Rulfo va a Alabama
La gerente y los empleados del bar Le Petit Bistro hablan en español y, cuando no hay mucha clientela, cantan en español también. Pasa una señora mayor al mando de un carrito de basura sobre ruedas y la gerente le grita: "Oiga, seño, ¿quiere un café?". "Ay, sí, ¿cómo no?", sonríe la señora, que detiene su carrito y mira a los lados antes de acercarse al mostrador. "¿Con leche y azúcar?". "Ay, sí, gracias. Pero démelo rapidito, ¿no?, porque si me ven, me regañan".
Estamos en el aeropuerto de Newark, uno de los tres que dan servicio a la metrópolis de Nueva York, ciudad hace tiempo invadida por una marea migratoria latinoamericana que ha convertido a los habitantes de origen hispano en la minoría más grande de Estados Unidos, muy por detrás de la angloetnia dominante, pero por delante -y cada día más- de aquellos cuyos antepasados fueron originarios de África o Asia. Los empleados en los bares, restaurantes y tiendas de Newark son -casi todos- de México, Ecuador, República Dominicana, Perú, El Salvador. Una buena parte de los viajeros también, si no no se explica cómo es que -ni francés, ni alemán, ni chino, ni japonés- todos los carteles, todos los anuncios en el aeropuerto están escritos en español, en letra del mismo tamaño que la inglesa.
En la iglesia, un cura dice misa en un español cuyo principal mérito es la valentía, ya que no la gramática
Maricela: "Cuando nos vamos, nos vamos de verdad. Volver es casi imposible. El 'cruce' cuesta 2.500 dólares"
Ciro: "Gano seis veces más que en México y, cada dos semanas, puedo enviar 400 o 500 dólares a casa"
A dos horas y media de vuelo de Nueva York está Birmingham, la ciudad más grande de Alabama. En el aeropuerto de Birmingham, el español ni se oye ni se lee. La piel de la gente es o negra o blanca -café con leche, nada-. Los datos demográficos de Alabama reflejan esta primera impresión. Si uno se fija en un mapa de Estados Unidos en el que colorean los Estados según la densidad de la población hispana -en la superpotencia hay estadísticas y gráficos para todos los fenómenos bajo el sol-, verá que los colores son más intensos en Nueva York, Nueva Jersey, Nuevo México, Tejas, Florida, California, Arizona, Colorado e Illinois. En estos nueve Estados vive casi el 80% de los más de 40 millones de hispanos que hoy están en Estados Unidos. En el mismo mapa, Alabama se queda en blanco.
Pero es un error. El mapa hay que ponerlo al día. Tan persistente es la marea hispana que está tocando ya los puntos más recónditos de Estados Unidos, que ha llegado hasta las profundidades de este Estado clásico - ultraconservador, hiperpatriota, fanático de la Biblia- del Sur Profundo. Me dirigí por la I20, la autopista que une las dos grandes ciudades de la antigua Confederación proesclava, Birmingham y Atlanta, en dirección este, hacia el pequeño pueblo de Ashland, lugar de nacimiento de Hiram Wesley Evans, "mago imperial" del Ku Klux Klan entre 1922 y 1939, época en la que el número de integrantes de la grotesca organización linchanegros ascendió a un récord histórico de cuatro millones. Tras 60 kilómetros por la I20 se coge la AL77 en dirección sur, carretera sinuosa rural que penetra un bosque progresivamente más denso, de árboles verde oscuro cada vez más altos. Hay pocos coches, pero los que hay son, casi sin excepción, camionetas con llantas de camión conducidas por hombres con brazos gruesos como piernas. Lo único pequeño aquí son las iglesias. Una de cada dos casas, y son todas de madera pintada, es un minitemplo, casi siempre de alguna rama de la ubicua denominación Bautista. Uno pone la radio, aprieta el botón search (buscar) y una de cada dos emisoras proclama la palabra del Dios cristiano.
La plaza de Ashland está dominada por un edificio municipal con una cúpula desproporcionadamente ostentosa para un pueblo de 1.965 habitantes. Los locales que rodean la plaza incluyen una tienda que alquila trajes para caballero; un almacén de armas llamado All-American Gun Trader, en cuyas vitrinas hay carteles que dicen: "Apoya a nuestras tropas" y "Apoya al presidente Bush", y una tienda de ultramarinos que se llama Los Tres Monos. Al lado de Los Tres Monos hay otra tienda que se llama El Cid, evidentemente el lugar desde donde la gente que no habla inglés manda dinero a sus familias porque en la puerta pone: "Envíos a casa: mande más por menos".
Pero es domingo y la plaza está desierta, así que me dirijo, en busca de los hispanos que no salen en el mapa, a la única iglesia católica que hay en un radio de 40 kilómetros. Saint Mark's pasaría por una casona clásica del Sur americano de madera blanca si no fuera por la cruz negra que domina una de sus paredes. Adentro hay un cura diciendo misa en un español cuyo principal mérito es la valentía, porque la gramática es casi inexistente, y el vocabulario, trágicamente limitado. Pero al admirable padre Bruce, nativo de Alabama, no le queda otra. La iglesia está en una loma verde que da sobre un campo de golf, pero, por lo demás, podríamos estar en un pueblo de las afueras de Guadalajara, México.
En un cuarto al fondo de la iglesia me reúno al acabar la misa con Martín Ibarra y su esposa, Maricela Álvarez; con Ciro Flores y su compadre Alejandro Franco -todos parte de la nueva colonia mexicana que está sigilosamente transformando el ambiente y la cultura, agregando color- en este rincón monocromo de Estados Unidos.
"Lo reconozco, la gente debe de pensar que estamos un poco chiflados", dice Maricela, que tiene 36 años y tres hijos. "Una cosa es ir a Los Ángeles o Chicago o Nueva York, donde llegas y tienes tu mero mundo mexicano ya hecho. ¡Pero Alabama! ¡Alabama! ¡No, no, no! ¡Aquí... pos nada que ver!".
¿Pero cómo llegaron hasta aquí? ¿Cómo es que en un lugar tan remoto y tan poco habitado la población hispana ha ascendido de cero hace diez años, según el padre Bruce, a más de 800 hoy? "Miles de mexicanos se están hablando en cada momento de un extremo a otro del país", contesta Maricela. "Uno le avisa al otro: '¿sabes qué? Hay chamba en Dallas, ¡vente!', o 'Fíjate, que aquí, en Alabama, mi jefe dice que necesita mano de obra, ¡ven ya!'. Y la gente levanta y se viene, así no más".
Que es precisamente lo que hizo su marido cuando su medio hermano le llamó un día en 1996 y le dijo que había trabajo en un matadero de pollos en Ashland. Martín, que, como su mujer, es del Estado de Jalisco, cruzó la frontera -como cientos de miles, o quizá millones, más- por el río Bravo. "Atravesamos el río, que estaba muy crecido, en una cámara de llanta de trailer"; recuerda. "Éramos mi hermano, el coyote y yo". El coyote es el profesional de las travesías ilegales entre México y Estados Unidos, el que cobra por sus conocimientos sobre el terreno como un sherpa cobra por guiar a los alpinistas por el Himalaya. "Casi nos ahogamos, ahí mero, como tantos mexicanos más. Pero logramos entrar a la primera".
También entró a la primera Maricela un par de años después con sus dos primeros hijos (el tercero, Jonathan, nació en Estados Unidos). Pero ella lo hizo pagando a un coyote especialista en documentos falsos. "Ay, ¡cómo me temblaban las piernas! ¡Me temblaba todo! Decía: 'Dios mío, ¡ayúdame!'. Y nos ayudó, pero los primeros dos años... ¡unos nervios cada vez que veía a un policía¡ Veníamos a superarnos, a hacer algo con nuestras vidas, y ni una sola palabra de inglés, ¡imagínese! Lloraba todo el tiempo y me preguntaba: ¿qué he hecho?".
Ciro Flores y Alejandro Franco no dicen nada, no se mueven, apenas parpadean -no se sabe si están escuchando o si están en un lugar lejos, lejos. Son mayores que Martín y Maricela, con unos 50 años cada uno, pero también son más oscuros de piel, de más sangre indígena. Martín y Maricela son gente de ciudad (él vendía zapatos; ella, perfume y joyas; él cuida el corte de su barba y pelo, ella luce joyas y pantalones), pero Ciro y Alejandro son campesinos, de la municipalidad de Tamazunchale, en el Estado de San Luis Potosí. De bigote fino, vestidos igual que cuando eran pobres en su país, son enigmáticos por naturaleza y por historia. En tiempos de la conquista española, y del imperio azteca, ser expresivo conllevaba riesgos mortales. Ciro y Alejandro, casi incontaminados por la cultura americana, son los personajes que habitan el universo de El llano en llamas, el libro mágicamente atmosférico del autor mexicano Juan Rulfo. Dejaron su tierra, donde cultivaban maíz y frijol, por la misma razón que un personaje del cuento de Rulfo Paso del Norte que se decide a sacrificar lo poco que tiene en México por el sueño americano: "Aquí no hay ni qué hacer ni de qué modo buscarle".
En Alabama, Ciro no sólo la buscó, sino que la hizo. "Cuando llegué yo andaba como un animalito, no más a señas. Pero me dieron trabajo en la construcción. Y me ha ido bien", dice. "Gano seis veces más que en México, y cada dos semanas envío 300 o 400 dólares a casa. Mis hijos no tienen ninguna necesidad". A él le sobra, como revela en un discreto arrebato de orgullo: "Me compré mi tráiler. Aquí tengo dos trocas, y allá, una".
Tráiler es una caravana, el tipo de vivienda en la que viven casi todos los mexicanos de Ashland. Una troca es una camioneta, del inglés americano para camión, "truck". Maricela y Martín también se han comprado su propia caravana, donde tienen aire acondicionado, y un coche, que no deben conducir porque no tienen licencia americana, y, por ende, no tienen seguro, debido a que su condición migratoria es igual a cuando entraron en el país. "Crucé ilegalmente", confiesa Martín, resignado, "y lo estoy todavía".
Pero no se queja. Ni él, ni nadie. "No nos invitaron", dice Martín, encogiendo los hombros. "Hay que estar agradecido con este país y respetuoso con su gente". Todos asienten, hasta (con el más leve movimiento de la cabeza) Alejandro, que durante las primeras dos horas de una conversación que dura toda la tarde no ha dicho nada ni hecho gesto alguno. Pero, ¿la gente ha sido respetuosa con ellos? ¿En territorio Ku Klux Klan? "Sí, sabemos que algo de eso todavía hay, ¿pero sabes qué?", responde Maricela, "no nos han hecho nada".
Nadie había experimentado, ni siquiera había oído hablar, de un incidente racial contra un mexicano. Hablando unos días después con el director de un periódico en Tejas, explicó que los blancos del Sur Profundo están "más en paz con la gente morena". "Además de que los inmigrantes hispanos trabajan duro y se han vuelto esenciales para muchas economías, el hecho importante es que no hay historia entre los blancos e hispanos. No hay sentimientos acumulados de culpa o de miedo por un lado, ni resentimientos por el otro".
Ni siquiera existen resentimientos de parte de los hispanos de Ashland hacia la policía. Los paran de vez en cuando, pero, como reconoce Martín, "es su trabajo, pues".
A diferencia del policía mexicano, agrega Ciro, cuyo trabajo muchas veces consiste más en "atracar que en defender a la gente". Lo cual ayuda a explicar, más allá de los factores puramente materiales, por qué el 90% de los mexicanos que emigran a Estados Unidos se quedan. Martín y Maricela dicen que van a formar parte del 10% que no, que van a regresar a México el año que viene.
"Cuando nos vamos, nos vamos de verdad", dice Maricela. "No hemos vuelto en más de seis años porque si nos vamos sin papeles volver va a ser casi imposible. Ahora cuesta 2.500 dólares por persona el cruce. Más de 10.000 para toda la familia, ¡imagínese!". El coyote, desde fuera, puede parecer un bandido. Pero para los mexicanos que cruzan la frontera es un agente de viajes. Una transacción comercial, nada más.
La idea de Martín y Maricela para el año que viene es montar un negocio en su pueblo natal de Jalisco con sus ahorros, bastantes, porque ahora él tiene un buen trabajo en una fábrica de muebles y ella otra vez vende perfumes y joyas, que consigue -una vez más utilizando la gran red de comunicación mexicana- a través de contactos que tiene en Los Ángeles. Entre los dos ganan más de 2.000 dólares al mes. "Aquí el pobre vive como el rico en México, pero lo curioso, ¿sabe?, es que no es sólo el dinero lo que vamos a extrañar", dice Maricela. "La tranquilidad también, y el espacio. Lo limpio que está todo. El futuro de nuestros hijos, que son ya bilingües... Ay, ¿y si nos arrepentimos?", pregunta, lanzando una mirada a su marido, que no dice nada, pero agacha la cabeza y asiente perplejo.
Entonces, ¿se van o se quedan? "Sí", sonríe Maricela, "pero no...".
Con esto, despierta Alejandro. Un hombre bajito, evidentemente inferior a Ciro en la jerarquía campesina tamazunchelense; se pone de pie. "Yo quiero decir", declara, solemne, "que aquí me quedo. Yo aprecio mucho al pueblo americano. Me han dado oportunidades que en México, con mis 50 años, nunca tuve. Sufrí para llegar. Crucé el desierto, ocho días caminando"... Habla como si no estuviéramos, como un político dirigiéndose a una multititud, y como si hubiera estado acumulando estas palabras toda la vida, esperando la oportunidad para contar su historia, demostrando que, sí, señor, él también tiene sus opiniones, su orgullo, su vida interior. "Sufrí para llegar, pero en este país me he topado con gente buena. Llegué a Dallas y de ahí me fui a Nueva York, donde un señor que trabajaba en un cementerio me dio trabajo cavando hoyos para poner las piedras de las tumbas. Ahí estuve cuatro años y vine aquí hace poco porque aquí está mi hijo". Las palabras le salen como lava de un volcán, y le escuchamos fascinados, con reverencia, conscientes de que erupciones como ésta no se van a repetir muchas veces más en la vida de Alejandro Franco. "Este país, lo repito, me ha tratado a las mil maravillas. No me quejo. Cuando estaba en México, si no te atropellaba el ratero te atropellaba el policía. No volvemos a nuestro país en parte porque tenemos miedo, miedo a nuestra policía, que nos ve llegar y nos roba nada más cruzar la frontera. Aquí vas a correos y la gente viene y te ayuda, ahí mero, a rellenar el formulario. Hay más gente buena aquí".
Y con eso se sienta y, mientras los demás asienten -pensativos, tristes- con la cabeza, vuelve a su silencio ancestral.
Más tarde, en los Tres Monos me encuentro con media docena de hombres de exactamente la misma apariencia, salidos de la misma película que Alejandro Franco y su amigo Ciro Flores. Entrar en Los Tres Monos es pegar un salto de Estados Unidos a México. En los estantes venden yuca, aguacates, chiles de todo tipo (zapote, poblano, chipotle), salsa picante Tapatío, y jugos enlatados -de mango, de papaya, de guayaba, de pera- de la marca Jumex, tan famosa en México como la coca-cola. Huele a México o, lo que es lo mismo ya en un país donde se calcula que residen 23 millones de mexicanos, a un barrio hispano de Los Ángeles o Nueva York. Me acerco a un par de señores con sombreros que se han comprado una lata de Jumex cada uno. Les pregunto si piensan quedarse o regresar. Uno contesta por los dos: "Aquí nos quedamos. Ya no nos movemos más. ¡Ya estuvo!". Y no piensan volver porque han descubierto, en la mera Alabama profunda, una dignidad que en su país pocas veces tuvieron más allá de la ficción de Juan Rulfo. Porque, aunque no tengan papeles, en Estados Unidos tienen más libertad, más capacidad de definir su propio destino, sin estar a la merced de los caprichos de los poderosos de la misma manera que lo están en México. Por eso Martín y Maricela temen tanto equivocarse si eligen volver a México; por eso, cuando Alejandro Franco proclama, aunque le duela, que hay "más gente buena" en su país adoptivo, lo dice de corazón.
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