Unanimismo democrático
El credo democrático actual -mitificación de las libertades, sacralización de los derechos humanos, exaltación del liberalismo humanitario y consenso blando- ocupa la posición central del pensamiento único que señorea el paisaje ideológico y político de nuestra contemporaneidad. Lo que si por una parte representa una opción altamente positiva, por otra lleva, como todas las convergencias de fachada, a la banalización falsificadora de los valores que proclama. Máxime en el caso de la democracia, que no es un compendio de disfrutes y permisividades, sino un ejercicio de excelencia que implica un compromiso exigente. En cualquier caso, la retórica del pensamiento único se ha convertido en una pócima que todo lo cura. No es de extrañar, pues, que Bush haya descubierto las ventajas que podía tener su adopción y que haya poblado su panoplia doctrinal de referencias democráticas. Eso sí, sin renunciar a la política de los neocons en ningún campo: medio ambiente, donde se persiste en el rechazo a controlar la polución atmosférica y a suscribir el Convenio de Kioto, a la par que continúa la explotación aniquiladora del Ártico, y la connivencia en la deforestación del Amazonas, etcétera; acción exterior con la confirmación del unilateralismo, incluida la cultura donde la oposición de estos días al Convenio sobre la diversidad cultural de la Unesco es una prueba más de que no ha cejado en sus propósitos; política internacional con la nunca cancelada declaración de guerra permanente y universal al eje del mal. Bush no ha modificado en un ápice su política, pero con un cinismo oportunista que los otros Estados toleran y algunos incluso celebran ha iniciado una operación de relaciones públicas en la que se presenta como defensor de los derechos humanos, a la vez que instala Guantánamo y convierte la tortura en un dispositivo más del Ejército norteamericano. Mediante la incorporación a su Gobierno y a las grandes organizaciones económicas internacionales, esenciales en su montaje táctico, de personalidades de presunta moderación que él piensa poder controlar, Bush ha intentado dar un perfil más aceptable a su política. Los dos casos más significativos han sido Rodrigo Rato a la cabeza del FMI y Pascal Lamy a la de la OMC. Pero con todo el efecto perverso más inaceptable de la omnipotencia del pensamiento único es que sólo tolera que se emprendan acciones inocuas. Un ejemplo de estos días es la Declaración de Granada sobre la Globalización en lo que un importante grupo de filósofos, con Habermas a la cabeza, nos proponen un censo de todas las descalificaciones al uso sobre los procesos mundializadores que son ya de curso común entre quienes no militan en el oscurantismo. Pero al omitir decirnos quiénes son sus autores y quiénes sus beneficiarios, la Declaración pierde todo su mordiente y renuncia a su posible condición de arma de combate.
El primado de la responsabilidad solidaria y el imperativo de la acción humanitaria, componentes esenciales también del pensamiento único, ganados por la voluntad de ser útiles, se incorporan a la lógica de la productividad desembocando en lo que Pierre Bourdieu ha llamado el mercado mundial de la solidaridad. Sus actores más determinantes, fundaciones y grandes ONG, han operado una OPA exhaustiva sobre los verdaderos actores de base que son las ONG locales, empujándolas a federarse para poder presentar proyectos colectivos sobre temáticas responsables y de resultados inmediatos. Lo que se ha traducido en la reconversión de los movimientos contestatarios en acciones pragmáticas confirmadoras del statu quo, como las lanzadas por la Fundación Ford, a través del Environment Defense Fund, alentando la negociación de los ecologistas con los industriales, en la que ya se sabe quiénes se llevan el gato al agua. Sobre esta problemática, Yves Dezalay y Brian Garth, en su libro Global Prescriptions (Univ. of Michigan Press, 2002), nos aportan argumentos y datos para escapar a ese destino impuesto de recuperación.
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