De Azaña a Zapatero
Manuel Azaña comprendió y defendió el derecho al autogobierno de Cataluña con estas palabras: "Cataluña dice, los catalanes dicen: Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional". Por suerte para Cataluña y los catalanes, las circunstancias han cambiado mucho desde aquella defensa de la autonomía que Manuel Azaña efectuó en las Cortes republicanas. Hoy la autonomía política es un hecho normal e irreversible. Por tanto, no vivimos con la angustia de las urgencias y reparaciones históricas. ¡Y ya era hora! Pero esto no quita en lo más mínimo el alcance también histórico del momento actual. La gran mayoría de los analistas informados de la política catalana así lo ven, menos los del "manifiesto para un partido no nacionalista", que insisten en que hay cosas mucho más importantes que la prescindible reforma estatutaria. Estamos ante una oportunidad que no se puede perder. Así ya se ve en la práctica totalidad de los medios de comunicación catalanes, desde los editoriales del Avui, que llaman a la necesidad del consenso y del acuerdo entre las fuerzas catalanistas, hasta los de La Vanguardia, que invitan también al acuerdo y a "amarrar el Estatut". Y sucede también en los más diversos sectores de la vida económica, social y cultural catalanas. Por fin en Cataluña se está generando la corriente de opinión necesaria y unitaria para afrontar con éxito los próximos pasos de la reforma del autogobierno.
No obstante, en algunos círculos de opinión de la izquierda catalana se pone todavía en duda la oportunidad de la reforma con el argumento de que lo importante son las políticas sociales. Reprochan, por otra parte, al Gobierno tripartito que se pierda en cuestiones identitarias y nacionalistas que no se corresponden con la línea de pensamiento y de acción políticas de la izquierda federal. La historia del siglo XX es suficientemente clara para contestar que han sido las izquierdas federalistas y nacionalistas las que han promovido con mayor convicción y acción la defensa y el desarrollo del autogobierno en Cataluña. Pero, además, no veo ninguna incompatibilidad ni contradicción entre la mejora del autogobierno y las políticas sociales, sino todo lo contrario. Es precisamente la reforma del Estatut la que debe permitir a las instituciones de la Generalitat realizar con mayor eficacia y recursos las políticas sociales al servicio de los derechos de la ciudadanía. Otra cosa sería la crítica más general a la falta de un proyecto de gobierno más ambicioso en sentido progresista y socialista. En este caso todos los gobiernos nominalmente de izquierdas que ha habido en los países de la Unión Europea en los últimos 25 años padecen el mismo problema. El exceso de pragmatismo y la falta de proyecto alternativo a la hegemonía neoliberal explican, en parte, la imagen difusa y poco distintiva entre gobiernos de centroderecha y de centroizquierda.
En estos momentos, el mayor peligro que se presenta para la reforma estatutaria es el nerviosismo de la dirección del PSOE y de algunos miembros del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Todavía hay fundadas dudas sobre si el PSOE será capaz de encabezar con valentía el necesario desarrollo del Estado autonómico y de normalizar la asimetría entre comunidades autónomas, compatible con la cohesión social y la igualdad de derechos entre los ciudadanos. En las filas del PSOE hay demasiado desconocimiento de las aportaciones de dos grandes federalistas como fueron Francesc Pi i Margall y Valentí Almirall. La unión en la variedad que propugnaron continúa siendo el fundamento necesario para la unidad del Estado español.
Es natural que haya contactos entre los gobiernos de Zapatero y Pasqual Maragall con relación al proceso de reforma estatutaria. Lo que ya no es tan normal es la imagen a la defensiva y a la contra que están dando algunos ministros de Madrid, llegando incluso al aviso sobre lo que no será asumible. La propuesta de reforma del Estatut, que ya se acerca a sus compases finales en lo que se refiere al acuerdo entre las fuerzas políticas catalanas, está cargada de razón y de prudencia. Lógicamente, aquélla pretende y regula más poder político para las instituciones catalanas de autogobierno, lo cual implica menos poder político para las instituciones generales del Gobierno del Estado.
Esto es perfectamente asumible si en La Moncloa revive Azaña o alguien con parecida idea de España y de Cataluña. Frente a la visión trágica, exagerada y fatalista de Ortega y Gasset, Manuel Azaña denunció la España asimilacionista, centralista y negadora de los particularismos como, por ejemplo, la identidad catalana: "Sí, sabemos todos las particularidades de la fisonomía política y moral de Cataluña desde que empezó a destacarse con una vida propia en la historia general de la Península". El deber del legislador y del gobernante no es negar la diferencia, sino reconocerla y regularla mediante la ley. Para ello se necesita el acierto político antes que el pregonado patriotismo: "Que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que además de patriótica sea acertada". La trayectoria política de Rodríguez Zapatero invita a una comparación con el pensamiento y la acción política de Azaña. Por esto es deseable y esperable que la propuesta de reforma del Estatut encuentre en el presidente del Gobierno español al valedor y defensor de una propuesta que va en igual beneficio de la autonomía catalana y de la democracia española.
Miquel Caminal es catedrático de Ciencia política de la Universidad de Barcelona.
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