La poderosa expresión de Lucian Freud
El Museo Correr recorre el trabajo del artista a través de 92 pinturas, que incluyen tres recientes
Lucian Freud (Berlín, 1922) se niega a pintar lo que ve. Su obsesión consiste en pintar lo que "es". Y acumula sobre el lienzo fangales de óleo durante meses, años a veces, hasta que de la tela emerge una vida auténtica. Se le considera el pintor vivo más cotizado y su aversión a la publicidad, junto a la calidad de su biografía (nieto de Sigmund Freud, marinero frustrado, golfo legendario del Soho londinense, gran amigo de Francis Bacon, múltiples mujeres y 28 hijos entre reconocidos, no reconocidos e ignorados), hacen de él un personaje envuelto en mitos.
El Museo Correr de Venecia alberga, desde mañana y hasta el 30 de octubre, una gran exposición de la obra de Freud, que incluye las últimas piezas, entre ellas el retrato de la reina Isabel II, expuesto por primera vez; el del general Andrew Parker Bowles, ex marido de la actual esposa del príncipe Carlos, y el autorretrato con una "admiradora desnuda".
"El pintor se concentra en la realidad, en lo que deberíamos ver", declara William Feaver
Entre los retratos figuran los de Isabel II y del ex marido de Camilla Parker Bowles
Son en total 92 obras que permiten recorrer toda una vida de trabajo cuyo primer reconocimiento internacional se produjo precisamente en Venecia. En la Bienal veneciana de 1954, el Reino Unido presentó tres "jóvenes artistas": dos relativamente curtidos, Francis Bacon y Ben Nicholson, y un casi novato, Lucian Freud. Por entonces, Freud mostraba aún, pese a su estricto realismo, fuertes influencias de Giacometti y Picasso (a quien conoció personalmente en 1947), y utilizaba pinceles de pelo de marta. Eran pinceles que le permitían regocijarse en los detalles, como las ventanas reflejadas en las pupilas de Retrato de una chica (la chica era su primera esposa, Kitty Epstein), y en plasmar con exactitud los frutos de su minuciosa observación.
La obsesión por observar y comprender le provocaba terribles dolores de cabeza, le impedía trabajar sentado (desde hace cuatro décadas pinta de pie) y amargaba, como sigue amargando hoy, a sus modelos, a los que somete a jornadas de ocho horas diarias durante semanas o meses ininterrumpidos.
William Feaver, un inglés tímido y desgarbado, amigo del artista y director de la exposición del Correr, define a Freud como "un pintor de expresión poderosa que se concentra en la realidad, en lo que deberíamos ver, y no en lo que vemos". Freud se empeña en captar y plasmar lo más auténtico de sus modelos y el resultado son figuras de carne mórbida, tocadas por una luz pálida y delicada y contempladas desde perspectivas académicamente imposibles. Es el resultado de la exploración que inició a finales de los cincuenta, armado con drásticos pinceles de pelo de cerda que le permiten infinitos trazos gruesos e infinitas correcciones.
Sus modelos suelen ser amigos y familiares. La niña curvada en el suelo, hostil y fatigada, de Interior grande se convirtió, años después, en la madre de otras dos pequeñas modelos, Frances y Alice Costelloe. La Rose Boyt de Retrato de Rose fue 20 años más tarde la figura central del desasosegante retrato de La familia Pearce, elaborado con tal lentitud que hubo que corregir las posiciones para hacer sitio a un niño nuevo nacido entretanto. "No es un ermitaño, ve con frecuencia a su gente y mantiene una cierta fidelidad en las relaciones", explica Feaver.
Su gente es muy variada y, pese a todos los esfuerzos de los críticos aficionados al psicoanálisis, no incluye al célebre abuelo, a quien conoció por poco tiempo y al que recuerda como "un señor comprensivo y muy divertido". Lucian Freud no ha leído la obra de Sigmund Freud. Según contó una vez él mismo, sólo leyó el libro sobre Manía y humor, en busca de chistes. Lucian fue hijo de Ernst, hijo menor de Sigmund, arquitecto afincado en Berlín, y emigró con su familia a Londres en 1933 para escapar del nazismo. No hubo escuela que le resistiera y tras una breve temporada en la remota East Anglian School of Painting se alistó, en 1941, en la Marina de guerra. Sólo soportó el primer viaje al mar del Norte, no por miedo a los buques enemigos, sino a sus propios compañeros. Volvió a Londres, pasó seis meses en París y la isla griega de Poros al concluir la guerra y en 1947 conoció a Francis Bacon, que fue su amigo, su principal influencia, su compañero de correrías y su modelo ocasional.
Freud no quería que el primer retrato que le hizo a Bacon fuera recuperado para la exposición del Correr. Lo recordaba como un fracaso y prefería el segundo, inacabado porque el modelo se largó sin avisar y desapareció una temporada. El cuadro había permanecido en una residencia privada y William Feaver lo fotografió y se lo mostró al pintor. Freud examinó las imágenes, caviló durante un tiempo y finalmente accedió a que fuera expuesto en Venecia.
En 1947 conoció también a Picasso y colaboró brevemente con él. De pocos años después, 1953, es una obra extraña y de historia sugestiva. Se llama Bananas y muestra unos racimos de bananas trabajados con la habitual minuciosidad: son bananas platónicas. Esas bananas crecían en el jardín de Goldeneye, la finca del ex agente secreto británico Ian Fleming, que escribía en aquel momento, mientras alojaba a Freud (ambos se cayeron mal siempre, sólo les unía Ann, la esposa de Fleming), su primera novela, llamada Casino Royale, protagonizada por un agente con licencia para matar de nombre James Bond.
La mayor parte de lo que se expone en Venecia ya estaba incluido en la gran retrospectiva organizada en 2002 por la Tate de Londres, que pasó luego por la Fundación La Caixa de Barcelona y el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles. El máximo interés se concentra en las tres grandes novedades: Retrato de la reina Isabel II, El brigadier y El pintor sorprendido por una admiradora desnuda.
El retrato de Isabel II es el único en que Elizabeth Windsor es mostrada como una mujer anciana, afectada por un larguísimo reinado y por los abundantes desastres de su familia. Se trata de una pieza minúscula, que hubo que ampliar dos centímetros para que cupiera la corona. Nadie diría, mirando a poca distancia, que los montones de pasta de los que emerge el rostro costaron años de trabajo y largas sesiones de pose; hay que alejarse un poco para percibir la grandeza del resultado: las mejillas que cuelgan, la mirada apagada, los labios crispados de la primera funcionaria del reino. El retrato fue considerado insultante por buena parte de la opinión pública británica, pero figura en la colección personal de Isabel II y, por una vez, ha sido prestado a un museo.
El brigadier es el general Andrew Parker Bowles, compañero de Freud en las cabalgadas matutinas por Hyde Park (el pintor sigue montando sin silla a los 82 años) y protagonista de la más sonada historia de cuernos del siglo XX. El general luce todas sus medallas, calza botas impecablemente lustradas y con espuelas, cruza las piernas con elegancia sobre una butaca. Pero la guerrera está abierta, el cuello, desabotonado, y el abdomen abulta bajo la camisa.
Y la mirada lo dice todo. Se trata de un óleo de gran tamaño que, sin embargo, encierra la intimidad de una miniatura. Si por el retrato de la modelo Kate Moss embarazada, y piezas similares, se pagan cinco o seis millones de euros, resulta imposible calcular cuánto podría pagarse por una obra maestra como El brigadier. El pintor sorprendido por una admiradora desnuda viene a suponer el resumen final de la obra de Freud.
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