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Columna
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La contemplación viva

No estaría de más recordar que la poesía de Eugénio de Andrade no tiene nada que ver con la de Pessoa. En la hora de su muerte lo digo a propósito para recordar que con una asombrosa sencillez, no exenta de complejas irisaciones y palpitaciones, De Andrade ha sabido salir del callejón sin salida de una influencia fuerte como la de ese poeta grande que a todos nos llena la boca cuando queremos admirar la invención poética más absoluta. Y no ha debido de ser fácil para él (y para otros poetas portugueses de su época y más jóvenes) escapar a esa irradiación que parecía garantizar una cierta, aunque modesta, supervivencia: a la sombra de Pessoa, epígono de él, cualquier cosa semejante. Nada de nada. Eugénio de Andrade ha construido un edificio propio con materiales propios, fiel siempre a una cierta discreción, como si pretendiera que su palabra pasara desapercibida y al mismo tiempo fijara la atención de la manera más cuidadosa y silenciosa posible. Frente a las exuberancias pessoanas y a sus abismos existenciales, un recordatorio de que existir puede consistir también en atender a los requerimientos de la vida y todas sus manifestaciones para dejar constancia de una perplejidad irremediable ante ella, pero también de una admiración sin límites ante sus dones.

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Como todos los poetas contemplativos, De Andrade obliga a pensar en una existencia quieta que no necesita más que la mirada para construirse y construir el mundo. La poesía lírica trata siempre de eso: una identidad se hace a la medida que el mundo se descubre, y se descubre precisamente desde esa capacidad perceptiva singular que revela lo que es y existe más allá de las evidencias más triviales. Por eso en los poemas de Andrade vemos cómo las cosas más sencillas pasan una y otra vez por su retina y se convierten en realidades máximas, de una grandeza superior, pero sujetas a su mínima condición de aves pasajeras, hojas que se desprenden, vientos que arrecian o estrellas que fulgen como cálidas hogueras. Esas menudencias que construyen la monotonía de cualquier atenta existencia adquieren, gracias a la decisión poderosa del contemplador, un grosor simbólico en el que queda apresada la vida humana como una aventura condenada a ser dos cosas al mismo tiempo: grandeza certificadora y constativa -el mundo es, las cosas existen, la belleza no es un sueño, el paraíso hasta puede estar aquí, no allá lejos- y confirmación abatida y melancólica -nada permanece, todo huye, nosotros también dejaremos de existir-.

Sin embargo, ni la alegría en su caso es aparatosa ni sus tristezas son abismales. Las fulgencias de la existencia requieren un ánimo tranquilo y absorbente, pero no atronador ni exuberante (Whitman, por ejemplo); al mismo tiempo, los abatimientos, despedidas y tristezas también exigen un cierto comedimiento, un saber estar ante la fatalidad irremediable. La mezcla de esas dos actitudes determina el tono sosegado, comedido, equilibrado de su poesía y al mismo tiempo le dota de un intensidad lírica abrumadora, como si en la quietud contemplativa radicara la más profunda de las apuestas para comprender la vida. ¿Es así? ¿Realmente la poesía contemplativa es capaz de tal logro? Abrimos un volumen cualquiera -pongamos, La sal de la lengua- y observamos con cierto dolor fragilidad, cuadros breves, atenciones minuciosas, persecuciones de lo que huye y nos asombra. ¿Se quedará? ¿Permanecerá? No, no lo hará, nada permanece, pero la poesía apuesta tenazmente por que así sea, en una especie de loca ambición que nunca tendrá fin. Pues si así fuera, si decayera vilmente esa ambición, la poesía, como arte sumo de la palabra, no tendría razón de ser. En Eugénio de Andrade -con el que tuve un frágil contacto, alguna carta que buscaré y leeré ahora mismo- esa ambición permanece y gracias a ella su poesía brilla con autenticidad en la hora de su muerte y nos acompañará hasta nuestro fatal adiós.

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