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Fox y Putin

Jorge Volpi

En otra más de sus erráticas y vergonzosas declaraciones públicas, en esta ocasión mientras visitaba Ucrania -of all places-, el presidente mexicano, Vicente Fox, afirmó que se identificaba profundamente con Vladímir Putin, su homólogo ruso. Y, para justificar este descarado intento de congraciarse con su colega, sostuvo que ambos eran líderes que no sólo realizaban promesas, sino que en verdad las cumplían.

Como casi todo lo que dice a últimas fechas, esta afirmación de Fox es falsa. Sólo que en esta ocasión los mexicanos debemos celebrar que así sea: desde que tomó el poder de manos de Borís Yeltsin, Putin, un oscuro coronel del KGB, se convirtió en un político astuto y taimado, implacable y autoritario, sagaz e inexpresivo. Ni una sola de estas características se aplica a Vicente Fox, quien durante cinco años ha recorrido el camino inverso: de ser un emprendedor y carismático candidato presidencial se ha transformado en uno de los gobernantes más apáticos, débiles y grises de la historia mexicana reciente. Lo cual no constituye por fuerza una desventaja, pues en el fondo quizás resulte menos grave contar con un hombre incapaz en el poder, como sucede en México, que con un dirigente brillante pero autoritario, decidido a restaurar la antigua oligocracia soviética, como ocurre en Rusia.

A lo largo de los últimos años, Putin ha hecho hasta lo imposible para revertir las libertades políticas conquistadas por su pueblo desde la época de Mijaíl Gorbachov. La periodista Anna Politóvskaia ha documentado las infinitas violaciones de derechos humanos en Chechenia, y en los últimos años Putin se ha empeñado en limitar los derechos individuales y en bloquear la reciente democratización del país, amparándose en la "guerra contra el terrorismo" auspiciada por George W. Bush.

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Más allá de su incapacidad para reformar el sistema político mexicano, al menos Fox jamás ha atentado contra los valores democráticos, y cuando ha estado cerca de hacerlo, como en el caso del desafuero del jefe de Gobierno de la ciudad de México, la presión social lo ha obligado a retroceder. Algo semejante sería imposible en Rusia: la mano dura que Putin ha demostrado frente a los terroristas chechenos -en algunos casos a costa de las vidas de cientos de inocentes- es prueba suficiente de que él jamás se doblegaría ante la presión social. No hay que equivocarse: México es una democracia incipiente, agobiada por decenas de lastres -en especial la torpeza, la ambición o la corrupción de la mayor parte de sus actores políticos-, pero se halla muy lejos del despotismo de Putin.

Una vez aclarado este punto, vale la pena añadir que entre México y Rusia sí existen similitudes notables. El desmantelamiento de la Unión Soviética coincidió temporalmente con la debacle del PRI: mientras Gorbachov ponía en marcha la perestroika y la glásnost -la "transformación" y la "transparencia"-, México vivía las fraudulentas elecciones de 1988, y cuando Gorbachov intentaba reactivar la maltrecha economía soviética, Carlos Salinas de Gortari hacía lo propio con la mexicana. Se trataba de dos países que durante casi todo el siglo XX habían estado dominados por dos tipos de autoritarismo, encabezados por el Partido Comunista y el Partido Revolucionario Institucional, que entonces vivían -sin saberlo- sus últimos días.

Desde fines de la década de los ochenta era evidente que tanto México como la Unión Soviética necesitaban reformar sus estructuras. Para lograrlo, Gorbachov y Salinas tomaron caminos opuestos: mientras el primero privilegió la apertura política sobre la económica -acaso a su pesar-, el segundo hizo lo contrario. En ambos casos los resultados fueron catastróficos: tras unos años de euforia libertaria, la Unión Soviética se disolvió a causa del fallido intento de golpe de Estado de agosto de 1991, mientras que poco después, en 1994, México experimentó el nacimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el asesinato del candidato del PRI a la presidencia y el fin del sueño salinista de convertir al país en una nación rica y desarrollada.

No obstante, la mayor similitud entre México y Rusia se halla en la manera en que sus gobernantes -Borís Yeltsin y Carlos Salinas- se empeñaron en abrir sus respectivas economías al capitalismo global. Siguiendo las directrices del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, ambos países desmantelaron sus obsoletas industrias estatales, y en el proceso fueron víctimas de severas crisis económicas. En México en 1994, y en Rusia en 1992 y otra vez en 1998, el nivel de vida de sus habitantes disminuyó drásticamente, y las severas terapias de choque dictadas por las instituciones internacionales terminaron por empobrecer a sus ciudadanos todavía más.

Mientras tanto, en los dos países surgía una nueva clase empresarial en directa complicidad con el poder político. A la sombra de Yeltsin se forjaron las gigantescas fortunas de los oligarcas rusos (Jodorkovski, Potanin, Berezovski, Guzinski), mientras que a la de Salinas prosperaban los nuevos empresarios mexicanos (Slim, Salinas Pliego). En ambos casos, la ausencia de leyes estrictas -sobre todo en el caso ruso- y la complicidad entre los intereses políticos y económicos provocaron que las grandes empresas estatales quedaran en manos de un reducido grupo de favoritos. Baste citar dos ejemplos: Vladímir Potanin, quien fungió como encargado de la privatización en el Gobierno de Yeltsin, se convirtió luego en el comprador de Norílsk Nikel, la mayor productora de este metal en el mundo, mientras que Ricardo Salinas Pliego pudo adquirir la televisora estatal Imevisión -ahora llamada TV Azteca- gracias a un "generoso préstamo" de Raúl Salinas de Gortari, el hermano del presidente.

Como puede verse, tanto México como Rusia han sufrido problemas paralelos en su camino hacia la democracia y el crecimiento. Sin embargo, la mayor diferencia entre Putin y Fox radica en su relación con los grandes empresarios surgidos de las privatizaciones de los noventa: mientras el líder ruso no se tentó el corazón para enjuiciar y encarcelar a Mijaíl Jodorkovski, dueño de la petrolera Yukos, cuando éste intentó oponérsele, Fox ha preferido desentenderse de las amenazas de Ricardo Salinas Pliego, olvidándose de las irregularidades cometidas por éste. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que Putin sea un ejemplo a seguir: su acción ha sido producto de la venganza y no un ejemplo de probidad o de justicia -el Gobierno ruso tolera la corrupción siempre y cuando no ponga en peligro su hegemonía-, pero sí demuestra que en ambas naciones el imperio de la ley dista mucho de ser una realidad cotidiana.

Pese a que en el balance entre Putin y Fox los mexicanos salimos ganando, no debemos congratularnos con la pasividad de nuestro presidente: aunque no podamos reprocharle a Fox su autoritarismo, sí podemos lamentar que haya desperdiciado la oportunidad histórica alcanzada en el año 2000 de convertir a México no sólo en una democracia electoral, sino en una sociedad más equilibrada y más justa.

Jorge Volpi es escritor mexicano.

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