Mujeres realistas
Pintan lo que ven sus ojos. Sin filtros, del natural. No atienden a modas ni vanguardias. Mujeres de distintas generaciones y reconocido prestigio, como Amalia Avia, María Moreno, Isabel Quintanilla, Esperanza Nuere, Clara Gangutia, Jordina Orbañanos, Leticia Feduchi y Alicia Marsans, tienen en común una forma idéntica de mirar la realidad.
Desde hace más o menos muchos años, estas mujeres pintan la realidad de sus días con oficio y resultados altamente respetados. Varias generaciones, las que pueden ir desde Amalia Avia y María Moreno hasta Leticia Feduchi y Alicia Marsans, han pintado "de la realidad". Lo hicieron, lo hacen, por opción, incluso por combate, por una especie de fidelidad a las leyes de las cosas. O porque pensaban que la naturaleza es el medio y la gente había acabado por olvidarlo. Algunas lo hicieron porque en las cosas están todas las historias o, al menos, aquellas que querían contar.
"Siempre he pintado cuando he podido. Con rapidez a veces, con tiempo y torpeza otras. Con todos los inconvenientes que tiene la pintura nuestra, la de pintar de la realidad", resume su oficio diario María Moreno (Madrid, 1933). Esa pintura propia, deudora de la exactitud, no admite concesiones en el caso de Amalia Avia (Santa Cruz de la Zarza, Toledo, 1930): "Si una casa tiene cien ventanas, yo pinto las cien porque he de ser fiel al modelo". Entre los cuadros de su estudio, donde las ventanas dejan ver un jardín pequeño con lilas y rosas, Isabel Quintanilla (Madrid, 1938) se reafirma en su pintura de largo y trabajoso método: "Yo veo cómo las flores se abren a cámara lenta, y si me pongo a pintarlas, no puedo parar, tengo que acabarlas antes de que culminen el proceso. Si no, se pierden".
Mujeres de interiores, pintan a solas, y fue así, Soledades, como se tituló la exposición que en 2003 organizó Juan José Fernández (Barcelona, 1955) en la galería Arteshop.net de Barcelona. El director de La Santa, un espacio de creación y experimentación de arte contemporáneo en Barcelona, lo hizo para "reivindicar dos conceptos que han marcado la historia del arte: el papel marginal de la mujer en este mundo, viviendo su arte en soledad, sin tener la opción la mayoría de las veces de darlo a conocer, y el protagonismo de la pintura figurativa, para muchos una opción pasada de moda".
Leticia Feduchi (Madrid, 1961) piensa que el tiempo en que sus cuadros eran recibidos con sonrisas y el comentario de "ah, ¿pero tú haces realismo?" ha pasado y el combate entre abstracción y figuración forma parte de la historia. El estadounidense Edward Hopper recelaba siempre de los elogios de los demás hacia el supuesto realismo de sus cuadros: "Mi objetivo al pintar es siempre, usando la naturaleza como medio, tratar de proyectar sobre el lienzo mi reacción más íntima ante el tema". Frases como la del francés André Breton, el fundador del movimiento surrealista, al escultor Giacometti: "Una cabeza, todo el mundo sabe lo que es una cabeza", o decisiones como la del director del Museo Reina Sofía en 1992 cuando rechazó exhibir en su colección permanente obras de los pintores realistas, y la postura combativa de Antonio López, que dio lugar a una apasionada polémica entre el ser o no ser del realismo pictórico, hoy se sitúan en las fronteras de lo anecdótico.
A la revalorización de la pintura figurativa han contribuido nombres de primer nivel, como Carmen Laffón, María Girona, Ramón Gaya, Antonio López y otros muchos que ilustran la importancia de este género. Las mujeres forman parte del batallón más numeroso de la pintura realista unidas por una similar mirada pictórica.
"Yo pienso", señala María Moreno, "que hablar de pintura es casi inútil. Hay que ser receptivos del entusiasmo que puede producir en una persona, y en eso está la lucha por captar la realidad. Casi nadie lo dice porque ahora se hace un tipo de arte que no cuenta con la naturaleza. Se representa muy mal, como un medio, no como un fin". Esperanza Nuere (Bilbao, 1935) todavía recuerda el choque que experimentó cuando, recién salida del cascarón de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, a los 22 años, fue a Roma becada por el Instituto Italiano de Cultura. "Ver a Fontana, que se dedicaba a dar cuchilladas a los lienzos, fue un desconcierto grandísimo. Yo pensaba: ¿qué hago siendo realista? Me quedé un poco encogida. Cuando volví de Italia seguí pintando, pero para mí, porque yo he sido muy introvertida". Ahora lleva un tiempo sin pintar, y en el caballete, un lienzo en blanco recalca ese bloqueo.
El paisaje, el contraste geométrico y una cierta visión romántica de las cosas definen la pintura de Clara Gangutia (San Sebastián, 1952). Pinta del natural, pero con ayuda de la fotografía. "Me baso en ellas para tener una referencia de lo que quiero pintar". Empezó a utilizar fotos antiguas de los álbumes familiares. "Mis primeros dibujos, por ejemplo, salieron de una guía de turismo del País Vasco de los años treinta". Gangutia y Avia son posiblemente de las pocas que confiesan pintar con ayuda de fotografías. En el caso de Amalia Avia, sus obras, que recogen las fachadas de casas y comercios, surgieron en muchas ocasiones gracias a la colaboración de su marido, el pintor, ya fallecido, Lucio Muñoz, quien le aportaba pruebas gráficas de esas tiendas de ultramarinos, mercerías o casas de comidas que aparecen en los cuadros más significativos de Avia.
Sin cámara y con la imaginación, Alicia Marsans (Barcelona, 1971) pinta bosques de abedules de tronco blanco que jamás ha visto y recrea con fantasía los detalles de las frondosas choperas de Girona porque "no sé pintar de fotografías, me salen unos cuadros falsos, no los reconozco". En cambio, Jordina Orbañanos (Barcelona, 1960) sí pinta unos cactus muy reales clavándose literalmente sus pinchos. En la terraza de su estudio en Barcelona duermen como hélices de barco gigantescas ramas de chumberas que la pintora recoge de la sierra de Collserola para crear con ellas sus cuadros más inquietantes, óleos que cuentan historias sólo por ella conocidas y que abundan en temas sexuales, "porque es algo que se nos ha reprimido a las mujeres durante mucho tiempo".
De los cactus a las flores. Si hay algo que une a estas mujeres amantes de la realidad es la pasión por la vida que estalla en las flores: "La naturaleza es inocente, no veo en ella más que bondad, y cumple su función perfectamente", afirma María Moreno. Sus flores son las adelfas, una planta con mucha fuerza, asegura. "Pintar un membrillero", dice recordando uno de los temas favoritos de su marido, el pintor Antonio López, "es un problema, porque tiene pocas frutas y muchas hojas. Si se estropea una pieza, es un drama; en cambio, las adelfas reflorecen", asegura. Rápida en la mancha primera del lienzo, se centra en captar la luz, que le impone el método y la hora: "No puedo amarrarlo de una vez, no soy Durero; hago la mancha y, si me dice que voy por el buen camino, estructuro la composición estudiando el claroscuro. Voy a lo que más me emociona, como algunas flores en determinadas posturas. A veces tienen hasta gestos. Veo la flor con matices, con una composición de formas muy bella".
Las hortensias de Esperanza Nuere deslumbran por el colorido. Utiliza pasteles, tizas de colores con una impresión muy fuerte. "Sacar un rosa no es dar un trazo rosa, es mezclar verde con rosa y blanco. Hay que trabajar el color muchísimo", asegura. Nuere introduce en los retratos detalles significativos, como una taza recuerdo de la galerista Juana Mordó.
Alicia Marsans planta las flores en la terraza de su casa, en el barrio de Sarriá, en Barcelona, y es allí donde las traslada al lienzo. Francesillas, lirios, salen de su pincel con increíble facilidad. También para Leticia Feduchi "las flores son una fuente de color fascinante". La pintora siente pasión por los paisajes que comienzan donde termina la ciudad de Barcelona y por las plantas silvestres que crecen en los campos fronterizos con la ciudad.
Realistas de lo irreal y figurativas de lo invisible -como le gustaba al pintor francés Balthus señalar a quienes le preguntaban qué era la realidad-, ellas miran, en frase de María Moreno, "hacia fuera, a lo que les rodea". Y es rotunda cuando afirma: "Para terminar en la abstracción hay que pasar antes por la realidad. Y la realidad es lo que ven tus ojos. Tratar de entenderla es un proceso tan importante y largo como llegar a la abstracción".
Amalia Avia: Oficios y puertas
Santa Cruz de la Zarza (Toledo), 1930. Autora de un libro de memorias, 'De puertas adentro' (Taurus)
"Me entusiasma todo lo que tiene color, pero a la hora de ponerlo en el lienzo me sale todo gris". Amalia Avia tiene tras de sí una de las obras figurativas más extensas: "Yo produzco mucho. Mi marido, Lucio Muñoz, me decía que eso no lo debía contar, pero en eso es como si no fuera realista, porque los pintores realistas pintan poco porque lo hacen muy despacio. Yo, en cambio, pinto todos los días si me encuentro bien y no tardo muchos días en acabar un cuadro". Vitalista, rompedora, asegura ser siempre fiel al modelo que pinta. Por eso continúa reflejando en sus óleos fachadas y puertas: "No me gusta pintar rostros. Naturalezas muertas sí he pintado algunas, pero lo que me gusta de verdad son las cocinas, los picaportes, las casas, los interiores Todo lo que rodea al hombre". Asegura que su pintura es realista de una forma natural, "porque es lo que me sale cuando me siento ante el caballete", aunque afirma: "No sé si por vivir tantos años junto a Lucio Muñoz, me tira mucho la abstracción".
Jordina Orbañanos: Amor por los cactus
Barcelona, 1960
Siente una fortísima atracción por los cactus y por cualquier rama desnuda y con pinchos. "Me interesan porque representan el sufrimiento, los conflictos personales y son, además, formas geométricas muy simples". Jordina Orbañanos con flores y hojas se inventa historias de celos (dos flores unidas por el tallo miran en dirección opuesta), sexuales (una hoja de eucaliptus abraza a un cactus) o de conflictos personales que resuelve con una técnica que tiene mucho de artesanía: "Pinto con una capa base muy gruesa que acabo con veladuras que dan relieve a los objetos". Hace tiempo, Orbañanos aplicaba la pintura con los dedos, y de esa etapa le ha quedado el deseo de que el espectador se acerque a sus cuadros y los reconozca tocándolos. En una escala de valores, lo que le interesa reflejar en el lienzo es el color, la composición y la luz. "Muchas obras", dice, "las empiezo por el color y a partir de ahí elaboro el tema. Por eso no me considero exactamente una pintora realista". Pero se declara figurativa para conectar más con el espectador. Es pintora de gran formato y de miniaturas. Su última apuesta son los cuadros-rombos porque "abren la puerta a universos fascinantes".
Esperanza Nuere: Tizas de colores
Bilbao, 1935
Se declara "una pintora atípica", tanto que en sus documentos figura como profesión la de profesora de dibujo. Esperanza Nuere cursó Bellas Artes y con una beca del Instituto Italiano de Cultura se marchó a los 22 años a Roma. "Cuando vi allí los ismos tan avanzados, me quedé un poco encogida. No sentía nada la abstracción". Sufrió un parón hasta que Juana Mordó abrió su galería en Madrid y Esperanza Nuere trabajó con ella durante años. El empujón definitivo para exponer sus obras se lo dio Enrique Gómez-Acebo, de la galería Egam. Tímida, introvertida, piensa que "el arte es un don, y tienes que sentir pasión por él". Pinta flores, hortensias, costureros. Intimista y minuciosa, su técnica para aplicar el pastel es absolutamente personal. Utiliza tizas de colores y con ellas logra impresiones fuertes, muy contrastadas a fuerza de trabajar y mezclar distintos colores. Su obra está en colecciones privadas y en el Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Isabel Quintanilla: Pintura a cámara lenta
Madrid, 1938
Pasa más horas en su estudio, entre sus cuadros, con las ventanas a un jardín pequeño, que en su casa. Su marido, el escultor Francisco López, trajina entre sus espectaculares esculturas mientras ella pinta a su lado un cuadro de grandes dimensiones en el que aparece su pequeña nieta, Ana Isabel. Pinta despacio y poco. No mucho más de cuatro o cinco cuadros al año, algo que justifica: "Hacemos una pintura que nos lleva mucho tiempo. Yo veo abrirse las flores a cámara lenta". Ha pasado una mala época. Se intoxicó con la esencia de trementina y durante meses dejó de pintar porque hacerlo con mascarilla y guantes le resulta imposible. De pie frente al caballete, esta mujer, puro nervio, se mueve de un lado a otro, se aleja, se separa para comprobar la perspectiva. No le gusta tomar como modelo fotografías: "Es copiar", asegura rotunda, y reivindica para la pintura un regreso a la pasión, a la lucha constante: "Si te quieres enriquecer, tienes que ir viendo cómo cambia la luz, cómo se abre una flor, cómo avanzan las sombras. Has de ver algo que te estimule". La obra de Isabel Quintanilla está en museos de Alemania y en colecciones privadas: "Hay cuadros míos que aquí no se han visto nunca", dice.
Clara Gangutia: La visión romántica
San Sebastián, 1952
Discípula de Antonio López ("tuve la suerte de tenerle de profesor el último curso de la Escuela de Bellas Artes"), confiesa que él ha sido una influencia fundamental en su vida: "No era sólo quedarse en la superficie de las cosas, pintar un cuadro atractivo, sino encontrar algo más, y eso a mí me llenó". Su primera exposición individual fue en 1974, en la galería Egam de Madrid, y la última, en la galería Leandro Navarro, hace un mes. Su cuadro del cine Capitol, de 1975, se ha convertido en el icono de la Gran Vía madrileña. En su método de trabajo entra la fotografía: "Me baso en ellas para tener una referencia de lo que quiero hacer. Cuando pintaba del natural estaba muy limitada porque sólo podía pintar lo que tenía cerca. Mis primeros dibujos salieron de una guía del País Vasco de los años treinta". Su pintura es un tanto literaria, con una visión romántica. "Me gusta la figura humana como parte del paisaje, habitándolo", y el contraste geométrico de la arquitectura que aparece en muchas de sus obras. Le gusta utilizar colores intensos, luminosos, aunque siempre le atrae la fría luz de una ciudad como Bilbao.
Alicia Marsans : La imaginación al color
Barcelona, 1971
Pinta bosques de abedules que dice no haber visto, pero se los imagina. Reconoce en su padre, Luis Marsans (el pintor de Proust y de las bibliotecas), su principal influencia y asegura no hacer distinciones entre abstracción y figuración. Una beca de Ramón Gaya le proporcionó la oportunidad de trabajar hace tres años en cuatro obras para el Museo Reina Sofía de Madrid. Alicia Marsans reconoce ser fruto de muchas influencias. Experimenta con materiales, pero siempre vuelve a la luz, al color, los temas que la dominan. Ahora le interesa la figura humana y realiza unos retratos muy personales que recuerdan a los de la etapa rosa de Picasso. "Los trabajo con pan de oro, una técnica tan delicada". Quienes conocen su pintura observan en ella la finura de las de su padre, pero con un colorido más personal. Las flores de Alicia Marsans, amapolas, francesillas, lirios, son tan delicadas que chocan con los paisajes urbanos irreales de sus óleos, o con sus dameros de colorido maestro que reflejan todas las influencias de la historia del arte que ella siente intuitivamente.
Leticia Feduchi: Aprender a mirar
Madrid, 1961
"Me lancé a pintar porque me apasionó aprender a mirar y reflejar lo que veía". Su estilo se reconoce a la primera en sus frutas, sus flores o sus sillones con telas provistos de un toque muy personal. A pesar de formar parte de una reconocida familia de arquitectos y artistas, a Leticia Feduchi nunca le ha interesado el paisaje urbano ni los edificios como motivo pictórico. "Me atrae la naturaleza, no me interesa algo fabricado por el hombre", asegura. Estudió en la Escuela Eina de Barcelona, donde "había un ambiente fantástico, una libertad absoluta, pero me faltaba la base de dibujo". Para remediarlo se matriculó en una "academia de estatuas" y allí machacó a carboncillo centenares de esculturas romanas. "Pintar me lleva muchas horas de estudio, pero pocas de ejecución". No le gusta desarrollar historias en sus lienzos, aunque se le cuelan a su pesar: "Porque la idea se te mete, se desarrolla Se encuentran argumentos donde el pintor no los había puesto". Se siente cómoda pintando objetos, pero su pintura se ha ido depurando, desprendiéndose de los fondos. Ahora atraviesa un momento de cambio. "He empezado a pintar figuras humanas, y es una aventura, no sabes lo que puede pasar".
María Moreno: La lucha por captar la realidad
Madrid, 1933
La luz es para María Moreno algo mágico mediatizada por el color que descubre con asombro cada vez que coge los pinceles y que es la que le impone el horario de trabajo. Desde las ventanas de su estudio observa el jardín, las flores que amorosamente cuida y pinta cada temporada. "La naturaleza es tan inocente, cumple su función perfectamente y no veo en ella más que bondades". Conoció a su marido, Antonio López, en 1956, en Bellas Artes, y de entonces le queda una profunda formación academicista que ella, afirma, siempre agradece. Militante de la figuración, piensa que los jóvenes no saben apreciarla porque no se enseña en las escuelas. "Ahora se hace un tipo de arte que no cuenta con la naturaleza". Su obra de tantos años le da autoridad para hablar del sentimiento que provoca una obra, casi como el de "ver crecer a un niño". Si pinta una flor, se apodera de ella el nerviosismo: "Sé que va a durar poco y no lo puedo decir con palabras, lo he de decir pintando porque ése es mi lenguaje". Su lucha por aproximar más la realidad a sus obras asegura que es "inacabable". Admira a los clásicos hasta lo más profundo: "Velázquez y el arte griego me emocionan. Ellos lo hicieron todo".
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