El gran amor del profesor Arribas
Se fijó en ella antes de reconocerla, porque la verdad es que seguía estando buenísima. A él, por lo menos, siempre le había parecido una mujer irresistible. Por eso, sus ojos la seleccionaron sin consultarle entre los centenares, tal vez miles de mujeres con los que se cruzó aquella mañana de domingo, la última de la Feria del Libro del Retiro. Entonces, mientras le daba la espalda, no era más que eso, un capricho de sus ojos, pero se giró de pronto, llamó al librero con la mano, le ofreció su perfil y él volvió a contemplar en aquel rostro las tormentas de su adolescencia, sus triunfos, sus derrotas, la cualidad aérea de los besos que levantan los pies del suelo, la humillación ardiente de las lágrimas de rabia que no se ahogan por más que aplaste la cara contra la almohada quien ha sido condenado a padecerlas. Luego había amado a otras mujeres, no a muchas, pero a algunas mucho más que a ella, y sin embargo, al ver a Marina, Manolo Arribas, físico, catedrático de instituto, treinta y nueve años, divorciado, razonablemente conforme con su vida, sintió un desorden profundo y luminoso, y tenebroso, y puro, y turbio, y dulce, y ácido, imposible. Y pensó en acercarse, rechazó esa idea, volvió a acariciarla, siguió mirándola, tan dorada, tan guapa, tan crujiente como si no hubieran pasado veinte años, y entonces, mientras trataba sólo de ganar tiempo, advirtió con el rabillo del ojo, un residuo de atención marginal, casi superfluo, la clase de libro que ella había escogido, el libro que acababa de pagar y que le estaba siendo dedicado en aquel momento. No puede ser, se dijo, no puede ser Pero era. Antes muerta que sencilla o un manual de seducción para mujeres posmodernas. El autor, un calvo vestido con un traje blanco, una camiseta rosa, un pin de Mickey Mouse en la solapa y pluma como para salir volando, la besó en la mano con mucha ceremonia antes de despedirse.
Manolo Arribas se rehízo sin muchas dificultades. Marina caminaba entre las casetas con unos vaqueros ceñidos y una camiseta blanca, igual que la había visto, igual que la había recordado muchas veces. Seguía moviéndose con una gracia innata, la elástica elegancia de una gata mimosa y mimada, redondeada, astuta. La había querido tanto, la había deseado tanto, la había odiado tanto, la había llorado tanto, la había echado tanto de menos, había sido tanto, tanto, tanto para él, que no iba a desanimarse por un libro ridículo que quizá ella ni siquiera pensaba leer, que tal vez había comprado para su hermana, para una amiga. Le importaba más mirarla, reconocer su nuca, su manera de andar, su ropa, sus gestos. Cuando se detuvo en otra caseta, se atrevió a acercarse un poco más, a integrarse en el aire que la rodeaba, y no habría necesitado estirar del todo el brazo para tocarla, ya podía respirarla, olerla, quizá lo habría hecho si no hubiera escuchado su voz.
-Oye, por favor -su voz, su voz, su voz, sácame a bailar, Manolo, creía que ibas a besarme, Manolo, me gustas mucho, Manolo, déjame en paz, Manolo, te voy a dejar, Manolo, me he enamorado de tu amigo Miguel Ángel, Manolo-. Libros de ésos, así, de los Templarios y del lío de Jesucristo con la Magdalena, o de los escándalos de los papas ¿Sólo tenéis éstos?
La electricidad que ella sabía transmitirle entonces era distinta, pero lo que sintió Manolo Arribas en aquel momento fue electricidad, una descarga de alta tensión como poco, tan intensa que retrocedió varios metros sin darse ni cuenta, y luego empezó a sudar, y tuvo frío. Después se tranquilizó, se quedó pensando, se dijo que al menos contaba con esa ventaja sobre ella. Y su vida pasó ante sus ojos en un instante, imágenes fragmentarias de su biografía real y de otra posible, la que tal vez habría vivido si ella no le hubiera abandonado a tiempo.
La tercera vez que se detuvo ante una caseta fue para formar cola delante de uno de esos sinvergüenzas que dicen que la Guerra Civil empezó en 1934. Entonces volvió a acercarse a ella con un propósito distinto, metodológico, casi científico. Quería celebrar su propia memoria, felicitarse por haberla perdido, pero puso mucho cuidado en guardar una distancia razonable porque no quería tocarla, ni rozarla siquiera.
-¿Para quién es? -preguntó el sicario.
-Para mí -contestó ella, te voy a dejar, Manolo, qué bien, pero qué bien hiciste, Marina-. Me interesa mucho lo que escribes, te admiro mucho, en fin
Y el profesor Arribas sonrió.
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