por las noches.
¿Se integraron bien?
Perfectamente. Organizamos clases de aerobic para las mujeres del pueblo. En buena hora. Les pregunté que cuándo les venía bien, y me dijeron: "A las cinco de la mañana". Así que hacíamos el saludo al sol y luego algo de flamenco, rumba y salsa. También les enseñé el saludo al logista, que era darle un corte de mangas cuando le vieran pasar.
¿La guerrilla les ayudaba a abastecer el hospital?
Bueno, nos proporcionaron unos enfermeros analfabetos.
Y en ese plan, ¿cuánto se quedó allí?
Fui para seis meses y me quedé un año.
¿En qué creen los habitantes de pueblos como ésos? ¿Son muy religiosos?
En África, todo el mundo cree en algo. La religión es un mecanismo de ajuste, de cohesión. Trabajé mucho con niños y mujeres violadas. Hacen ceremonias de perdón, una especie de renacimiento con magia. Mezclan ritos propios de la Iglesia con cosas suyas. Lo que nunca puedes decir es que eres ateo, yo no lo soy, soy más bien agnóstica, pero jamás digo que no soy religiosa y que no estoy casada. Les hablo en abstracto de mi familia; creen que hablo de mi marido cuando en realidad hablo de mis padres. No se puede concretar. No conciben que una mujer ande sola por el mundo.
La experiencia en Angola fue más lúdica, por lo que veo.
No crea. Luego se complicaron las cosas. Me fui a Kuito como pediatra en un centro de nutrición. Se acercaba la guerrilla y no nos quisimos ir porque Médicos Sin Fronteras se queda en los sitios por dos razones: una, cuando vemos que podemos hacer algo, y otra, por dar testimonio de lo que ocurre; es lo que nos diferencia del Comité Internacional de la Cruz Roja, que nos quedamos para que alguien pueda contar lo que ocurre y así evitar atrocidades de las que nadie quiere testigos.
¿Cómo se recrudeció la situación?
Un día escuché un ruido enorme y un resplandor. Creí que era un trueno, pero no; era una bomba. Nos metimos en el búnker, en el que hay camas, una radio y un teléfono satélite. Salíamos para atender a los heridos y pese a que nos aconsejaban irnos, decidimos quedarnos. Es una obligación moral, nuestra presencia es siempre desagradable para las autoridades, en cierto sentido cumplimos un papel de periodistas también. Además empezaron a llegar los desplazados y en dos meses tuvimos que crear cinco centros de nutrición para atender a 50.000 personas que se quedaban a dormir en mitad de campos minados.
¿Los asistieron?
Rápidamente pedimos refuerzos y llegamos a ser 21 donde habíamos empezado cinco a trabajar. Menos mal, porque al final había 150.000 refugiados.
Ya sé que el dinero no importa, pero ¿cómo se paga lo que ustedes hacen?
Al principio, a los voluntarios en las primeras misiones les pagan unos 850 euros; con una experiencia como la que yo tengo, con labores de coordinación, cobramos unos 1.500. No está mal.
Y jugándose incluso la vida, como en Sierra Leona.
Sí, allí hubo mucha violencia. En el año 2000, cuando pasaban los rebeldes preguntaban: "¿Tú qué quieres? ¿Manga corta o manga larga?". Y les cortaban el brazo Allí tuvimos que asistir a gente que se encontraba atrapada en mitad de la guerra sin acceso a nada. Tuvimos que penetrar en la selva a convencer a la guerrilla de que todo el mundo tiene derecho a la salud y meternos con clínicas móviles. Cuando llegamos, la población civil estaba moribunda.
Diez años, cuatro guerras. ¿Hay diferencias entre ellas?
Todas las guerras son iguales, todas tienen cosas en común: se utiliza a la población civil como arma arrojadiza. No importa qué bando. Todos lo hacen, y las mujeres y los niños son siempre los que más sufren. Así se minan mutuamente la moral. He visto las guerras más sucias, donde no hay honor, ni militar ni humano, y nadie respeta nada.
Y viendo todo eso, ¿se puede ser feliz?
Yo soy feliz. Me gusta mi trabajo. Contado así, parece muy aventurero, hasta yo misma me sorprendo de los sitios en los que he estado cuando lo cuento así de corrido, pero veo que lo que hago tiene sentido. No sé qué me pasará en el futuro, si padeceré una depresión, si me vendré abajo en algún momento Hasta ahora no me ha pasado.
Cuando llega a España y analiza los conflictos de una sociedad rica, ¿qué siente? ¿Le parecen absurdos?
Me gusta venir, ir a la piscina, a la playa, al cine, comprar libros, comer variado, escuchar música. Disfruto de todo lo que hay, desde la cultura y el ocio hasta una buena ducha.
¿En qué consiste su trabajo cuando está en Barcelona?
Hago seguimiento de las células que hay desplazadas en distintos países. Soy lo que llaman una tesaco, técnico sanitario de célula operacional. Nos ocupamos de cuidar los recursos humanos, organizar las políticas médicas, seguir el rastro del dinero, cómo se utiliza, comprobar que llega a su destino.
Echa de menos la batalla sobre el terreno.
Acabo de llegar de Zimbabue, donde hemos tenido que examinar la incidencia del sida, que allí es un problema gordísimo, y montar un campo en Harare para 5.000 personas porque se han demolido unos suburbios y se ha desalojado a los vecinos. El Gobierno de Mugabe prohíbe la ayuda y la gente está en una situación crítica. Muchos han huido a la selva o a zonas cercanas a las cataratas del lago Victoria. Beben agua de los mismos pozos donde lo hacen los elefantes. Todo está llegando a una fase de lo que llamamos africanización, con un deterioro de las infraestructuras y abocado al aislamiento internacional. Se está convirtiendo en una pena de país.
Cuando está aquí, ¿recuerda a qué huelen allí los hospitales?
Sí, claro. Huelen a algo que acaba por llamarte la atención. A una mezcla de sudor, enfermedad y aceite de palma.
¿Las enfermedades huelen?
Sí. La enfermedad huele. Una pierna cortada huele.
¿Qué es lo que no puede soportar?
Lo puedo soportar todo, no tengo otro remedio. A veces nos bloqueamos emocionalmente y requerimos ayuda psicológica a la organización, que nos la da sobre el terreno. Pero cuando a uno de los campamentos llega un camión en el que tienes que separar los vivos de los muertos y los amputados por otro lado, como me pasó una vez en Angola, o tienes que cortar a una mujer embarazada las dos piernas, lo puedes soportar todo.
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