El resucitador de teatros
Actor y director escénico, dirige desde hace un año el teatro Español de Madrid, el buque insignia del Ayuntamiento de la ciudad, al que Mario Gas ha conseguido revitalizar programando obras como 'Julio César', de Shakespeare, uno de los grandes acontecimientos de la temporada.
Lo mejor es verle fundirse con la arquitectura del edificio. Lo hace a menudo, apostado en una puerta, a la salida de alguno de los espectáculos, curioseando, fijándose en el tipo de público que entra o en los que salen con sonrisa satisfecha por haber invertido bien el dinero de la entrada en esas funciones que Mario Gas programa ahora en el teatro Español de Madrid, un centro que estaba en coma y que él ha resucitado, un escenario que había sido atrapado por las tinieblas de un retraso acartonado y que en año y medio de programación viva, moderna, atrevida y arriesgada ha entrado de golpe en el siglo XXI. Asistir a una de las funciones del Julio César de Shakespeare que se estrenó a finales de junio, con el montaje de Deborah Warner, cuyo reparto de actores británicos de genio y exhibición encabezaba Ralph Fiennes como Marco Antonio -y que ha sido todo un acontecimiento mayor en la temporada, para el que se agotaron las entradas semanas antes-, daba idea del cambio que ha aplicado Gas en el lugar donde durante décadas brillaron las gestiones de Miguel Narros, José Luis Alonso o Adolfo Marsillach, echadas por tierra en los 12 años anteriores a la llegada del nuevo responsable. La historia más fascinante de este centro parece resurgir ahora de la mano de este actor y director escénico inquieto y activo, que ha firmado montajes de cerca de 20 óperas porque lleva el género en la sangre, al ser hijo de un cantante lírico y de una bailarina del Liceo de Barcelona y haber nacido, durante una gira de éstos, en Montevideo (Uruguay), en 1947. Pero también ha trasladado a la escena varias decenas más de textos clásicos y contemporáneos, y ahora está de gira por España como actor y director en una versión de la Orestiada. Este año se ha convertido en el gestor más aclamado del panorama teatral de Madrid con su trabajo al frente del Español, un centro municipal que ha abandonado ya el provincianismo capitalino con un nuevo sello cosmopolita, pero que tampoco reniega de un casticismo reconvertido y aireado con los mestizajes que Gas le quiere aplicar junto a la programación de algunas zarzuelas incluida.
Se sienta en la mesa de reuniones del teatro -cuya fachada preside la siempre enérgica plaza de Santa Ana madrileña-, a la que se llega atravesando un patio cargado de luz. Sobre la mesa hay papeles desordenados, carpetas y una colección en bolsillo de novela negra, "el género literario más importante del siglo XX", dice el artista, que fue designado director del teatro Español por Alicia Moreno, concejala de las Artes del Ayuntamiento y mujer de confianza para la cultura en el equipo de Alberto Ruiz-Gallardón. Viste de lino blanco, a juego con la barba y el pelo abundante de personaje espadachín del Siglo de Oro. Aunque sus armas, más que los metales, consisten en la ironía bien aplicada y en la elegancia a la hora de no acusar a nadie de nada, algo que también delata otro de sus talentos ocultos: "De joven quise ser arquitecto y diplomático", afirma. Ahora verán que todavía no se ha despojado del todo de aquellas dos aspiraciones.
Venía con intención de hablar del alcalde que le nombró a usted, pero se me han quitado las ganas después de pasar 50 minutos en el coche para llegar hasta aquí, cuando lo normal es tardar 15 desde donde venía. Póngase en guardia y defiéndale, si se atreve.
No se trata de defender a nadie; más yo, que soy un profesional. Primero fue una sorpresa que yo aceptara dirigir un teatro bajo la égida de Gallardón -que es del PP-, pero él ha entendido mi proyecto y mi plan. A partir de ahí trabajamos con toda la tranquilidad y no se ha producido ninguna interferencia política. Nuestra idea de la rentabilidad para un teatro público es que debe ser social y artística; a partir de ahí, podemos hacer lo que queremos. Otra cosa es que, como todos los alcaldes del mundo, pueden ser criticados porque levantan las ciudades y las hacen ruidosas; en ese caso priman los desahogos.
Y el día a día, la gestión pura y dura, ¿no se le hace cuesta arriba a alguien que es más artista que funcionario? ¿Le desesperan las lentitudes?
Más allá de aquellas que tiene toda administración y de las que nadie se salva, y también más allá de las tentaciones de algunos de confundir titularidad pública con algo suyo, todo encaja dentro de lo normal.
Pues tiene mérito, más cuando este teatro, hasta que llegó usted, no era una cosa normal. Conozco a mucha gente que hacía más de diez años que no entraba por aquí.
Este teatro tiene una historia muy larga, pero ahora lo que tratamos es que camine con su época y, si es posible, en algunas cosas que se anteponga a ella, que vaya por delante.
Costará, porque de donde viene es de las cavernas.
He pensado siempre, desde que llegué, en su historia global: en Margarita Xirgu, Borrás, José Luis Alonso, Marsillach, Tamayo, José Luis Gómez, Narros, y no tanto en lo inmediatamente anterior, en la época de Gustavo Pérez Puig, porque mi proyecto es depositario de una tradición y no está elaborado en contraposición a otro, sino más bien en consonancia con lo que ha sido la historia de este teatro.
Hacerlo en contraposición a la gestión de Pérez Puig sería algo con poco mérito, tarea fácil. Las pruebas cantan: en un año ha colocado usted el teatro, al menos, en su siglo.
Eso hemos intentado. Cuando llegamos, en febrero de 2004, lo cerramos tres meses para unas obras mínimas: adecuar el escenario, sobre todo, a los montajes que queríamos traer; reabrir el foso para la orquesta porque queríamos dar óperas y zarzuelas [uno de sus primeros espectáculos fue el legendario Così fan tutte, de Mozart, con el montaje genial de Giorgio Strehler]. Lo hicimos en tiempo récord. También empezamos a preparar la sala B, donde damos espectáculos de pequeño formato: café concert, music hall, danza. Además queríamos evaluar la salud pública del edificio, y todavía estamos trabajando para elaborar un dossier arquitectónico para reformar el teatro y dotarlo de una infraestructura digna de uno del siglo XXI.
Ésa es la base. Luego está el proyecto artístico. ¿Por cuál apuesta?
Mi criterio es flexible. En un teatro, un proyecto teórico va cambiando con la práctica. Los programas deben ser experiencias abiertas para diferentes clases de públicos, y tampoco dejar de lado la producción propia. En nuestro caso buscamos también abrirnos un poco más a la plaza, a la ciudad; buscar las cosquillas, intentar que los madrileños puedan encontrar aquí emoción. En cualquier caso, hasta que no las vas haciendo, no sabes cómo resultan las cosas. Un teatro es como un melón: hasta que no lo abres, no sabes cómo sale; pero ahí estamos, dando el callo.
¿Y le siguen? Porque una de las cosas que muchos teatros públicos arrastran es un virus funcionarial, muy poco recomendable para las cosas de la escena.
Una de las cosas que más me preocupaban era la vitalidad de puertas adentro. Acabar con ese esquematismo de los planteamientos entre lo público y lo privado. Algunos teatros públicos languidecen por eso: se ensaya poco, hay horarios muy rígidos. Creo que aquí ya no se da.
¿Y antes?
¡Ah!, antes; pregúntele al perrito, que decía aquél. Lo importante es implicar a la gente en un proyecto que consideren de ellos.
En cuanto a las producciones propias, ¿usted cuántas hará?
Yo me he comprometido a dirigir al menos una por temporada, pero lo más importante serán las colaboraciones con creadores de fuera de la casa; en ese aspecto, ya hemos contactado con Lluís Pasqual, con Flotats, con José Luis Gómez, con Carlota Subirós, con Álex Rigola -del Teatre Lliure- y con otros centros dramáticos para colaborar en cosas conjuntas. De España y de fuera de España. Estamos mirando por Europa, América Latina, por el Magreb también.
Casticismo puro, por lo que veo. ¿No teme que se le echen encima los defensores de la pureza a ultranza?
Un teatro debe definirse por su personalidad. Aquí tienen sitio los mejores creadores internacionales del momento, desde Deborah Warner hasta Tomaz Pandur o Jorge Lavelli, creadores extranjeros invitados a hacer producciones con actores y actrices españoles; pero eso tampoco supone abandonar algunas raíces e incluso ser castizos: hacer zarzuelas de Solozábal como La eterna canción, que vamos a programar precisamente porque me interesa indagar en títulos de ese género que se salen de lo más tradicional.
Casticismo pasado por la lavadora, entonces.
Lo castizo no tiene que ver con lo casposo. No debemos perder el hábito de la conexión popular, es bueno que cada lugar conserve sus enraizamientos. Unos hay que conservarlos, aunque otros deben expurgarse. Lo bueno es basarse en una tradición sobre la que puedes partir para transformarla en algo de su tiempo; por el contrario, cuando ésta se enquista, llega la caspa, y eso trato de que no tenga que ver con nada de lo que hago.
Está decidido entonces a probar recetas nuevas. ¿Es ése el medio ideal para ganar nuevos públicos? ¿O el secreto está en los precios de las entradas, como poder ver un 'Julio César' entre 3 y 30 euros?
Cualquier espectador que ganemos para la causa es bienvenido. Los precios son importantes. Un teatro público abre muchas posibilidades, pero hay que ser cuidadoso de no hacer de los precios bajos un camino específico en sí mismo. Lo bueno es diversificarlos y no subirlos, eso sí. En cuanto a los jóvenes, están viniendo, incluso a los espectáculos menos avalados por la promoción.
Le noto entusiasmado. ¿Cuánto cree que le durará la ilusión por dirigir un teatro desde dentro? Lo digo porque las gentes de su gremio tienen esa cosa nómada que les hace poco pacientes, y usted, siendo actor y director de escena, no se librará de eso...
Para contestar a esto voy al refranero: en todas partes cuecen habas o no es oro todo lo que reluce, es cierto. Pero más allá de mi profesión de actor o director de escena, para mí levantar un tinglado colectivo como éste es algo que a veces es más satisfactorio o me llena más que una buena interpretación. Por otra parte, ya sabes a lo que te enfrentas con estas cosas, pero como yo siempre estoy en crisis Está claro que el trabajo diario es lo difícil, pero eso forma parte del proyecto; las dificultades, sería poco realista no admitirlas. Si uno cree que las cosas se solucionan fácilmente es que ha nacido con una flor en el culo, lo cual no es mi caso.
Es paciente, entonces.
Sé cuánto puedo aguantar en los sitios, y cuando me harto, me voy.
Tiene cachaza, entonces.
¿Cachaza? ¿Qué es eso?
Aguante, frialdad, tranquilidad. Que si sabe torear, vamos.
Para esto sé que hay que saber aguantar; torear, vale, saber esperar. Es en lo que consiste dirigir muchas veces, en tener paciencia.
¿Y cómo anda de madera de político?
Soy muy dialogante, me coloco en las razones del otro; lo que no soy es maniobrero ni chaquetero.
¿Quién ha dicho que sean esas últimas las cualidades de un político?
Hombre, no. Entendemos que la política debe ser una cosa noble, pero hay que estar atento, por si acaso.
En lo que toca a su política teatral, antes hablaba de hacer zarzuelas. Los que aman ese género siempre se quejan de que está moribundo. ¿No tendrían los responsables de los teatros algo que decir y hacer? Es decir, un género para el cual nadie escribe ya nada, ¿no deben ser los directores de los teatros quienes impulsen la creación de una zarzuela del siglo XXI?
No sé si al Español le corresponde hacer eso.
Hablo en general.
En el siglo XX, ya se dieron pocos títulos emblemáticos. Luego se produce un agujero negro con el género. No sé cómo podría plantearse hoy. Igual ese musical de Nacho Cano, Hoy no me puedo levantar, es una zarzuela moderna.
Y a los dramaturgos, ¿se les apoya suficientemente?, ¿se les encargan obras, al menos?
Hay que saber invertir en eso. Los españoles lo hacemos muy mal; los británicos, en cambio, lo hacen excelentemente. Nosotros hemos encargado obras a medio plazo. La dramaturgia nacional nos compete a todos, y en eso reconozco que hemos estado más lentos que otros centros donde también se han incorporado nuevos directores, como es el caso de Gerardo Vera en el Centro Dramático Nacional, que lo aplicó nada más llegar. Es cierto que los autores ganan hoy más en la televisión, pero los teatros públicos son los que deben apoyar las creaciones más arriesgadas de nuevos dramaturgos, igual que se apoya a los consagrados; hay que alentar la creación con becas, apoyos y con una interrelación entre quien escribe y quien traslada a escena. Se acabó la imagen del autor que crea en su casa, envía el texto al teatro y se desentiende; tiene que existir una colaboración.
La ópera es una de sus obsesiones. Le viene de familia, con un padre cantante y una madre bailarina en el Liceo.
Sí, es de familia, efectivamente. Hubo una época en la que no sabía si me iba a dedicar al teatro finalmente; era muy bueno en matemáticas, pero al final me decidí por las letras. También dudé si estudiar arquitectura o diplomacia, pero acabé volviendo al teatro, ya en la universidad. Y la ópera es un género que me fascina desde siempre. Pero lo que más me apetece es dirigir obras contemporáneas porque no tienes que estar pendiente de otros precedentes. Tampoco reniego del gran repertorio, sobre todo de Verdi, de Puccini, de Donizetti o de Mozart. Oscilo entre la razón y la emotividad.
Y el aguante con ciertos divos.
Eso también influye. Precisamente lo peor de montar una ópera es la dispersión, la falta de unidad. Cuando se consigue un elenco compenetrado es excepcional; pero es muy difícil, porque cada uno va por libre y es inevitable que a algunos les interese más ir por la pasta sencillamente. Se crean fricciones, y muchas veces me he planteado: ¿qué hago yo aquí?
También le habrá pasado en otros géneros, incluso se habrá mareado un poco con su doble papel de actor y director.
Últimamente quiero interpretar más. Disfruto, sencillamente, y me planteo que por qué no lo hago más con todo lo que disfruto. El actor se desahoga más, explota, mientras que el director debe controlar. De todas formas, para las dos cosas me sirve mucho estar cerca de los actores y no perder las ganas. Entrar en escena siempre te refresca.
O te crea más conflictos.
Las neurosis de los dos son distintas. Dirigir es un vértigo, crea inseguridad por las decisiones que debes tomar. Debes encontrarte en un estado constante de creatividad y excitación. Te mueves entre el miedo, el placer y el dolor, y además cuenta con un plus: eres el responsable de todo el grupo.
Usted le da a todo, además: autores contemporáneos, musicales, clásicos. Ahora vuelve con la 'Orestiada', de Esquilo
Es mi primer clásico griego, pero, como digo, a todo cerdo le llega su San Martín. Pero lo cambiaré por la ópera que quiero montar ahora, Auge y caída de la ciudad de Mahagonny, de Bertolt Brecht y Kurt Weill, una mezcla explosiva para una obra que trata de cosas tan tangenciales como el capitalismo, por ejemplo. Es una prueba pura de la vitalidad de las vanguardias de principios del XX y que demuestra que los primeros que fueron surgiendo eran los mejores, como es el caso de Brecht y Weill, que convirtieron su arte en algo desbordante. Es una oportunidad fantástica para tirarse a la piscina, porque, mira, la vida es aleatoria, el arte también, ¿para qué frustrarnos?
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