Celebración de Elena de la Souchère
En enero de 1955, en el curso de mi segunda escapada a París, contacté a través de mi amigo Palau Fabre, exiliado desde hacía casi una década en Francia, con la periodista Elena de la Souchère. Ningún español joven conoce hoy su nombre. No obstante, para un puñado de universitarios de comienzos de los cincuenta, lectores furtivos de los semanarios y revistas franceses de izquierda, era un punto de referencia poco menos que obligado. Nadie sino ella prestaba atención a una España sumida en el silencio de la dictadura ni atendía el lábil murmullo de quienes lo intentaban romper.
Recuerdo nuestro primer encuentro en un café estanco del bulevar de Bonne Nouvelle, contiguo al edificio que ocuparía poco después L'Humanité y en el que se hallaban aún las modestas oficinas de France-Observateur, dirigido entonces por Claude Bourdet. En Coto vedado la describo como "una mujer de una cuarentena de años, pálida, delgada, angulosa, con un sobrio pero elegante perfil de medalla, vestida con un ajustado y adusto traje sastre con camisa y corbata". Le expuse con vehemencia el descontento popular subsiguiente a la huelga de tranvías de Barcelona de 1951 y la creciente politización de los medios universitarios como entradilla al objeto de mi visita: el deseo de nuestro grupo de intelectuales jóvenes, aglutinados en torno a José María Castellet, de establecer un contacto regular con la prensa extranjera.
Elena de la Souchère acogió generosamente esta demanda de ayuda y me presentó a Claude Bourdet, Maurice Nadeau -director de Les lettres nouvelles, que me publicaría meses más tarde un artículo, firmado tan sólo con mis iniciales, sobre los efectos castradores de la censura-, al ex ministro de Asuntos Exteriores de la República Julio Álvarez del Vayo, e incluso al embajador de la Yugoslavia titista. Nuestra amiga se movía eficazmente en el ámbito un tanto impreciso de la izquierda no comunista y, según descubrí luego, era objeto de recelo, cuando no de animadversión, por la cúpula del partido liderado por Pasionaria.
A mi vuelta a Barcelona, tras informar de mis gestiones al círculo de amigos de Castellet, procuré seguir en relación con ella por medio de intermediarios de confianza, para tenerla al corriente de la radicalización del movimiento universitario que fraguaría un año más tarde en las manifestaciones estudiantiles madrileñas de febrero de 1956.
Con los datos y elementos que le proporcionábamos, Elena fue nuestra embajadora en los medios de información a su alcance. Gracias a ella, España volvió a ser noticia y salió del mutismo creado por el fracaso del maquis republicano, el fin del boicot internacional al Régimen y la alianza estratégica Eisenhower-Franco. Obviamente, estaba en el punto de mira de los servicios de inteligencia españoles y por eso no me sorprendió demasiado la llamada telefónica al domicilio de mi familia en Barcelona de uno de los jefes más temidos de la Brigada Político-Social. Antonio Juan Creix me comunicó que deseaba hablar conmigo y, tras un intercambio de saludos en el lugar de la cita, me preguntó a quemarropa por mi relación con ella. Quería averiguar sus fuentes informativas y si se proponía visitar España. Como colofón a la plática, me previno del peligro que suponía para mí la relación con una persona de sus características y dejó entrever que, de mantenerla, mi trato futuro con él podría ser muy distinto del de aquella amonestación amable.
Durante varios años, Elena compartió con los militantes del interior y el exilio la lucha por las libertades políticas y sindicales, conforme a la nueva política de Reconciliación Nacional elaborada por Carrillo. Mano a mano conmigo, y con el apoyo discreto del PCE, organizó el homenaje a Antonio Machado en Colliure y consiguió la adhesión al mismo de firmas como las de Bataillon, Marcelle Auclair, Jean Cassou, Sarrailh, Sartre, Beauvoir, Aragon y Picasso. El encuentro de los escritores e intelectuales venidos de España, París y Ginebra fue un éxito y nos indujo a creer que las cosas cambiaban con rapidez: ¡tal vez, como sostenían algunos amigos comunistas, los días del Régimen estaban contados! El fracaso de la Huelga Nacional Pacífica que comprobé de visu como enviado especial de France-Observateur enfrió aquel prematuro entusiasmo. Las redadas policiales sucesivas en los medios del PCE, del felipe y ASU (Agrupación Socialista Universitaria) movilizaron firmas muy conocidas en defensa de Kindelán, Girbau, Julio Cerón y mi hermano Luis. Una vez más, la intervención de Elena fue la más firme y útil. Aparte de sus artículos en el semanario de Bourdet y la revista de Sartre, escribía también en las páginas del popular France-Dimanche. En aquellos tiempos de vacas raquíticas, el nombre de España en la prensa francesa aparecía indisolublemente ligado al suyo.
¿Quién es, se preguntará el lector, esta mujer excepcional, mezcla de Colombine, Victoria Kent y Constancia de la Mora? ¿Por qué esa entrega total y desinteresada suya a la recuperación de la libertad y democracia en España?
Algunos datos y elementos biográficos despejan en parte estas incógnitas. Su padre, Romualdo Ribera de la Souchère, arqueólogo y fundador del Museo Picasso de Antibes, fue amigo personal del pintor y del ex ministro de la República Manuel Irujo. Al producirse el golpe militar del 18 de julio de 1936, la jovencísima Elena trabajaba en la Delegación del Gobierno vasco en París y se alistó voluntariamente en el Ejército republicano, con una acreditación del periódico cristiano demócrata L'Eveil des Peuples. Estuvo en las trincheras del frente en Carabanchel y fue testigo de la valentía de los defensores de la capital frente a un enemigo superior en armas y recursos. Tras la victoria franquista, se refugió primero en Francia y luego en Inglaterra, en donde documentó las conversaciones extraoficiales entre el entorno de De Gaulle y Manuel Irujo con miras a crear un batallón de gudaris integrado por las fuerzas de la Francia Libre. Después del desembarco aliado en Noráfrica, formó parte, en Argel, del comité de ayuda a los republicanos españoles apriscados en los campos especialmente creados para ellos por el régimen de Vichy y, de vuelta a la ex metrópoli, intervino en la creación del Círculo García Lorca, formado por intelectuales y políticos de Izquierda Republicana, PSOE y la CNT. Colaboró asimismo en la agencia del Gobierno republicano en el exilio encargada de la acogida de supervivientes del universo concentracionario nazi: el ex presidente Francisco Largo Caballero figuraba entre ellos, y Elena de la Souchère se ocupó abnegadamente de él hasta su fallecimiento a consecuencia de los padecimientos sufridos en los campos. Sin desanimarse por el pragmatismo político y estratégico de las democracias occidentales respecto al Caudillo, prosiguió su labor en la agencia Havas y en la prensa de izquierdas en calidad de especialista en España e Iberoamérica, y en éstas andaba cuando la conocí: sin desánimo alguno, con su digna y tenaz militancia diaria.
Mi experiencia de la lucha política antifranquista en los años de la dictadura y en la transición democrática pone de manifiesto que quienes combatieron activamente por el cambio y quienes se beneficiaron de él no fueron, casi nunca, los mismos. Por un lado, los Amat, Cerón, Porqueras y plumas altruistas como la de Elena. Por otro, los que se adaptaron camaleónicamente a las circunstancias y avanzaron sus peones en el momento oportuno. Hoy disfrutamos de una democracia, imperfecta como todas, y amenazada por el afán de desquite de cuantos no se resignan a su derrota electoral del 14-M; pero, incluso en estos días de la tan traída y llevada recuperación de la memoria histórica, una personalidad tan singular como la de Elena de la Souchère, que tanto hizo por la causa republicana y por la libertad de nuestro país, permanece en un vergonzoso olvido. Es hora de que todos aquellos por quienes desinteresadamente luchó reconozcamos el valor de su ejemplo en el nonagésimo aniversario de su fértil y asendereada vida.
Juan Goytisolo es escritor.
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