La excursión de Emilio
Maldito verano, maldito y maldito, se iba diciendo Emilio mientras vigilaba los pasos de su tío Ernesto, de su tía Isabel, por la escalera, y maldito cien, mil, cien mil, un millón de veces más
-¡Ay!
-¡Tenga usted cuidado, tío, por favor! De verdad que sólo se le ocurre a usted, con ochenta y siete años, no fiarse de los ascensores.
-Di que no, Ernesto -su mujer, seis meses más joven, pero más torpe aún, le dio la razón con un entusiasmo impropio de su decrepitud-. Di que no, que tienes razón. Mejor romperse una pierna que morir asfixiados
-¡La madre que me parió! -resumió Emilio, para él y para el verano.
La aludida estaba con su mujer, esperando en el portal. Bueno, con su mujer y con su hijo pequeño. ¿Pero dónde va a ir el niño, a ver? ¡Que yo tengo un coche, mamá, un coche, no un microbús! Los dos, que siempre se habían querido tanto, discutían todas las noches desde que ella tuvo la brillante idea de traerse a su prima y a su marido del pueblo a pasar una temporadita en Madrid, porque están solos, ¿sabes, cariño?, no tienen hijos, y nunca salen, no ven a nadie, me dan tanta pena Desde entonces, para más inri, a Emilio, en casa, le llamaban Antonio, por el padre de los Alcántara, los de la tele. Allí, igual que en Cuéntame, todos querían mucho a la abuela, porque además la pobre no hacía otra cosa que cargar con el trabajo ajeno, hacer la compra, la comida, llevarse a los niños al parque, al cine, regar las plantas, planchar, yo no me sé estar sin hacer nada, decía. Emilio la adoraba, pero el día que fue a recogerla a la estación y se la encontró con aquella pareja de carcamales la habría matado. Y la noche anterior, mientras la oía calcular que, total, el niño cabía en cualquier sitio, con los diez años que tenía y los chuletones que se comía el angelito, la habría rematado.
-Cu-én-ta-me cómo te ha ido -canturreaba su hija cuando se fueron a la cama.
-Tú calladita -le había contestado él-, que todavía te vienes mañana de excursión
Ella, que se había apresurado a quedar con sus amigas en la piscina cuando el plan del domingo todavía no superaba la nebulosa barrera del proyecto, era la única que se había librado. Para algo es la más lista, le había dicho su mujer al meterse en la cama, ¿o no, Antonio? Ya está bien, Ana, él no se había reído, ya está bien de chistecitos Es que sólo te falta el bigote, Emilio, había resumido ella y los dos se habían echado a reír a la vez. Y es que era verdad, se dijo él por la mañana mientras empujaba al niño dentro del asiento trasero sin mirar, lo peor es que es verdad
-¿Ya está todo el mundo en su sitio? -escuchó un coro de síes y la tos bronquítica de su tío Ernesto, que había ocupado el asiento del copiloto por su cuenta, sin pedirle permiso a nadie-. ¡Pues, hala, a comer a El Escorial!
¡Qué alegría!, añadió para sí mismo. Por lo demás, atasco ya en Moncloa, ola de calor, millones de coches, la tía Isabel haciendo el tonto con la ventanilla, el niño mareándose. Y quién no, hijo mío, pensó su padre, mientras enfilaba la carretera de El Escorial para encontrar más de lo mismo. Más sí, concluiría después, más, bueno, pero todo no.
- ¡Anda, mira, Emilio! -Ernesto chilló con tanta energía que le asustó-. ¡El Valle de los Caídos! Si está aquí al lado, pues podíamos ir
-¿Cómo que aquí al lado? -hasta ahí podíamos llegar, se dijo-. Si el Valle de los Caídos está lejísimos, en la carretera de Andalucía o por ahí
- ¡Que no, Emilio, que no! -su tío insistió-. Que lo acabo de ver en un cartel.
-¿Cómo que en un cartel? -no es posible, se dijo Emilio, o sea, que no puede ser, esto no es la serie, es la realidad, y en la realidad no pueden seguir existiendo según qué carteles.
-Que sí -su tío extendió el brazo, señaló al arcén-, mira
Entonces Emilio vio. Con sus propios ojos vio. Sin poder creerlo, vio. Lo que no podía ser, y sin embargo era. Comunidad de Madrid, Ruta Imperial, decía muy claro, ¡Ruta Imperial!, seguía diciendo, ¡Imperial!, nada menos, y allí, al lado de un punto rojo, entre El Escorial y Guadarrama, con letras igual de grandes, Valle de los Caídos.
-Tranquilo, Emilio -su mujer le apaciguó desde atrás y él se limitó a asentir con la cabeza, porque no estaba tranquilo, sino tranquilísimo. Y tranquilísimo avanzó hasta la siguiente salida, tranquilísimo la tomó, tranquilísimo siguió la flecha que indicaba el cambio de sentido, y tranquilísimo volvió a Madrid.
-¡Jo, papá! -su hija le abrazó al volver de la piscina-. Te prometo que nunca más te volveremos a llamar Antonio.
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