La rabia del hombre calmado
Hace casi medio siglo, un joven de 30 años escribió un libro ya clásico: 'El tambor de hojalata'. Cumplidos los 78, Günter Grass revisa la que fue su primera obra en Gdansk (Polonia), donde nació y en la que se desarrolla la acción de su novela. Pasada la época de la rabia, el Nobel pinta, esculpe y escribe como un artesano.
Desprende esa sensación de calma, e incluso de felicidad, que parece propia de los hombres que fuman en pipa. Pero cuando se le oye, y también cuando se le intuye, se sabe bien que su rabia no ha conocido pausa, ni la conoce, por lo que pasa (y ha pasado) en su país, en el mundo. Su conversación no es casual ni inmediata; ha de relajarse, entrar en el ambiente para que al fin se produzca el diálogo que él prefiere: sobre las cosas que le importan, no sobre las musarañas. No está para perder el tiempo, eso dice, y esa urgencia de ganarlo es la que le permite concentrarse sólo en aquello que le parece grave, en aquello que merece la pena ser resuelto. Ama el silencio, en él trabaja. Tiene una casa en Lübeck (Alemania), y en el estudio de que dispone al lado escribe, pinta, esculpe, y lo hace en la soledad más absoluta. Desayuna, y enseguida se va a esa casa del jardín donde se convierte en un artesano cuya tarea parece la de un alquimista a quien el vuelo de una mosca le puede parecer un sacrilegio. Una vez estuvimos en esa casa y vimos que le inspiran mucho los aguafuertes de Goya, y allí tenía un libro que los contenía. Le hemos visto algunas veces por la mañana: se despierta como si todavía estuviera disfrutando del silencio del sueño, y acude a las reuniones aun despeinado, con su flequillo sobre la frente y con su pelo rebelde cubriendo en parte sus orejas. Ese desaliño matutino le da la apariencia juvenil que siempre tuvo Grass, aun en sus momentos más adustos. Pero le gusta jugar, y reír, y comer y beber, pero no es un hombre de grandes restaurantes ni de comidas extraordinarias. Hace años, cuando le premiaron (junto a Juan Goytisolo) los gitanos españoles, pidió cenar tortilla de patatas, y no fue tan sólo un gesto de sencillez, sino el soberano gesto de su apetito. Sus amigos saben que le encanta el jamón, e ir de tapas (en Madrid, en cualquier parte) forma parte de sus distracciones, y sólo tapas quiso comer en Asturias y en Madrid cuando viajó a esta ciudad y luego a Oviedo para recibir, en 1999, uno de sus premios más preciados, el Príncipe de Asturias Ahora tiene 78 años (que cumplió el 16 de octubre) y ha ganado ya un gran prestigio y numerosos premios (también en 1999 fue premio Nobel de Literatura), pero ese reconocimiento no ha hecho variar ni su apariencia, ni su manera de estar. Y rara vez acepta que en el curso de una entrevista puedan sacarse asuntos que no son de la incumbencia pública. En ésta en concreto -que hicimos gracias a la traducción de la intérprete Grita Loebsack, esposa de su traductor español, Miguel Sáenz- quisimos terminar preguntándole por la mayor decepción personal, humana, que hubiera padecido. "¡Mi gran decepción humana es que tú me sigas preguntando después de más de una hora de conversación!". Y la verdad es que el sitio en el que estábamos y la tarea que desarrollaba entonces Grass le absorbían tanto tiempo, y tanta energía sentimental y literaria, que cualquier otra cosa podía interpretarse como una intromisión en medio de uno de los acontecimientos más importantes de su vida reciente. Estaba en Dánzig (ahora Gdansk, Polonia), donde él había nacido; en el lugar de donde parte una de sus grandes novelas, El tambor de hojalata, y estaba reunido con traductores de todo el mundo que trataban, con él, "de quitarle el polvo" a las traducciones que hasta ahora ha tenido esa novela, publicada por primera vez, en alemán, en 1959. La novela queda como uno de los clásicos del siglo XX y su historia sigue siendo un símbolo de lo que pasó en este lugar desde que empezó el último siglo hasta después de la II Guerra Mundial, con la figura de Oscar como metáfora de la rabia de un chico que se defiende con el tambor, y con su estridente timbre de voz, del mundo aberrante de los adultos. Nosotros hablamos con Grass en el hotel donde se celebraban las reuniones, unas sesiones de horas y horas en las que, enclaustrados en una atmósfera monacal, los traductores y Grass diseccionaban el libro como si fueran cirujanos. Vestido con su ropa marrón, de pana; armado con su pipa y con sus gafas cortadas, con las que te mira como si él también estuviera preguntando, Grass parecía relajado y feliz, como en su casa, exactamente como en la casa donde nació. Hasta que empezamos a preguntarle; entonces escruta el horizonte, como si mirara hacia adentro, y habla como si estuviera concentrado, escribiendo.
¿Cómo está usted hoy?
Para decir la verdad, después de una semana de siete horas de trabajo diario, siendo yo la persona a la que se dirigen todas las preguntas, la verdad es que me siento cansado, bajo una gran tensión. Pero para mí todo esto es un desafío. A pesar del cansancio, tengo que decir que disfruto enormemente porque estoy rodeado de mis traductores, y son ellos los que mejor conocen mis libros, mucho más de lo que pueden conocerlos los críticos o cualquiera otra persona que los lea. Es algo de lo que realmente disfruto, porque los traductores me devuelven el libro de una forma muy detallada, y esto para mí es un gozo.
¿Y cómo se encuentra en este lugar, en Gdansk, en el Dánzig de su infancia?
Mi relación con esta ciudad ha conocido un proceso de cambio. En 1944 yo tenía 16 años y era soldado. Dejé la ciudad en otoño y aún no estaba destruida. Luego vino el fin de la guerra y yo estaba en París, empezando a escribir El tambor de hojalata. Mientras escribía esta novela me di cuenta de que necesitaba ciertos detalles, que tenía que hacer ciertas investigaciones para encontrarlos y que éstos sólo estaban en Dánzig. Entonces no era fácil conseguir un visado, pero a través de un amigo conseguí una invitación para ir a Varsovia, y desde Varsovia vine a Dánzig; es decir, vine a Gdansk, que es el nombre de la ciudad en polaco, así que llegué al Gdansk polaco buscando huellas del Dánzig alemán. En ese momento, Dánzig estaba completamente destruida, pero en 1958 ya habían empezado la reconstrucción, y desde aquel momento vine aquí cada dos o tres años, así que he sido testigo de la historia de la posguerra de Gdansk, algo que se refleja en mi libro posterior, El rodaballo. En el último capítulo de esa novela, yo hablo de los acontecimientos de 1970, cuando prácticamente en todos los astilleros de Polonia se produjo una gran huelga durante la cual los militares dispararon contra los trabajadores. Así que para mí esta ciudad no significa sólo el pasado alemán, sino que también es el pasado polaco. Esos disparos contra los trabajadores suponen para mí, en el fondo, la hora del nacimiento del sindicato Solidaridad, que luego tendría una importancia tan grande. De modo que encontrarme aquí no es nuevo, pero sí constituye una ocasión especial, porque estoy rodeado de mis traductores y yo quería enseñarles exactamente dónde se había desarrollado mi niñez, mi juventud, dónde había ido a la escuela
¿Qué recuerdos tiene usted de ese periodo de su vida en Dánzig?
Lo primero que se me ocurre es que todo se ha convertido en literatura. O sea, que de repente las fronteras no son nítidas, lo que antes era realidad ahora se encuentra en el papel; ya no sé qué es ficción y qué es realidad en las cosas que me encuentro en la memoria sobre esta ciudad. Por ejemplo, vamos al mar Báltico, y allí no está una piscina que hubo antes, un lugar en el que nos bañábamos. Pero para mí no es problema que ya no exista ese sitio, porque yo soy capaz de rellenar esos huecos de la memoria. En la ciudad también se han producido muchas lagunas, muchos espacios vacíos. Por ejemplo, las personas que ya no son alemanes -entre otras, mi familia- han sido desplazadas, se han tenido que ir. Pero han venido refugiados de la parte oriental, de Lituania, de Ucrania, a partir del acuerdo entre Hitler y Stalin. Se puede decir que toda Polonia ha sido desplazada hacia Occidente, pero en mi imaginación consigo rellenar estos huecos sin ningún problema. Por ejemplo, esta casa en la que estamos formaba parte del barrio en el que yo nací y crecí; pero era la parte alta, donde vivían los burgueses, y yo vivía en la zona de los proletarios. Nosotros vivíamos en una casa de dos habitaciones, sin retrete, y aquí vivían amigos que tenían cuarto de baño. Ahora siento que lo que se produce es una pequeña revancha sobre el destino, porque estoy viviendo en una de esas maravillosas villas que eran objeto de mi admiración cuando yo era pequeñito.
Tuvo aquí a sus nietos. ¿De qué habló con ellos, qué les contó?
Hemos estado en la ciudad antigua, y allí les he intentado explicar un poco las coordenadas históricas; no todo, porque son jóvenes y esto les cansa. Luego hemos ido a otro sitio, a Correos. Allí se produjo una batalla durante la guerra mundial, muchas personas murieron allí, entre otras mi tío. Y encontramos a nuestros familiares, los Cachubos, todavía existen. A los chicos les impresionó mucho la historia de Correos [que figura en El tambor de hojalata]. Luego nos fuimos al mar Báltico, y hemos paseado por la playa, y les he dicho que de niño yo buscaba allí ámbar, y entonces los seis nietos que me acompañaban empezaron a buscar ámbar como locos, y efectivamente encontraron pedacitos pequeños de ámbar, y estaban encantados.
¿Cuál era su estado de ánimo cuando les enseñaba Gdansk a los chicos?
Bueno, la verdad es que sentí un orgullo infantil en el fondo, el orgullo de poder enseñarles la ciudad de mi infancia. Tengo 16 nietos, y me acompañaron los seis mayores, que tienen entre 15 y 19 años. Han crecido entre mimos, en un ambiente muy agradable. Sin embargo, aquí todo es mucho más pobre, y lo que yo les quería decir es que, a pesar de la pobreza, se establecen mejores contactos, más profundos, con las personas. Y efectivamente, con los hijos de los familiares que todavía viven aquí y que tienen hijos de esta edad contactaron inmediatamente, pero en inglés; los polacos y los alemanes se hablan en inglés. Por ejemplo, en la recepción que me dieron ahora en el Ayuntamiento de Gdansk había alguno de esos chicos que se escriben con dos de mis nietas.
¿Qué siente usted ahora cuando lee 'El tambor de hojalata'? ¿Se divierte, se remueve por dentro?
Cuando leo o cuando trabajo con El tambor de hojalata veo los principios de mi vida como escritor. Empecé con la lírica, con el teatro, y ésta fue la primera novela, y lo que veo ahora son sus ventajas y sus defectos. Bueno, defectos es una palabra muy grande. Lo que observo es que en ella hay datos para saber que es una opera prima, pero es una opera prima llena de detalles. Y por otra parte, veo a partir de ella cómo ha cambiado mi modo de escribir. El tema de El tambor de hojalata forma parte también de El rodaballo; pero, sin embargo, El rodaballo tiene un ritmo, un discurso totalmente distinto. Lo que no puedo hacer es ver ese libro de una forma aislada. Para mí, ese libro y los siguientes son una unidad; empecé El tambor en 1954; cuando lo terminé empecé inmediatamente Años de perro; lo interrumpí para escribir El gato y el ratón, y después volví a Años de perro. O sea, que son tres libros que escribí sin interrupción en siete u ocho años. Y quisiera decir algo. Los autores jóvenes se ocupan mucho de sí mismos. Hay buenos libros, malos o regulares entre esos que salen; pero con mi generación se producía una exigencia distinta: estábamos ante un asunto enorme, y lo abordábamos; no era nuestro, personal, era colectivo. Estábamos desarraigados; habíamos perdido una patria, una guerra; habíamos sido víctimas de una ideología criminal, y ahora que estoy a punto de cumplir los 80 años me sigo viendo frente a esa temática, y ésa es la enorme diferencia que me distingue de las generaciones jóvenes. Para mí el desafío era precisamente abarcar esa masa enorme de temas, ser capaz de abordarlo superando las barreras que inevitablemente me he ido encontrando. Abordar esa temática ha sido una obsesión, y este modo de escribir viene de una actitud obsesiva; todo mi proceso de escritura está marcado por esa obsesión.
¿Oscar Masenrath, el que se niega a crecer en 'El tambor de hojalata', tendría hoy motivos para negarse a crecer?
Seguro que hay razones para no querer crecer. Pero éste no es mi tema, esto se lo tienes que preguntar a los autores más jóvenes, los que tienen que examinar hoy el problema, qué pasa en el mundo, qué razones habría hoy para protestar. Para mí, desde luego, crecer o no crecer no es el tema más importante, y ahora nos estamos moviendo en el terreno literario. Lo que quería era reflejar lo que habíamos perdido y lo que estaba implícito en esa pérdida, buscar una forma para hacerlo evidente, y la forma que se me ocurrió fue la de la novela picaresca. Yo tenía que crear un artefacto, una figura artificial, no una figura psicológica, y esta figura me ha dado la posibilidad de contar todas estas cosas y de reflejar esa época tan sumamente complicada, tan sumamente compleja también en sus aspectos infantiles.
En una de las conversaciones que tuvimos con Grass, cuando se producían las reuniones informales después de sus maratonianas sesiones con los traductores, el escritor nos habló de España. Vino aquí cuando terminó de escribir El tambor de hojalata, con su primera mujer, Ana, bailarina; viajaron haciendo autostop. "Fui a la costa, cerca de Denia, y nos juramentamos: '¡Volveremos sólo cuando se haya muerto Franco!'. Cuando Jaime Salinas publicó, en Alfaguara, El rodaballo, ya había muerto Franco, y fui a España, invitado por Willy Brandt, a la reunión de la Internacional Socialista. Era un momento grande, un acontecimiento. El alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, fue el único que habló de la Guerra Civil; los demás soslayaron ese asunto. Y le pregunté a Felipe González por qué. Me respondió que ya hablarían de ello, pero entonces no le parecía un buen momento para abrir heridas. Fíjate que en Mi siglo, una serie de estampas sobre lo que he vivido, hay una que nos representa a mí y a mis compañeros en 1937, jugando al alcázar; nosotros sabíamos dónde estaba la guerra, pero entonces jugábamos a que ganaran los nacionales. El único texto en el que aparece España entre todos los que he escrito, aparte de ése, se titula Prado verde: narra la lucha entre un toro y una babosa. Naturalmente, gana la babosa. Cuando en España me dieron el Príncipe de Asturias, me puse muy feliz; volver a España es algo grande, un acontecimiento".
Cuando ocurre algo en el mundo, siempre nos preguntamos en España qué pensará usted, y muchas veces lo dice usted en sus artículos. ¿Y qué piensa de lo que sucede en Alemania, qué le pasa a su amigo Schröder, qué le pasa a Europa, cómo ve el porvenir de la socialdemocracia alemana?
Bueno, yo creo que no se trata de lo que le sucede a Alemania; en el marco de la globalización, lo que le sucede a Alemania es algo que le pasa a todo el mundo. En los años sesenta y setenta, los países industrializados, entre ellos el nuestro, habían conseguido el Estado de bienestar. Y creían haber encontrado una especie de receta para el éxito que se encontraba en la economía social de mercado, una especie de capitalismo con un componente social que reconocía cierta responsabilidad social hacia la población. Todo eso fue válido hasta los años ochenta, cuando se desmanteló la Unión Soviética, y ahora resulta que ha quedado una sola ideología. Nosotros creíamos que se había superado el capitalismo terrible, que ese capitalismo se había civilizado, y no es el caso. El neocapitalismo se basa en una explotación del hombre con medios modernos, y así llegamos a la globalización, que en el fondo continúa. Y si ahora, por ejemplo, hemos tenido esos resultados tan negativos en Francia y en Holanda se debe en el fondo a que sólo hemos pensado en el lado económico. Lo que le falta a la Unión Europea es una carta social, un contrapeso al gran mercado, y yo estoy convencido de que todas esas resistencias que notamos en esos países se deben justamente a esa carencia. Y luego está la derecha, cuya reacción está siendo auténticamente nacionalista, no quiere ceder parcelas. Lo que resulta grotesco es que, en el fondo, el capitalismo actual se parece al comunismo en su última fase. También se manifestaba como una ideología que no podía evolucionar. Ahora pasa lo mismo: se cree que el mercado lo ha de regular todo. Y hay una ideología detrás del capitalismo, el neoliberalismo, que prácticamente no se diferencia en nada del dirigismo comunista que había antes. Quiero ilustrarlo con un ejemplo. El movimiento de los trabajadores estaba marcado por el movimiento de los sindicatos. Pero ahora, con el capitalismo globalizado, los sindicatos no son un contrapeso, porque están organizados sobre el plano nacional, no han sido capaces de encontrar una articulación que supere las fronteras nacionales. Esto quiere decir que ya no ejercen control.
¿Y Schröder? Usted le ha apoyado. ¿A qué se debe el descenso de la socialdemocracia?
En Alemania se llama siempre a los socialdemócratas cuando la derecha lleva muchos años en el poder siendo incapaz de llevar a cabo ninguna reforma. Kohl estuvo 16 años y no cambió nada de las cosas que había que cambiar, y, claro, todas esas reformas que hay que hacer las asumen los socialdemócratas y son muy poco populares. Hay que cambiar el sistema de las pensiones, hay que cambiar la seguridad social, y esto supone unos cambios tremendos para el hombre de la calle, que no los entiende. Y lo que sucede es que los ricos se hacen cada vez más ricos, porque no están afectados por esto de la misma manera que la masa. Esta pretendida injusticia se le atribuye a Schröder, y como tenemos una estructura federal, él ha ido perdiendo las elecciones land tras land. El Gobierno, que tiene mayoría en el Bundestag, pierde las votaciones en el Bundesrat, donde están representados los länder. Así que ahora está todo bloqueado, el Gobierno no puede gobernar
¿Y cuál es la salida?
Aún no lo sé.
Usted nos hablaba de su relación con España. ¿Cómo ha ido variando su percepción de nuestro país?
En cuanto a mi escritura, mi relación es más bien escasa por la simple razón de que no domino el español y no tengo suficiente contacto directo con la población. Políticamente lo veo desde lejos; pero, en comparación con otros países, me parece que España es uno de los Estados más vitales, más móviles, más flexibles, que en un tiempo récord ha asumido unos cambios increíbles. Claro, esos cambios obedecen a un retraso anterior, a una época muy reaccionaria, la que representó Franco. Pero España ha cambiado enormemente; en las elecciones descubrimos un potencial democrático extraordinario. La población es capaz de cambiar un país, de cambiar una política. Lo que no sé es cómo se pueden poner en marcha los contrapesos a las zonas reaccionarias (la Iglesia católica, por ejemplo), capaces de seguir pensando que con Franco se vivía mejor. Lo que puedo esperar es que lo juvenil, lo nuevo, lo moderno sea más fuerte que esos restos reaccionarios.
Nosotros estamos ahora en Polonia, y España y Polonia son dos países católicos, pero diametralmente distintos: en España, la Iglesia católica siempre ha estado a favor de los poderosos, de los reaccionarios, mientras que aquí esa Iglesia ha sido un nido de resistencia, en todas las épocas, también en la comunista.
Un país que le ha preocupado mucho es Cuba. ¿Se ha sentido usted decepcionado, como muchos otros intelectuales, por la evolución de la revolución cubana?
Para mí, la revolución cubana es agua pasada; Cuba es un país muy burocratizado, su revolución perdió valor hace mucho tiempo. Ahora es un régimen dictatorial que sólo se puede mantener por la presencia norteamericana enfrente, manteniendo su bloqueo. He hablado con cubanos que por un lado son muy críticos, pero no quieren volver a los tiempos de Batista. Y Cuba se puede mantener como está precisamente por la presión de Estados Unidos, que es inmensa. Y los cubanos no tienen la energía suficiente para separarse de esa presión y tampoco se sienten capaces de acometer una reforma que les impida caer en manos de Estados Unidos o de los que mandan en Miami.
¿Cuál ha sido su mayor decepción política?
Políticamente, a finales de los ochenta, pero no con respecto a Alemania, sino con respecto a Europa. Cuando acabó la guerra fría, Willy Brandt habló de un dividendo de paz, de invertir en los países pobres. Y ha pasado lo contrario. Se incrementó el armamento, se inventaron nuevos enemigos, se hicieron nuevas guerras, y el intento de Brandt de hacer reaccionar a la gente en torno al famoso Informe Norte y Sur, entre los países ricos y los países pobres, se quedó en nada, nadie le escuchó. Esto para mí ha sido una decepción enorme; todavía sufrimos las consecuencias. Y otra decepción es que Alemania no supo aprovechar la oportunidad de la reunificación, uniendo verdaderamente a la gente. Y sufrimos las consecuencias de ello.
¿Y la mayor decepción personal, humana?
¡Mi gran decepción humana es que tú me sigas preguntando después de más de una hora de entrevista!
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