Pedir la luna
En pocos días he oído hablar varias veces de la Luna. En una tertulia radiofónica, comentando la redacción del Estatut, un experto dijo que tampoco se puede pedir la luna, una metáfora que tanto sirve para trufar de lirismo una canción como para imponer un argumento. Más recientemente, en una de esas cenas en las que, por motivos insondables, se acaba hablando de economía, alguien comentó que la inestabilidad actual se debe a que perdemos demasiado tiempo mirando la luna en lugar de centrarnos en los problemas de los terrícolas. El argumento, igualmente metafórico, coincide con el diagnóstico que, en la Asamblea General de Fomento del Trabajo, hizo su presidente Joan Rosell. Rosell se hizo eco de la preocupación de muchos empresarios, que consideran que la energía invertida en políticas identitarias está desatendiendo aspectos decisivos de nuestro tejido productivo. Pidió más equilibrio entre identidad y realismo y avisó de que los empresarios atraviesan por un momento de impaciencia y decepción. Para rematar, añadió: "Cataluña es insignificante a nivel global. O nos espabilamos o se olvidarán de nosotros".
El mensaje puede parecer negativo pero tiene un matiz esperanzador: que puedan olvidarse de nosotros significa que alguna vez nos tuvieron presentes en sus oraciones. Por otra parte, me temo que el desequilibrio entre identidad y realismo es un valor nacional que, aunque basado en una virtualidad, arrastramos como un hecho del que dejará constancia el Estatut. Además: el realismo es relativo. Por ejemplo: mirar la luna no proporciona ningún beneficio material pero sigue considerándose una actividad positiva por sus efectos intangibles en ámbitos como la emotividad, la lírica y la espiritualidad. Incluso dos películas recién estrenadas como El amor es lo que tiene o Valiant recurren a la Luna para animar su metraje. En la primera, una pareja se fotografía desnuda a la luz de la luna y en la segunda, unas heroicas palomas mensajeras inglesas sortean las tropas nazis iluminadas por una pletórica luna llena.
Son días especialmente señalados para los lunáticos. El miércoles volverá a conmemorarse la llegada de Neil Armstrong a la la Luna (20 de julio de 1969). Había poco realismo en aquella expedición y mucha identidad imperial, por no hablar de la mezcla de impaciencia y decepción que sufrieron millones de espectadores que esperaban que, al llegar, el astronauta fuera devorado por un gigantesco monstruo alienígena. En lugar de eso, todo transcurrió con una normalidad casi insultante. La nave se posó en el mar de la Tranquilidad, Armstrong descendió por la escalera sin tropezar y dio un breve paseo durante el cual se dedicó a dejar su huella bien visible, hacer fotografías, recoger 20 kilos de muestras y plantar una bandera. Es lo mismo que hacen muchos turistas cuando llegan a la playa: dejar huella y constancia de su nacionalidad y expoliar la arqueología local. Los estudiosos agoreros recuerdan que el primer pie humano que pisó la Luna fue un pie izquierdo y ven en ello un presagio de los desastres que hemos sufrido desde entonces. También hay quien opina que dejar una placa conmemorativa sobre la superficie lunar en la que se expresan deseos de paz universal es tan hortera como tatuar los árboles con corazones o inscripciones del tipo: "Aquí estuvo uno de Logroño", o "Loli, te quiero". Allí siguen la bandera, la huella de Armstrong y la placa de marras. No tiene nada de realista y, pese a ser un detalle insignificante a nivel global, nadie ha conseguido que nos olvidemos de la Luna.
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