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Tribuna:LAS RELACIONES CON ESTADOS UNIDOS
Tribuna
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Las maneras del embajador

Nada más llegar a España, el embajador de Estados Unidos ha declarado que nuestro país desea no sólo palabras, sino acciones del Gobierno español. Los embajadores están inevitablemente en una situación delicada. Representan a un Gobierno concreto con políticas concretas. Pero también representan a un país, incluido el segmento que no está de acuerdo con la política del Gobierno. Lo que sorprende es que el embajador no parece ser consciente de esa doble función porque, si fuera así, normalmente tendría que tener una actitud muy distinta. Al fin y al cabo, España no es un pequeño país centroamericano; aunque, si se piensa, la oposición a la política estadounidense está incrementándose incluso en lo que Estados Unidos consideraba en otro tiempo, con un desprecio supremo, su "patio trasero".

Al embajador le preocupa especialmente la política de España respecto a Cuba y Venezuela. Por lo visto, en lugar del compromiso cuidadosamente elaborado que representa la política española en relación con esos dos Gobiernos, a él le gustaría que sus anfitriones rompieran con los Gobiernos de Brasil, Chile y Argentina (y con los países de la Organización de Estados Americanos, y con los de la UE) y adoptara la política de Estados Unidos: hostilidad absoluta. Una política que ha beneficiado muy poco al pueblo estadounidense, al cubano o al venezolano.

Empecemos por Cuba. La política del Gobierno estadounidense actual respecto a la isla se elabora sobre todo en Miami, y no en Washington; no pensando en los intereses nacionales de EE UU, sino en los de un grupo de exiliados cubanos que quieren volver a Cuba con ayuda estadounidense, destruir el régimen, reclamar sus propiedades y vivir como antes, como amos de la isla. Lo que buscan no es la democracia para Cuba, ni mucho menos una transición pacífica para salir del neoestalinismo de Castro, sino venganza.

El paralelismo con la distorsión que han provocado en la política de Estados Unidos respecto a Oriente Próximo los grupos de presión israelíes resulta instructivo. Es más, los cubanos más intransigentes de Miami y los defensores incondicionales de Israel son aliados tanto en el Congreso como en el aparato de la política exterior. La retórica que utilizan (la restauración de la democracia en el caso de los cubanos, la protección de Israel contra el "terrorismo" en boca de sus amigos) es conocida y resulta poco convincente. Los antepasados de los actuales enemigos de Castro no parecían muy interesados en la democracia cuando apoyaban a los distintos regímenes represivos en Cuba. Desde 1898 hubo sucesivas intervenciones de Gobiernos estadounidenses en la isla por diversos motivos, pero nunca para implantar la democracia o elevar el nivel de vida de los cubanos. La hostilidad actual de Estados Unidos respecto a Cuba tiene algo de deshonesto y obsesivo: es una profecía autocumplida. Qué mejor justificación para que Castro proclame una eterna emergencia nacional que la razón más evidente: el plan estadounidense de acabar con el régimen. Esa amenaza real es la que permite a Castro espolear el nacionalismo cubano y legitimar la represión al equiparar a los detractores y opositores del régimen con cómplices de Estados Unidos, aunque sea mentira. Y esa represión, a su vez, ofrece a sus enemigos en EE UU la excusa que tanto desean para declarar que el régimen no va a cambiar.

La capacidad de aprender de la historia que tienen los responsables de la política exterior estadounidense es muy limitada. El fracaso permanente de la política de Estados Unidos respecto a Cuba tiene ahora una continuación: la campaña contra el régimen de Chávez en Venezuela. Este país ya ha sufrido su equivalente a la Bahía de Cochinos: el golpe de Estado de 2002, apoyado por los estadounidenses. Los que lo intentaron se dedican ahora a denunciar de forma incansable a su Gobierno por despilfarrar los recursos del país. ¿Qué han hecho ellos exactamente, con sus apartamentos y sus cuentas bancarias en Miami -y muchas veces incluso con permisos de residencia en Estados Unidos o doble nacionalidad- para mejorar las vidas de los pobres de su país en el último medio siglo? Chávez no les gusta porque invitó a miles de profesionales sanitarios cubanos a Venezuela, pero, cuando eran ellos quienes gobernaban el país, la salud de los habitantes de las chabolas no les preocupaba. Mientras tanto, Estados Unidos ha acusado a Chávez de ejercer la "desestabilización" en Bolivia y Colombia. Esas dos sociedades no necesitan que Venezuela contribuya a su caos interno: Estados Unidos tiene presencia económica, militar y política en ellas desde hace décadas. La denuncia que hace de Chávez por "injerencia" en otros países es como la repetida condena de Irán y Siria que hacen generales y funcionarios estadounidenses por "entrometerse" en Irak, una enorme muestra de hipocresía.

El problema de la democracia en Cuba y el del posible giro hacia un nuevo peronismo en Venezuela forman parte de una agenda histórica. El embajador no es un filósofo político, y no podemos esperar que resuelva unos problemas que van a seguir preocupándonos durante años. Pero no cabe duda de que una buena dosis de humildad y realismo sería bien recibida por nuestros amigos, el Gobierno y el pueblo español, y desde luego, por los españoles que creen que nuestro Gobierno actual no representa las verdaderas tradiciones de la democracia estadounidense. En realidad, muchos de nosotros pensamos que ningún otro Gobierno estadounidense ha sido tan incapaz de abordar los problemas del mundo como éste al que el embajador tiene la desgracia de representar. Al embajador le haría bien familiarizarse con algunas de nuestras tradiciones más nobles mediante la relectura de una obra clásica norteamericana. En The education of Henry Adams, Henry Adams -nieto y bisnieto de dos presidentes- recuerda su etapa como ayudante de su padre, Charles Adams, entonces representante de Estados Unidos ante la corte de San Jaime. Ocurría en plena Guerra de Secesión, y las tensiones entre el Gobierno de Su Majestad y el de Abraham Lincoln eran enormes. Charles Adams tuvo que advertir a los británicos de que, si dejaban que los Estados confederados construyeran buques de guerra en sus astilleros, Estados Unidos declararía la guerra a Gran Bretaña. Lo que más llama la atención al lector de hoy es la ausencia total de grandilocuencia, la educada franqueza de las discusiones de Adams con los británicos. El contraste con el ruido y la sobrecarga ideológica del Gobierno de Bush es impresionante. Aquellos estadounidenses del siglo XIX, en especial los que se oponían a la esclavitud, sabían que estaban hablando en nombre de una gran parte de la humanidad. Tal vez el tono imperioso de las palabras del nuevo embajador refleja que, en el fondo, es consciente de la ruptura con la tradición norteamericana que supone el Gobierno para el que trabaja, así como su creciente incapacidad de lograr consensos, tanto dentro como fuera del país. En cualquier caso, debería pensar en mejorar un poco sus maneras.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Facultad de Derecho de Georgetown y autor de Después del progreso. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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