Europa, según Blair
Tony Blair ha declarado la reforma de la Unión Europea prioridad de la presidencia británica. El primer ministro laborista ha señalado ante el Parlamento Europeo que la crisis actual de liderazgo político y crecimiento económico es una oportunidad para el cambio y ha esgrimido como argumento fundamental la irracionalidad de un presupuesto comunitario que dedica más del 40% a subvencionar la agricultura europea. Y que deba seguir siendo así, como quiere sobre todo Francia, hasta dentro de ocho años, cuando expire el próximo presupuesto. Mientras tanto, defraudando todas las expectativas pergeñadas en Lisboa el año 2000, la UE está estancada y languidecen las iniciativas e inversiones destinadas a generar riqueza y a modernizar la sociedad europea en terrenos tan cruciales como la ciencia, la tecnología o la educación.
Los fracasos recientes han agudizado la división de los dirigentes europeos sobre cómo debe ser redibujada y financiada la UE. Blair templó ayer su discurso para alejarse de una disyuntiva simplista entre una Europa social y otra reducida a un libre mercado. Se puede aceptar de buena fe que el primer ministro británico pretenda aunar en su proyecto reformista competitividad y solidaridad. Pero es más difícil considerarle un "ferviente europeísta", se otorgue al calificativo el matiz que se prefiera. El Reino Unido nunca se ha acoplado con la idea continental y ha visto con evidente alivio los fracasos de las consultas constitucionales en Francia y Holanda y el maremoto subsiguiente de incertidumbre y desgana, que ha permitido a Londres cancelar su propio referéndum.
Hay que dudar razonablemente de la eficacia de un modelo pretendidamente social con 20 millones de parados. Y Blair merece ser escuchado cuando sugiere a este periódico que está dispuesto a negociar el abultado cheque británico si se vincula a una reforma de la Política Agrícola Común, un anacrónico e injusto sistema de subvenciones que impide, entre otras cosas, el desarrollo de un comercio justo con algunos de los países más desheredados del planeta y cuyo volumen multiplica por siete lo destinado conjuntamente por la UE a apartados netamente modernizadores de la economía. Resulta evidente que esta Europa no puede esperar hasta 2013 para dar un golpe de timón. Si algo muestran los rechazos de la Constitución es sobre todo el divorcio entre las élites políticas y unos ciudadanos cada vez más alejados de la manera en que Bruselas entiende y ejecuta el proyecto común.
La credibilidad de la UE exige reconocer la magnitud de la crisis actual y no seguir fiando las soluciones a rituales acuerdos de madrugada entre sus líderes. Blair asegura que va a buscar aliados, sobre todo entre los defraudados nuevos miembros, para intentar negociar durante su mandato un acuerdo económico satisfactorio. Pero los propios británicos parecen bastante escépticos ante la eventualidad de que su primer ministro vaya a dirigir el continente hacia una era de crecimiento y modernización. Es más que dudoso que, pese a su reciente triunfo electoral, tenga la convicción y el ímpetu necesarios para ello en un país donde la mayoría ve a la UE como un proyecto fallido.
Blair tiene a su favor el calendario del presupuesto 2007-2013, que no exige una acción decisiva hasta abril próximo, ya con presidencia austriaca. Pero sus posibilidades reales de conseguir una modificación sustancial de los planteamientos económicos de la UE radican sobre todo en dos acontecimientos políticos en su núcleo duro: las elecciones generales alemanas de este año y las presidenciales francesas de 2007. La estrategia británica está basada en el cálculo de que las previsibles derrotas de Schröder y Chirac -sus antagonistas comunitarios por excelencia- producirán un realineamiento político en Europa que liquidará los efectos doctrinales del actual eje París-Berlín.
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