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Reportaje:

El cine latino toma EE UU

Han dejado de ser una anécdota. En un país con 41 millones de hispanos, los directores Robert Rodríguez, Alfonso Cuarón, González Iñárritu, Guillermo del Toro, Fernando Meirelles y Walter Salles pisan muy fuerte.

Un padre normal se conforma con pegar los dibujos de su hijo en la nevera. Un artista convencional sueña con una exposición en solitario, con el momento de cantar como solista o, si se dedica al cine, con que su nombre salga en los créditos antes que el título de su película. Y de paso conseguir todas las riquezas que Hollywood puede poner a su alcance. Pero Robert Rodríguez no hace ninguna de estas cosas. Con los dibujos de su hijo Racer, de ocho años, hace películas, como la recién estrenada en Estados Unidos The adventures of Sharkboy and Lavagirl. Con Frank Miller, autor y creador de cómics de Sin City, que se estrenará próximamente en España, el cineasta ha revuelto Roma con Santiago para conseguir que figure el nombre de ambos como realizadores del filme, aunque eso signifique su expulsión del Sindicato Americano de Directores. Y si hay algo más que defina la carrera de este tejano de 37 años y cerca de dos metros de altura es que, en un Hollywood acostumbrado a dilapidar fortunas, sus películas son baratas. Robert Rodríguez sigue haciendo cine familiar en el más puro sentido de la palabra: en su casa de Austin (Tejas); con su esposa, Elizabeth Avellán, como productora, y sus amigos de protagonistas. Eso sí, la lista de amigos va desde Quentin Tarantino y Antonio Banderas hasta Salma Hayek, George López, Bruce Willis, Sly Stallone, Willem Dafoe, Mike Rourke, Johnny Depp o Rubén Blades. "Básicamente, cualquiera que trabaja con él se convierte en parte de la familia Rodríguez. Los actores somos como polillas atraídas por su luz", exagera George López. Sin embargo, ésa es una verdad que corrobora el resto de sus adictos. "Y siendo hispano", añade jocoso, pero serio, este humorista de ascendencia mexicana.

Toda una revolución en la industria hollywoodiense, que hasta hace una década ni siquiera se preocupaba de sus ventas internacionales (aunque éstas supusieran la mitad de la taquilla mundial) y que ahora ve en el mercado de habla hispana la gallina de los huevos de oro. Su cine sigue siendo en inglés, y, en apariencia, nada ha cambiado para mejorar la diversidad; pero, detrás de las cámaras, una serie de apellidos hispanos se va imponiendo para cambiar el acento de sus películas. Las mejores muestras son Robert Rodríguez, desde el frente chicano; Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, desde México, y los brasileños Walter Salles y Fernando Meirelles. Los seis directores forman un club de latinos capaz de trabajar dentro del sistema de Hollywood; pero, al mismo tiempo, cada uno a su estilo está dejando una huella terriblemente personal en la industria.

Desde Austin, Rodríguez describe la realidad de su cine. "Acostumbro a realizar mis historias con tan poco dinero que siempre terminan por dar buenas ganancias a los estudios. Eso me permite retener el control sobre todos los aspectos artísticos y creativos de la producción", resume, campechano, mientras luce su sombrero vaquero, botas de montar y camisa tejana con brocados brillantes.

El autor de El mariachi (1993) habla de su experiencia después de llegar a Hollywood con ese filme rodado con 7.000 dólares que se convirtió en la película más barata jamás distribuida por uno de los grandes estudios. Fue una llamada de atención a los despilfarros cinematográficos, que algunos criticaron como un mero ejercicio publicitario, dado que la cinta tan sólo recaudó 1,8 millones de dólares en la taquilla, y después de que Columbia invirtiera otros 2.000 dólares en transferir el largometraje a 35 milímetros, dinero al que hay que sumar el precio de la campaña publicitaria y de otros gastos de distribución. Lo comido por lo servido. Pero aun así, una ganga.

Rodríguez se ha mantenido durante toda su carrera fiel a su promesa de trabajar dentro del sistema, pero a su aire y de la forma más barata posible. Una manera de hacer que se refleja en la trilogía de El mariachi, que incluye Desperado (rodada en 1994 con seis millones de dólares) y Once upon a time in Mexico (2003, 23 millones de dólares), o con la serie infantil de Spy Kids, que comenzó en 2001 con un coste de 38 millones de dólares por cinta y con la que ha obtenido en EE UU una media de 100 millones de dólares por película. Había hecho saltar la banca de Hollywood si se compara con los datos de la Asociación Americana del Cine, que confirman que el presupuesto medio por película en Hollywood ronda los 60 millones de dólares, a los que hay que sumar en torno a 30 millones de dólares en publicidad.

Rodríguez recurre a sus orígenes hispanos para explicar esa filosofía de trabajo que tan bien le está funcionando. "Me crié en una familia de 10 hermanos donde nunca se tiraba nada", explica. "Nunca me atrajeron las riquezas y sí la libertad, y a estas alturas los ejecutivos saben que, si me meto en algo, será nuevo, original y diferente, y lo haré sin gastar mucho dinero. Ése es el secreto: si quieres mantener tu libertad no pidas mucho. Además me encargo de muchos cometidos dentro del filme, lo que mantiene los costes aún más bajos y me da mayor control del producto final. Ése es mi estilo", resume el guionista, montador, camarógrafo y hasta compositor de la música de las películas que él mismo dirige. Se podrían llamar "producciones yo me lo guiso, yo me lo como", aunque por el momento no le ha dado por actuar a lo Tarantino.

"En el fondo es como cocinar: piensas lo que vas a hacer, buscas los ingredientes y te metes en faena, la parte que más me gusta", afirma este hombre de acción que también ama profundamente la gastronomía. El actor Johnny Depp, que trabajó a sus órdenes en Once upon a time in Mexico, comenta: "Todo está tan bien escrito que te sientes muy cómodo con tu personaje y con el ambiente de trabajo. Fluido y rápido, así es como te atrae a su red de películas tipo Sergio Leone, pero con un punto de sadomasoquismo. Lo dejaría todo por repetir". "Ya he trabajado con él tanto como con Pedro Almodóvar, incluso más", reconoce Antonio Banderas. "Y si me dice que nos vayamos juntos al infierno, me voy con él. Es al único al que le diría que sí sin necesidad de ver un guión". Otro actor, Benicio del Toro, se explaya un poco más: "Lo que es bueno es bueno. Y además, como hispano, tiene su propia sensibilidad. El hecho de dónde hayas nacido o la sensibilidad que puedas aportar me parece un aspecto más de la calidad de tu trabajo, pero no lo que lo define principalmente", explica tras rodar Sin City junto a Robert Rodríguez.

Esas mismas palabras se pueden utilizar para describir el trabajo de Benicio del Toro en 21 gramos, bajo la dirección de Alejandro González Iñárritu, y suelen estar en boca de los admiradores de estos directores hispanos, nacidos dentro o fuera de Estados Unidos, pero que trabajan en la misma industria. Todos destacan su calidad y no su origen geográfico. "Racismo es la única palabra que se me viene a la cabeza cuando la gente trata de forzarme a ser mexicano en mis películas. ¿Por qué no le dicen a [David] Cronenberg que meta a sus jodidos alces canadienses en todas sus películas?", escupe el realizador mexicano Guillermo del Toro cuando habla del tema antes de contraatacar con su habitual buen humor. "Claro que soy mexicano, y a mucha honra. Y mi punto de vista, mi humor negro, su mórbida negrura la he mamado en México, pero es parte de mí como cineasta, como persona. Alfred Hitchcock no necesitó poner el té de las cinco en Psicosis para que todos supiéramos que era británico. Y eso es lo que odio cuando se empeñan en marcar las pautas de lo que un cineasta hispano debe hacer", añade.

A Rodríguez, y a todos los actores y directores anteriormente citados, las etiquetas les incomodan, aunque su uso es cada vez más palpable en una industria que busca cómo definir esa invasión hispana; silenciosa, pero importante. Si Rodríguez se hizo conocido con sus dos trilogías, la violenta (El mariachi) y la familiar (Spy Kids), antes de atacar en el último Festival de Cannes con Sin City, esa misma doble personalidad la está dejando en la pantalla el resto de sus compañeros de idioma. Cuarón triunfó entre los entendidos con Y tu mamá también, pero para el gran público es el realizador de Harry Potter y el prisionero de Azkaban, una producción de 130 millones de presupuesto que recaudó cerca de 250 millones de dólares en Estados Unidos. Guillermo del Toro llevó a tan buen puerto su Hellboy, presupuestado en 66 millones de dólares, que ya ha convertido este personaje de cómics, creado por Mike Mignola, en una serie de la que está preparando su segunda parte. Una notoriedad que está utilizando para vender la distribución estadounidense de su filme de suspense en español Pan's Labyrinth, que producirá junto con su amigo y compatriota Cuarón. Lo mismo pasa con Walter Salles o Fernando Meirelles. Ayer se llevaban los aplausos de la crítica o de los profesionales por sus producciones autóctonas en Diarios de motocicleta o Ciudad de Dios, respectivamente. Y este año, con un presupuesto considerablemente mayor, han dirigido para Hollywood Dark water y The Constant Gardener, de nuevo con estrellas como Jennifer Connelly y Ralph Fiennes. ¿Moda? ¿Coincidencia? ¿Vendidos a la industria? Nada más lejos, afirma Guillermo del Toro: "Simplemente es un buen momento para los realizadores hispanos, una muestra de que podemos dedicarnos a cualquier género siempre que sea un reto en nuestras carreras". A Del Toro le une con Cuarón una amistad de juventud, cuando ambos vivían de forma permanente en México; unos lazos afectivos que complementan sus frases aunque hablen en lugares y momentos diferentes. "Se trata de seguir explorando nuevas áreas en el cine, nuevas metas, nuevos retos", repite Cuarón.

La atracción de Hollywood hacia estos nuevos nombres es fácil de entender, y se trata de un movimiento cíclico. Quizá un fenómeno similar al de los alemanes que llegaron a Estados Unidos huyendo del régimen nazi. O mucho más recientemente, la ola de directores australianos que atracó en Hollywood a finales de los ochenta. Nueva sangre para una industria siempre dispuesta a absorber el talento ajeno. Pero de la misma forma que este grupo de directores latinos no desea ser diferenciado por su origen, tampoco tiene intención de perder su identidad cultural. "Lo que tienes que mantener claro en tu cabeza es que Hollywood busca hacer dinero. Y mientras te atengas a esa regla puedes seguir haciendo tus proyectos", resume Cuarón. Es una cuerda floja difícil de atravesar sin caerse, pero en la que la unión hace la fuerza. "Hay cinco o seis personas en las que confío aquí, aunque ninguna sea de aquí", admite González Iñárritu. El realizador de Amores perros -también conocido entre sus amigos como "el negro" por el tono bruñido de su piel, sus cejas y su cabello; su vestimenta, y el mismo aire que presta a sus películas- contó con la ayuda de Guillermo del Toro para montar 25 minutos de este primer largometraje, con el que se dio a conocer en todo el mundo. Lo de Cuarón y Del Toro viene de lejos, 17 años para ser exactos, y tiene bastante futuro, concretado en diferentes acuerdos de producción entre ambos para poder así "ayudar a crear nuevas generaciones de directores".

"Supongo que estamos creando un club de directores", admite Meirelles al darse cuenta de que siempre está en contacto con sus colegas latinos, aunque sea mediante correos electrónicos, y que antes de estrenar sus películas siempre hay un pase previo de consultas entre ellos. "Y nos decimos la verdad, por brutal que sea", espeta Guillermo, siempre a las claras. "Con Alfonso, siempre bromeamos que los dos tenemos películas de monstruos o monstruosas. La mía fue Mimic, y la suya, Great expectations. Nos metimos en la boca del monstruo", se ríe de un chiste muchas veces contado sobre el momento más bajo en la carrera de ambos.

Aunque entre todos estén sirviendo de cabeza de puente para una invasión sorda de latinos en Estados Unidos, Salles, con mucho el más estudioso del grupo, tiene su propia teoría sobre el origen de esta ola de cineastas con poco más en común que el idioma español, y a veces ni eso. "Lo que tienes ahora en Latinoamérica es una generación de directores que crecieron antes de la democratización del continente latinoamericano, lo que marca una gran diferencia. No sólo existe un talento, sino una conciencia política y social de la que se nutre un estilo diferente de hacer cine. Creo que nuestros filmes, aunque sean diferentes, aunque los rodemos aquí o en nuestros países de origen, tienen una forma diferente de contar las historias, tienen un ansia de contar historias diferentes, a menudo de búsqueda de identidad", analiza el productor y realizador. Su argumento tal vez explica el motor que mueve a los que vienen de fuera. El interés de la industria en ellos se explica, como siempre, con números: 41 millones de hispanos en Estados Unidos, la minoría más numerosa y de más rápido crecimiento en el país, con un poder adquisitivo de 690.000 millones de dólares.

¿Pero cómo afecta a aquellos que, como Rodríguez, son hispanos, pero nacidos en Estados Unidos? Para Cuarón, "en ningún momento me creo eso de que Hollywood ha abierto la puerta a los hispanos; sigue igual de cerrada, lo que pasa es que empujamos cada vez más fuerte". "De todos modos, técnicamente, yo no pertenezco a la comunidad de latinos en Hollywood. Soy mexicano. Algo triste, porque, para mí, uno nace primero y luego le dan el pasaporte; pero así son las cosas", añade críptico. Banderas, también oriundo, pero con más tiempo en Hollywood después de 16 años, es más optimista. "Claro que ha mejorado. Cuando llegué éramos pocos, y todo el que conocía en esta profesión se quejaba de que los papeles disponibles eran de malos, delincuentes o narcotraficantes. Ahora no es que sea un paseo de rosas, pero tienes películas como Spy Kids, donde los héroes se llaman Carmen o Gregorio sin tener que explicar si son o no hispanos y sin que tengan que limpiar las calles", describe mucho más integrado y defendiendo la serie de filmes infantiles que protagonizó a las órdenes de Rodríguez.

Banderas simplemente resume el estilo de su director preferido, ese que, a diferencia de otros hispanos en EE UU, ha ido mejorando el español a medida que han pasado los años, y que dentro del espíritu universal que le quiere dar a sus películas -historias de bandoleros, espías o simplemente historias negras- les ha ido añadiendo cada vez más elementos hispanos, hasta que, en un futuro cercano, espera rodar la que sería su primera película en español. "La idea la estuve hablando mucho tiempo con Jessica Alba", confiesa de otra actriz hispana que está despuntando en Hollywood, con la que acaba de trabajar en Sin City y de la que todo es reseñable menos su castellano, que deja bastante que desear. "Es una historia que tendría lugar en El Paso, algo así como la historia de mi abuela; pero ya le metería más tarde elementos de los míos", adelanta dejándose llevar por la imaginación de la que salen todas sus ideas. La meta sería rodar el filme en castellano, pero de tal forma, combinando a la vez el inglés y el español, que no espante al público estadounidense, tan poco dado a leer subtítulos. "Algo así como en Once upon a time in México, o como en Desperado o El mariachi, películas que rodé tan rápido que los ejecutivos de Hollywood ni se dieron cuenta de que eran en castellano hasta que estaban acabadas. La verdad es que me pasé tanto que hacia el final empecé a traer amigos de habla inglesa para que no se notara tanto", recuerda, divertido, este director que nunca aprendió a hablar español con sus padres, pero que ahora se empeña en hablarlo con sus hijos.

Insiste este director que ser hispano es importante, pero aún más servir de apoyo a figuras como Benicio del Toro, Jessica Alba, George López o Antonio Banderas, que son latinos y además están ahí, en la cima de la industria de Hollywood, porque son buenos. "Más que una minoría somos parte de una mayoría cultural, y la finalidad es que se fijen en ti por tu talento, no por tu color", añade.

Ésta es la filosofía que impera en el paraíso de Rodríguez, a miles de kilómetros de Hollywood y de Nueva York, instalado en unos hangares que fueron en su día el aeropuerto de Austin y del que salen ya completas todas sus películas, desde la primera palabra del guión hasta la mezcla de sonido y la banda sonora. Un lugar desde el que ha sido capaz de generar historias tan complejas visualmente como Sin City o el experimento tridimensional de The adventures of Sharkboy and Lavagirl. "Trabajo rápido, y eso mantiene viva la creatividad de todos los que están conmigo; sin tanto tiempo muerto como suele haber en los rodajes, y sin la presencia de ejecutivos, agentes o gente del estudio interfiriendo en nuestro trabajo", resume.

Su estilo de cine fue diferente desde el principio, cuando financió El mariachi gracias al dinero obtenido por hacer de conejillo de Indias en unos estudios farmacéuticos sobre un medicamento contra el colesterol. Cine a lo guerrillero al que le ha sacado todo el fruto posible; incluso ha compartido sus secretos con el resto de los cineastas en ciernes en su libro Rebel without a crew (Rebelde sin equipo). "Ahora lo habría hecho diferente; no tanto en el aspecto creativo, porque las ideas son las mismas, sino en el aspecto técnico", confiesa este enamorado de las nuevas tecnologías al que George Lucas enseñó las maravillas de rodar en digital, sabiduría que ahora le ha pasado al cinéfilo de la antigua escuela Quentin Tarantino, que además es su amigo.

A los ojos de Rodríguez, en este milenio no existe ninguna razón para que las películas se tengan que seguir filmando en celuloide. Y así se ha enamorado locamente de las cámaras digitales de alta definición, que no ha soltado desde el segundo Spy Kids y sin las que no hubiera podido realizar Sin City, un filme donde impera el blanco y negro sólido, como la tinta del dibujante y codirector de la película, Frank Miller, sobre el papel blanco, a excepción de los estridentes toques de color rojo o amarillo que forman parte de la narrativa. "Soy de la creencia de que la era digital ha liberado a los realizadores. Me ha hecho capaz de filmar, editar y dirigir mi propio trabajo. ¿Por qué tienen que ser funciones separadas cuando lo que quiero expresar es mi propia visión?", se pregunta. A la vez, esa técnica le ha permitido liberarse de la maquinaria que lleva consigo un rodaje "de los del siglo XX", y abaratar aún más los costes, su filosofía para seguir haciendo lo que quiere. "Así puedo plasmar mucho mejor mi estilo, que te puedo describir como muy cuidado; no realista, pero estilizado. Real en su propio ambiente, aunque todo es fantasía. No me veo haciendo una película dramática al uso", añade.

Rodríguez ha preferido llevar a la pantalla las ideas de otros, ya sea de Frank Miller en Sin City o de su hijo Racer en The adventures of Sharkboy and Lavagirl. Convencer a Miller no fue fácil después de las malas experiencias del dibujante en Hollywood, ya fuera con Batman o con Robocop 2, para la que hizo el storyboard y el guión original. Pero Rodríguez estaba dispuesto a llevar a la pantalla el cómic preferido del que considera el "Stanley Kubrick de la historieta", y no cejó en su empeño, aunque eso supusiera renunciar a su ego de director. "No hay ego que valga. Yo quería llevar al cine el Sin City de Miller, no el Sin City de Robert Rodríguez, y para eso lo mejor era contar con él como director. Estoy seguro de que aprendí yo más que Frank de toda esta experiencia", asegura el realizador, que tuvo que renunciar a su carné del Sindicato de Directores para poder filmar la película al alimón. Bueno, en realidad a trío, porque también invitó a su amigo Tarantino a rodar un par de escenas a cambio de la banda sonora que le compuso para Kill Bill 2. "Ahora le pienso subir la tarifa", comenta, burlón, del supuesto dólar que se cobraron mutuamente por sus sendos trabajos.

La experiencia con ambos fue muy buena, lo mismo que la amistad que se ha forjado entre ellos. Con Frank Miller, Rodríguez ya está preparando una segunda parte de Sin City -"de la que aún no hemos elegido la historia"-, mientras que con Tarantino prepara un programa doble. "Como en los viejos tiempos: un programa doble donde cada uno dirigirá una de las películas, probablemente de terror, con el mismo reparto en ambas, pero interpretando papeles diferentes", explica emocionándose con la idea. "Y luego podemos hacer anuncios de películas que en realidad no existen y que estén dirigidas por otros directores", añade dejando volar su imaginación. Siempre le pasa. Como el día que le dijo a Johnny Depp eso de "imagínate una nueva entrega de Once upon a time in Mexico", y poniendo una voz impostada de anuncio de cine continuó: "El hombre sin ojos ha vuelto; Once upon a time in México, parte 2". Dicen que sólo un loco entiende a otro loco, y, por supuesto, la respuesta de Depp fue: "Ahí me tienes".

Robert Rodríguez habla de la importancia de la rapidez a la hora de trabajar en el cine. Él mismo habla rápido, muy rápido, algo que le impide depurar su castellano. Pero, según el humorista mexicano George López, todo en su vida es un torbellino. "Cuando entras al despacho de Robert no te da tiempo ni a sentarte. Ya lo está cambiando todo. Sólo te digo una cosa: que si te ofrece un papel, lo cojas, aunque en el guión no diga una palabra; aunque sea para hacer de tonto en una esquina. Al ritmo que trabaja, para cuando acabe la película tendrás un monólogo de Shakespeare para ti solo", agrega entre grandes carcajadas.

Sin embargo, en la fortaleza de Robert Rodríguez en Austin hay bastante más que alguien obsesionado con el trabajo. Hay un cinéfilo amante de películas dislocadas como Willy Wonka y la fábrica de chocolates o Chitty chitty bang bang; que admira a George Lucas y a James Cameron por su amor por la tecnología y porque siempre cuentan historias originales, aunque los presupuestos de estos dos directores megalomaniacos no pueden ser más distantes de las economías de Rodríguez. "También admiro a Steven Spielberg, alguien capaz de pasar tanto tiempo con su familia y que dirige al menos una película al año; también al frente de una compañía, y que cuando le tocas es de carne y hueso, como cualquier otro humano. Gente así te anima a hacer esfuerzos sobrehumanos en esta profesión", añade.

Aun así, lo que más le anima de toda su lista de admiraciones es el aspecto familiar. Padrazo de cuatro hijos, Rocket, Racer, Rebel y Rouge -"tienen nombres normales por si se dedican a la política", bromea-, y esperando una niña a la que pondrá Raven Isabella a menos que le salga niño y le llame "redundante", otra de sus bromas. Junto a ellos completa su particular equipo su mujer, la venezolana Elizabeth Avellán, a la que conoció en la universidad y que también es su productora. "Así estoy seguro de que siempre barre para casa", añade con humor en este espacio donde hogar y trabajo se confunden, en el que sus hijos estudian en el hogar en lugar de ir a la escuela, y donde los actores y el resto del equipo de rodaje esperan, al igual que la familia Rodríguez, la llegada de los viernes para degustar la famosa pizza Robert. "Tengo el horno perfecto para hacer pizzas y son el plato favorito de todo lo que cocino. También preparo raviolis y comida mexicana, pero Benicio del Toro, como muchos otros, en cuanto trabajan conmigo llegan diciendo que sueñan con mis pizzas de jalapeños", se saborea ante el recuerdo.

Un ambiente muy hogareño para uno de los directores más rebeldes de Hollywood, pero, como insiste siempre que hablas con él, se trata de un individuo simple al que no le gusta el lujo ni la vanidad. "Por eso me encanta vivir lejos de Los Ángeles. Porque allí no haces más que perder el tiempo con reuniones sociales que poco tienen que ver con la producción de una película. Y mi sueño nunca fue el de ser director o famoso. De hecho, nunca tuve nada específico en mente más allá de que me dejaran hacer lo que quisiera. Poder trabajar en algo que me permitiera vestir a mi aire, sin traje ni corbata. Y que me permitiera ganarme la vida junto a mi familia. Algo que creo he conseguido… [piensa dos segundos antes de continuar], y además siendo latino".

'Sin City', el cómic-película codirigido por Robert Rodríguez y Frank Miller, se estrena en España el 12 de agosto.

Robert Rodríguez

San Antonio (Tejas), 1968. Con 24 años y un millón de pesetas financió, a los 24 años, 'El mariachi'. Su mujer produce sus películas. Experto en sacar beneficio de los bajos presupuestos.

Es el héroe de los cineastas sin dinero. Ha dirigido 11 películas. En casi todos sus trabajos es el director, coguionista, director de fotografía, lleva la cámara, monta la imagen y el sonido, y es el responsable de los efectos especiales. Estrena 'Sin City'.

Alfonso Cuarón

México DF, 1962. Su mejor película: 'Y tu mamá también'. Su éxito en Hollywood: 'Harry Potter y el prisionero de Azkaban'. Tiene dos hijos y una niña llamada Tess Bu, en honor al filme 'Monstruos, SA'.

Un tipo afable que de niño quería ser astronauta o director de cine. A los 12 años le regalaron una cámara y se acabaron sus dudas. Tras años de ayudante de dirección, debutó en 1991 con Sólo con tu pareja, que le abrió las puertas de Hollywood. Su Harry Potter le ha supuesto un contrato por tres películas con la Warner.

Alejandro González Iñárritu

México DF, 1963. Su gran debú en el cine fue 'Amores perros', y su éxito en Hollywood, '21 gramos'. En su país le conocen por "el negro" porque viste de ese color y le van los dramas.

Es una estrella en su país. Antes de pasarse al cine trabajó como 'dj' radiofónico, productor de televisión y director de anuncios. Su trilogía sobre la muerte arrancó con 'Amores perros', continuó con '21 gramos' y ahora rueda 'Babel', el cierre de la serie, con Cate Blanchett, Brad Pitt y García Bernal.

Guillermo del Toro

Guadalajara (México), 1964. Su estreno como director fue 'Cronos', y su confirmación en Hollywood, 'Hellboy'. Tras el secuestro de su padre dejó México. Vive junto al Retiro madrileño.

En la página de la derecha, el director que combina filmes propios de Hollywood (como 'Mimic', 'Blade 2' o 'Hellboy') con obras más personales (como 'Cronos', 'El espinazo del diablo' y su actual rodaje en España, 'El laberinto del fauno'). Excepcional dibujante, es amigo íntimo de Santiago Segura, que suele hacer un pequeño papel en sus películas.

Fernando Meirelles

São Paulo (Brasil), 1955. Su primer éxito fue 'Ciudad de Dios', con cuatro candidaturas a los Oscar. Su arranque en Hollywood: 'El jardinero fiel', adaptación de la obra de John Le Carré, con Ralph Fiennes.

Estudiando arquitectura descubrió que le interesaba más el vídeo experimental. De ahí pasó a la publicidad y a la televisión. Hasta su salto a Hollywood, siempre había codirigido sus películas. Kátia Lund fue su compañera en 'Ciudad de Dios'. Antes de rodar esta película, nunca había pisado una favela de Brasil.

Walter Salles

Río de Janeiro (Brasil), 1956. Oso de oro en Berlín y candidato al Oscar con 'Estación Central de Brasil'. Su primer éxito en Hollywood fue 'Dark water', y 'Diarios de motocicleta', su gran lanzamiento.

Hijo de diplomático, pasó la infancia viajando. Habla francés, inglés, castellano y portugués. Aunque odia las películas con mensaje, en sus filmes siempre hay un trasfondo social y se define de izquierdas. El 26 de agosto se estrena en España 'Dark water', versión hollywoodiense de un clásico de terror japonés.

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