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Reportaje:LA COSTA LITERARIA | Verano 2005

De dunas y soledades

Hace más de 20 años los gaditanos no conocíamos bien nuestra provincia y comentar que habías estado en Bolonia, tenía como pronta respuesta ¿Qué tal por Italia? Pero Bolonia está también en Cádiz, en el litoral suratlántico gaditano, en el Estrecho de Gibraltar.

Las Sierras de La Plata y San Bartolomé la guardan para que sea eterna y el viento de levante se enfada a menudo con sus potenciales amantes agitando sus manazas en un desesperado intento de expulsarlos de este paraíso.

La primera vez que fui a Bolonia, me quedé sin aliento. Subíamos por una sinuosa y estrecha carretera hacia la Sierra, mientras los buitres sobrevolaban sus cumbres en un cielo de azul desganado y acuoso. Los campos secos, salpicados de lentiscos, aulagas y palmitos acogían la modorra de las vacas retintas, cornilargas que miraban impasibles el paso del coche por la solitaria carretera.

"En los atardeceres el color juega sobre los acantilados como un niño con lápices"

De pronto, cuando iniciábamos el descenso, divisamos como si de un espejismo se tratara el azul intenso del mar en aquella pequeña ensenada. Había que detenerse en aquel lugar porque una no puede pasar ante tamaña belleza sin conmoverse. Desde aquella privilegiada atalaya vi por primera vez como entre el cerco montañoso y los destellos del mar, entre las laderas invadidas por las dunas y la blanca arena de la playa, asomaban tímidamente algunas columnas y estructuras murarias de lo que fue la ciudad romana de Baelo-Claudia, fundada con fines comerciales en el S. II a.C.

En este lugar, los romanos capturaban los atunes que cada mes de junio pasaban por allí camino del Mediterráneo a donde iban para desovar, existían allí factorías de salazones y en ellas se elaboraba el garum, un producto que se obtenía macerando los intestinos y otros despojos de pescado y que se utilizó como condimento para platos diversos, como producto de belleza y como medicamento.

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La playa de Bolonia hace más de 20 años tenía dos espacios diferentes. Por un lado, estaba el lentiscal, con sus casitas bajas de pescadores y sus barquitas semienterradas en la arena; y por otro, esos testigos de piedra desnuda que fueron parte de la ciudad romana, con sus templos y dioses ya olvidados, custodiados entonces por un cuartel de la Guardia Civil. Además de una iglesia pequeñita y dos cabañas-chiringuitos muy cerca de donde se atisbaban, ya en la arena de la playa, las piletas de la industria de salazón romana.

Aquellos recios chiringuitos que nos ofrecían pescado fresco y pisto de verduras tenían para mí la soledad de los espacios vírgenes recién conquistados, y nos permitían fabular sobre ese mundo que creció en el límite occidental de la tierra conocida por el Imperio Romano.

Con permiso del dios Eolo, penetrabas por las arenas camino de un mar transparente, terrible a veces, amedrentándonos con sus ofendidas olas, otras veces, quieto como un lago inmenso. El mar de Bolonia es desobediente y libre. Sólo tienes que sentarte en la arena mojada, frente a él, para sentir su imperiosa caricia.

Es un mar para el deseo, vivo, envolvente, que arranca sutilmente emociones, que solicita tu adoración o libera su ira si lo ignoras. Frente a él, en los días limpios se divisa cercana la costa marroquí, eso siempre que no lo enmascare todo la bruma o antes de que llegue el cielo de Agosto y lagrimeen sus nubes atrapadas por la Sierra de la Plata.

Sus atardeceres son un espectáculo que invitan a la contemplación, y el color juega sobre los acantilados como un niño con lápices de cera.

Ésta no ha sido nunca una playa populosa, como las playas urbanas, en ella convivían las vacas y las gaviotas a la caída de la tarde cuando aún podíamos hacer acampada libre e invitar a una copa a la pareja de guardias civiles que vigilaban la playa. Luego caía la noche con sus racimos de estrellas y era casi imposible cerrar los ojos.

Ahora, la sigo recordando como era entonces, y cuando quiero relajarme pienso en la luz de la tarde en Bolonia, en el olor del mar junto al acantilado, en el sonido de las olas de noche, en el sabor de la sal en mis manos y el tacto sutil de la arena trepando por las dunas. Por eso, yo no busco a Bolonia en los mapas, la reconozco con todos los sentidos despiertos y espero fervientemente que la sigan protegiendo los dioses.

Verano 2005

Pepa Caro (Arcos, 1961) es poeta y alcaldesa de Arcos de la Frontera (Cádiz) desde 2003. Es coautora, junto a otras 11 poetas gaditanas, de El Placer de la Escritura o nuevo retablo de Maese Pedro, (Servicio de Publicaciones de la UCA, 2005).

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