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Columna
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Logística

La muerte del general Westmoreland apenas ha merecido una breve nota en los periódicos, incluso en los del país al que el general sirvió con tanto ahínco como mala fortuna. Actor principal de la guerra de Vietnam, hubo de asumir la pesada carga de una derrota espectacular, imprevisible y humillante, que la opinión pública y los expertos coincidieron en echar sobre sus hombros. Él siempre se defendió de esta acusación diciendo que la culpa no fue suya, sino de un gobierno timorato que le prohibió desparramar la guerra por todo un continente y le escatimó carne de cañón cuando más falta le hacía. A reiterar esta explicación, que el tiempo ha vuelto irrelevante, dedicó los últimos cuarenta años de su vida.

Era un militar de corte clásico. Creía, a la manera de los generales prusianos, que en la guerra la clave radica en la logística, y a esta idea se aplicó con extraordinaria eficacia. En poco tiempo el ejército americano destacado en Vietnam pasó de 15.000 soldados a 500.000, sin contar la desmesurada fuerza aérea. De la escuela antigua había heredado el frío desdén por las bajas. Cientos de miles de muertos son una buena inversión si el resultado es la derrota del contrario. En las dos cosas andaba errado, pero no lo supo ver. Hasta el final pensó que su gobierno y su país le habían vuelto la espalda.

La prensa destaca su acendrado patriotismo. No hay duda. Pero el patriotismo no es una virtud, sino una predisposición que se puede emplear bien o mal, y él la empleó para sembrar la desolación, enviar a la muerte a miles de personas, destrozar la vida de millones y causar a su país un trauma cuyas consecuencias aún colean. Por supuesto, no fue el único responsable del drama, pero si existe la responsabilidad individual, fue responsable, y mucho.

Con todo, que fuera o no una buena persona poco importa. Porque de lo que se trata no es de decidir si el fin justifica los medios, sino de inferir de su ejemplo que la solución de este antiguo dilema no garantiza que los medios sean adecuados para lograr el fin que se persigue. Por ignorar esta sutil distinción Westmoreland sufrió una derrota, y por añadidura un fracaso. Ahora ha muerto, a los 91 años, en Charleston, ciudad famosa por el baile que lleva su nombre.

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