Todo el personal ha muerto honorablemente
Bertrand Russell siempre fue un hombre libre y curioso. Por ello, su alta sabiduría se distribuyó a lo largo del tiempo en distintas parcelas del quehacer humano. A veces gran matemático, a veces gran filósofo, sólo a veces, y a intervalos, fue el pacifista que en el acto nos viene a la memoria, sentado en mitad de la calle entre jovencitas sonrientes. Durante una época, Russell ejerció de estratega en la alta política, versión Apocalypse Now!, lo más parecido a un moderno augur. En carta de mayo de 1948 a Walter Marseille, el filósofo inglés aboga por la guerra nuclear preventiva. La carta contiene las siguientes joyas: "Si Rusia conquistara Europa occidental, la destrucción sería tan grande que ninguna reconquista podría arreglarla. Enviarían a casi toda la población culta a campos de trabajo en el noroeste de Siberia o a las orillas del mar Blanco, y muchos morirían allí debido a las penalidades; los supervivientes se habrían convertido poco menos que en animales (...). No dudo de que América venciese finalmente, pero a no ser que se impidiera la invasión de Europa occidental, durante siglos no existiría la civilización. Creo que, a pesar del coste, la guerra valdría la pena. Hay que acabar con el comunismo y se debe establecer el Gobierno Mundial".
DIARIO DE HIROSHIMA
Michiko Hachiya
Traducción de J. C. Torres
Prólogo de Elias Canetti
Turner. Madrid, 2005
236 páginas. 19 euros
Aunque parezca mentira, dada
su longevidad, de la que todos nos alegramos, Russell ya era un hombre viejo en 1948, y aún lo era más en 1950, cuando le fue concedido de modo incomprensible el Premio Nobel de Literatura en lugar del mucho más merecido galardón en pro de la paz. A partir de esos años, su sentido común emitió juicios y actitudes de acuerdo a unas fuentes de información lejanas de los impulsores y máximos beneficiarios de la guerra fría, porque quizá supo, como ahora sabemos todos, que la guerra preventiva contra la URSS no era algo por venir: ese disuasorio golpe en pecho del gorila se había iniciado ya el 6 de agosto de 1945 con el inútil lanzamiento de la bomba nuclear tristemente llamaba Little Boy sobre la ciudad, sobre los habitantes, de Hiroshima.
Este Diario de Hiroshima, publicado por primera vez en español en 1957, y que ahora se presenta con incisivo y trepidante prólogo de Elias Canetti, requiere el mínimo comentario y una sola recomendación: es necesario leerlo. Da lo mismo que sea de principio a fin, o que se repase un fragmento cada vez que las televisiones nos muestren imágenes espeluznantes, pero no memorables, de víctimas de una catástrofe. El libro, en su esencia, cuenta la lucha por la supervivencia y la dignidad en una circunstancia atroz; un miedo amortiguado por las buenas maneras, por la responsabilidad, por la virtud civil, porque es necesario dar ejemplo. Este libro cuenta, además, y eso lo hace inquietante en su eficacia, la ansiedad de encontrarse ante los efectos de armas que no sólo matan al instante, sino a corto, medio y largo plazo. Este último punto es el más sorprendente del libro: la confusión, las dudas y la lucha de un hombre que se halla ante la evidencia de que muchos supervivientes de la masacre, aquellos que salieron ilesos en apariencia y ayudaron en los primeros días, no de reconstrucción, sino de parpadeo y gemido, de aliento entrecortado en el fondo del abismo, esos mismos hombres y mujeres que aún tenían capacidad para preguntarse qué les habían hecho, iban muriendo uno tras otro sin explicación alguna. El doctor Hachiya estudia los síntomas, las erupciones cutáneas, la caída del pelo, las hemorragias internas y, ante la falta de medios, especula sobre venenos, sobre lesiones internas provocadas por súbitos cambios de presión, sobre vagas epidemias. En cuanto se hace con el mínimo instrumental de observación y medida, infiere la relación directa entre la falta de glóbulos blancos y plaquetas, y la proximidad de la víctima al epicentro de la explosión. Entretanto, hace lo que puede como haría todo hombre bueno, responsable y valiente, preserva su humanidad, esa misma que les faltó a aquellos que, antes y después, miraron los mapas como astrólogos que buscan señales en el cielo y, envueltos en una capa de soberbia o en la certeza de que ellos no tenían nada que perder, urdieron estadísticas, inventaron males menores, planearon una posible destrucción del mundo civilizado y finalmente se presentaron como sus salvadores, sin pensar por un momento en las víctimas ciertas, reales, desesperadas, que ya eran un hecho en la inexistente ciudad de Hiroshima.
Al atardecer, el doctor Hachiya
improvisa urnas funerarias con cartones. Oye también los comentarios de aquellos que se hallaban en las afueras de la ciudad la mañana de la catástrofe y quedaron fascinados por la belleza del hongo atómico; la misma fascinación, aunque velada de coqueteo con el poder, que hizo al cultísimo Oppennheimer recitar tras la prueba de Alamogordo los versos del Bhagavad-Gita: "Me he convertido en Muerte, el destructor de mundos". En esos mismos atardeceres, Hachiya pasea entre los escombros, siente un escalofrío ante las columnas, ahora clavadas en la tierra, de lo que fuera fachada del Museo de la Ciencia y la Industria. Ese edificio ha sido, paradójica y hasta burlonamente, la única ruina que desde entonces ha permanecido intacta en la nueva ciudad de Hiroshima. Del edificio de Correos no quedó nada, salvo un cartel que decía: "Todo el personal murió honorablemente".
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