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Columna
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Corrupciones, corruptelas y otras nimiedades

Felipe González perdió las elecciones de 1996, no por el caso GAL, que ya estaba amortizado desde el punto de vista político, sino por una serie sucesiva de corrupciones, desde el asunto Filesa a los latrocinios de Luis Roldán. El partido en el poder no dio la debida importancia a unos sucesos que consideraba excepcionales y, en el peor de los casos, no decisivamente relevantes. En el pecado tuvo su penitencia, que dicen los moralistas clásicos.

José María Aznar, escarmentado en cabeza ajena, fue inflexible ante cualquier atisbo de corrupción política. Por eso hizo dimitir de su cargo al presidente de Baleares, Gabriel Cañellas, al salpicarle el escándalo del túnel de Sóller, aunque más tarde la Justicia acabaría por exonerarle de aquel tema.

Y es que a la gente no nos gusta que los demás se enriquezcan a nuestra costa. Incluso, aunque ése no fuera el caso, al personal le molestó una barbaridad el boato exhibido en la boda de la hija de Aznar. Aquella fastuosidad y aquella absurda ostentación supusieron la primera estación del futuro vía crucis aznariano. Pero, claro, Mariano Rajoy no es como su predecesor en la presidencia del PP. Le falta la autoridad y hasta el carácter autoritario de Aznar para yugular cualquier asomo de corrupción, sea o no responsable de ella el decapitado.

Por eso, el partido socialista ha encontrado un chollo en el denominado caso Fabra. No lo digo porque el presidente de la Diputación de Castellón sea culpable de las acciones que se le imputan, que lo ignoro. Además, aún creo en esa manida presunción de inocencia que luego nos la pasamos por el forro cuando nos conviene. Me refiero que, en cuanto más tarden en sustanciarse las responsabilidades penales, fiscales o lo que sean, el PSPV-PSOE ha hallado un magnífico filón político que explotar. Como la gota malaya, que mínima pero constantemente cae en el mismo sitio, puede acabar por horadar hasta la roca más berroqueña.

Al margen de lo que convenga o no a su partido, el señor Fabra hace muy bien en no dimitir del cargo. Lo hizo veinte años atrás el entonces presidente de Castilla y León Demetrio Madrid, para así defenderse a cuerpo limpio en los tribunales. Demostró su inocencia, sí, pero ya nunca más pudo rehabilitarse políticamente al nivel de antes. ¿Qué le habría pasado a Jordi Pujol si hubiese hecho lo mismo cuando su imputación por las irregularidades de Banca Catalana? ¿O a Josep Piqué, cuando le hostigaban por los dineros de la empresa Ercros? Hubiesen sido dos cadáveres políticos en vez de los dos ciudadanos respetados y respetables que son ahora.

En ocasiones, lo más demoledor no surge de la gran corrupción, sino de la pequeña corruptela. Le sucedió a la malograda Pilar Miró cuando cargó a su cuenta como directora de RTVE foulards de Loewe, gemelos y otras bagatelas más o menos suntuarias y absolutamente injustificables. Lo suyo casi fue una crucifixión pública que acabó con su proyección pública y posiblemente con su propia vida.

Esta reflexión viene a cuento de los gastos de José Manuel Uncio cuando era director del Instituto Valenciano de Finanzas. Cargar en la tarjeta de crédito de la institución oficial desde regalos de boda hasta cuchillas de afeitar y desodorante para uso personal, a algunos les puede parecer una bagatela. A otros, una malversación de fondos como una casa. En cualquier hipótesis, lo que a todos nos sorprende, en primer lugar, es que haya podido hacerse; luego, que el autor no se disculpe una vez descubierto el tema, y, finalmente, que todo éste se resuelva sencillamente mediante el reintegro de unos miles de euros. Si eso hubiese sucedido en una empresa privada, ni les cuento. Y es que los políticos, así como aquellos cargos que los circundan, están tan acostumbrados a confundir los detalles y hasta los conceptos, que no se dan cuenta de que son precisamente estas pequeñeces las que pueden acabar hasta con un régimen político al completo.

Sucede como en aquel sketch del humorista Gila en que explicaba cómo murió una tía suya: "Tenía la pobre un padrastro, uno de esos incómodos pellejitos en un dedo", explicaba el hombre, "y empezó a estirar de él hasta que poco a poco se peló toda entera".

Pues ya lo sabe el PP: que tome nota antes de que le ocurra como a la difunta tía de Gila.

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