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COLUMNISTAS
Columna
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Queridas maletas

Cuantas más maletas conozco (y a una maleta, si eres un buen viajero, la debes conocer bien), más gratitud cobijo hacia esos voluminosos maletones que suelo comprar en el Oriente Medio un año tras otro, para complementar la valija, más pequeña, con la que llegué de vacaciones, y en la que no van a caberme las Mil y Una Noches recibidas de los amigos como regalos, ni mis propias adquisiciones, obsequios que repartiré a mi vez cuando regrese al terruño.

Son maletas grandonas, seguramente fabricadas en algún Oriente extremo, que pueden costar veinte dólares o, como mucho (si disponen de bolsillos interiores, candados cifrados y otras virguerías; algunas hasta cuentan con una humilde percha para colgar un traje), cuarenta (si saltamos de los precios de Damasco a los de Beirut), pero que conviene adquirir con mimo, como si se tratara de auténticas Sansonite, o como quiera que se llamen las que ahora usan los ejecutantes o ejecutivos. Mis maletas orientales me permiten transportar parte de aquello que durante una temporada deberé abandonar. Un respeto.

Hay un tipo en Beirut, un antiguo marroquinero, que también conoce a las maletas. Es uno de esos hombres mayores cuya alma de artesano se ha visto sometida a la renuncia y a la resignación, y que tiene que vivir del comercio, importando y vendiendo piezas hacia las que debería sentir indiferencia, puesto que ni siquiera conoce por su nombre a los hombres y mujeres que las cosen en algún punto de Asia. Sin embargo, las trata como si hubieran salido de sus manos, las muestra como si se sintiera orgulloso de su resistencia. La diminuta tienda se encuentra, como casi todo en Beirut, mal que les pese a los pijos locales, en la calle de Hamra, yendo a Manara, antes de cruzar la calle de El Cairo. El local es tan pequeño que en su interior no pueden estar al mismo tiempo todo el género y el propietario con su taburete y su servicio de té, de modo que, desde la mañana hasta la noche, los bultos se acumulan en la acera, ensamblados con arte para dejar espacio al transeúnte. Son modelos de batalla, claramente proletarios. No cultiva la marca falsa, mi suministrador, sino lo que resulta práctico.

Cada año, cuando se acerca el final de mis vacaciones, me doy un paseo hasta su tienda y, aunque sé perfectamente lo que quiero, me demoro en la contemplación de cada pieza. Ésta no, ésta tampoco, ésta se parece bastante, pero no es exacta… Entonces aparece él, que me ha reconocido desde el interior, y empiezan los guiños de complicidad, su gesto con la mano para que espere: recuerda perfectamente la clase de maleta que acostumbro a llevarme. De un septiembre a otro. Me explica: la que usted compra siempre ya no la hacen, pero mire esta otra, se parece mucho, misma calidad, mismo precio; y tiene ruedas, como a usted le gusta. Las ruedas son su perdición, suspiro yo. Se rompen cuando los encargados de los aviones las arrojan sin cuidado, desde lo alto. Sacude la cabeza, tal vez éstas resistan más, pero en eso no puede darme garantía.

La abre con delicadeza, me muestra el acabado del forro, manipula el candado, con suerte me regala otro, de los normales, sólo por seguridad. Una vez pagada, nos damos la mano, nos despedimos hasta la próxima. Arrastro la maleta sobre sus ruedas a lo largo de la calle de Hamra, cada año haciendo menos ruido porque la han asfaltado bastante; otra cosa es que nos despeñemos, maleta y yo, en cuanto tomemos una de las callejas transversales, que siguen ofreciendo la emoción habitual de los socavones profundos y los bordillos bordes.

Mientras camino, acompañada por el brum-brum de la maleta vacía, voy pensando en las maravillas que colocaré dentro, en la bisutería y los chales para las amigas, las artesanías, los paquetes de frutos secos, de pistachos de Aleppo, de café con el característico tueste beirutí perfumado al cardamomo.

Mi vida pierde algo de calidad de vida cuando se rompen y debo esperar a que llegue la estación en que, sin dudarlo, me entregaré a la ceremonia de adquirir una nueva, simple, ruda y útil maleta.

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