El paraíso perdido
La competencia de los países de bajos salarios y el retraso en el uso de las nuevas tecnologías respecto al país-líder del mundo desarrollado (los EE UU) han hecho que los malos augurios sobre el futuro del denominado modelo social y económico europeo se multipliquen en los últimos años. Recientemente, este debate, que parecía patrimonio de los expertos y de los líderes políticos y sindicales, ha dado el salto a la plaza pública. Hasta el punto de que, en algunas de las consultas electorales que más ruido han provocado últimamente, se ha convertido, según la mayoría de los observadores, en el elemento decisivo. Por citar sólo dos ejemplos, el no francés en el referéndum sobre el Tratado constitucional europeo y la derrota de los socialdemócratas alemanes en las elecciones de Renania del Norte-Westfalia, tras 39 años de gobierno ininterrumpido en ese Estado, parece que han tenido bastante que ver con las preocupaciones por la viabilidad del modelo y con la perplejidad de los electores a la hora de elegir el mejor modo de hacer frente a las amenazas que pesan sobre él.
¿Cuáles son las características de ese modelo cuya pérdida es sentida como una amenaza por los electores?
Dicho de la manera más simple, las generaciones actuales de votantes, tanto los jóvenes como los menos jóvenes y los ancianos temen por la supervivencia de un mundo en el que el progreso económico parecía inscrito en la naturaleza de las cosas (se daba por supuesto que la generación siguiente viviría mejor que la actual) y sus beneficios eran visibles, no sólo entre los miembros de la minoría rica, sino en el conjunto de la sociedad y en particular entre las filas de los que dependen básicamente de su trabajo para vivir: el desempleo era reducido, la paga y otras condiciones de trabajo, como la estabilidad o las perspectivas de ascenso con el paso de los años eran razonables, y los servicios públicos y las infraestructuras de uso común experimentaban una mejora continua. Además, para los que por cualquier razón no lograban subirse al carro de la prosperidad, una red de seguridad cada vez más amplia, en forma de pensiones y ayudas de todo tipo, trataba de impedir que cayeran en la indigencia, que era el destino tradicional de los perdedores.
Tengan o no razón los votantes alemanes y franceses que ven en riesgo ese mundo, lo que no puede reprochárseles es la nostalgia. Si por generaciones actuales de votantes entendemos los que tienen, digamos, entre 30 y 80 años (es decir, los nacidos entre 1920 y 1975, que constituyen con toda probabilidad el grueso de los que acuden a las urnas) estamos hablando de individuos que han experimentado en una u otra medida a lo largo de sus vidas los beneficios del más largo periodo de progreso económico que ha conocido la época contemporánea: el que va desde el final de la IIª Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de 1973, durante el cual el mundo desarrollado y en particular la Europa del Oeste conocieron tasas de crecimiento no igualadas ni antes ni después.
En el progreso experimentado en aquellas tres décadas tuvieron parte destacada la difusión de nuevas tecnologías y el esfuerzo de reconstrucción de los países dañados por la guerra. Pero tan importante como el de esos factores fue el papel jugado por la política. Por la política internacional, que impulsó la progresiva liberalización de los intercambios y el consiguiente crecimiento del comercio internacional (y, en Europa, de las inversiones norteamericanas, públicas y privadas) y por la política interna.
En este segundo aspecto, aquélla fue la época dorada de las políticas gubernamentales de signo keynesiano, que podemos considerar como un sello distintivo del modelo europeo. Como es sabido, esas políticas consistían en el sostenimiento de la demanda en épocas de recesión y en transferencias de renta hacia las clases trabajadoras y otros sectores desfavorecidos mediante la expansión de los sistemas de seguridad social y otras políticas sociales (educación, vivienda, etc.). Como resultado de estas políticas y de una situación cercana al pleno empleo (o de pleno empleo en sentido técnico, si descontamos lo que los economistas llaman el desempleo friccional), la capacidad adquisitiva de la mayoría de la población experimentó una mejora importante, convirtiéndose en un elemento decisivo de la nueva economía de consumo de masas.
Con la perspectiva que dan los años, lo que llama la atención es que los elementos esenciales de esas políticas keynesianas que hemos considerado parte sustancial del modelo europeo, y de otras igualmente características como la planificación o la política de nacionalizaciones y la utilización de la empresa pública como mecanismo de intervención en el mercado (todo ello, con el consiguiente aumento del gasto público y de los servicios sociales) se produjo tanto con gobiernos de signo conservador como de signo progresista. Aunque por supuesto existen muy notables diferencias entre países como Suecia (regida por gobiernos socialdemócratas durante todos esos años) e Italia (gobernada por la Democracia Cristiana) y, no digamos, España (sometida a una dictadura conservadora). Es decir, que el modelo, para seguir utilizando la expresión, parece que fue más el resultado de un clima político general, favorable al intervencionismo estatal y de desconfianza en los mecanismos de un capitalismo dejado a su aire, que de los programas de un partido concreto.
Esta observación ayuda a comprender la importancia de la década de 1970, la que, con la liquidación de los acuerdos de Bretton Woods que habían regulado el sistema monetario internacional desde 1945 y el shock del petróleo de 1973, puso un brusco final a la época dorada. La importancia de esa década no reside sólo en la crisis de la que fue escenario, que sólo a comienzos de los años 80 pudo considerarse superada, sino en una herencia política cuya importancia no ha hecho más que aumentar con los años: la década se cerró con el triunfo de la revolución conservadora de la señora Thatcher en el Reino Unido, en 1979, reforzada por el triunfo, al año siguiente, de Ronald Reagan en los EE UU. En el programa de la revolución conservadora, aquellos elementos de política interna que habían estado en la base de la prosperidad europea pasaron a ser señalados como los culpables de la crisis. Un razonamiento que no trataba de ampararse en la experiencia reciente (que más bien apuntaba a perturbaciones de tipo político, ligadas a la política norteamericana en esos años), sino que iba a buscar sus argumentos en el repertorio de ideas del pensamiento económico más tradicional.
Sea como sea, el resultado fue un giro de 180 grados en el
clima ideológico y político que, al igual que había ocurrido en el periodo anterior, afectó tanto a los partidos conservadores (que llevaron la voz cantante en ese giro, como los socialdemócratas la habían llevado en la etapa precedente) como a los de signo progresista.
Una de las consecuencias más negativas del cambio de clima es que el pleno empleo dejó de considerarse como un objetivo político a perseguir. Además, los salarios y los niveles de protección social relativamente altos de que disfrutaban los trabajadores europeos -que antes formaban parte esencial del modelo- empezaron a ser considerados como una amenaza al funcionamiento del sistema en una economía globalizada: un mensaje que sigue conservando toda su fuerza en nuestros días.
¿Es tan extraño que ante este nuevo clima una parte importante de los votantes reaccionara dejándose llevar por el pesimismo? ¿Y que esas reacciones se hayan agravado cuando los electores han empezado a percibir que el marco político en que el antiguo sistema había sido concebido y desarrollado -el Estado nacional- se ve superado por el efecto conjunto de la internacionalización de la economía, las migraciones masivas y el proceso de integración europea?
Tal vez los políticos, si de veras están preocupados por la creciente distancia que se percibe entre los ciudadanos y la política, debieran empezar a mirar con un poco más de respeto las inquietudes de sus electores y, de paso, las políticas de los años dorados que éstos tanto añoran. Afortunadamente, y a pesar suyo, algunas ideas de los 60 se las han arreglado para sobrevivir a la debacle de los 80: un keynesianismo a escala mundial aparece, cada vez más, como el único remedio a los problemas de una economía globalizada; y los fallos del suministro eléctrico en algunas áreas del mundo desarrollado o el fracaso de las políticas de privatización y liberalización de las telecomunicaciones en eliminar los casos de posición dominante, están empezando a reconquistar el perdido prestigio de la empresa pública, o de la noción de servicio público y del papel del Estado u otras instancias políticas como reguladores necesarios del capitalismo y de la economía de mercado.
Sólo nos falta redescubrir el valor central que tiene el trabajo humano, su cantidad y su calidad, en el proceso económico (y sacar las consecuencias) y habremos encontrado el camino de vuelta al paraíso perdido.
Mario Trinidad es ex diputado socialista y escritor.
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