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Columna
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El miedo a la normalidad sin ETA

Al final de la excelente película carcelaria Cadena perpetua, protagonizada por Tim Robbins y Morgan Freeman, uno de los presos más veteranos es puesto en libertad tras haber pasado toda una vida en prisión. Pero el viejo interno ha pasado demasiado tiempo entre rejas para ser capaz de disfrutar de su libertad y, muy poco después de pisar la calle, se quita la vida colgándose del techo. Estaba institucionalizado, su existencia había sido reprogramada al ser encerrado y sólo conocía la vida dentro de la prisión, entre barrotes y paredes. Era incapaz de vivir fuera de ellas.

Siempre que se intensifican los rumores sobre la posibilidad de un proceso de negociación entre el Gobierno y el grupo terrorista se desatan los demonios del final de ETA. La sociedad vasca y la política española están institucionalizadas también, prisioneras de la existencia misma de ETA, tan acostumbradas a su venenosa presencia que, inevitablemente, la perspectiva de que el día de la desaparición de ETA pueda estar cerca genera una estampida de pánico y vértigo. ¿Qué vamos a hacer sin ETA? ¿Cómo se atreven a intentarlo?

La posible ausencia de ETA nos obliga a todos a re-situarnos en una realidad desconocida
Como estamos comprobando ya estos días, las voces de los muertos asustan a muchos

Que el fin de ETA esté de hecho más cerca o más lejos no podemos saberlo en realidad. Nada podemos hacer nosotros más que desearlo fervientemente y observar críticamente los pasos de unos y de otros. Ya nos ocurrió en septiembre de 1998, cuando ETA declaró una tregua. Sin darnos cuenta, habíamos salido de los barrotes y estábamos caminando bajo un nuevo sol. Así lo creímos -hoy lo sabemos- ingenuamente.

La ausencia de ETA incomoda a muchos políticos en su fuero más interno porque nos obliga a todos a re-situarnos en una realidad desconocida. Se acaba la coartada de ETA para articular y explicar las posiciones políticas de cada cual, y obliga a todos a mirarse en el espejo de la normalidad, un espejo que depara desagradables sorpresas para algunos. Cuando hablamos de normalización política -una de esas palabras que forman parte del lexicon vasco- no nos damos cuenta de que su consecución implica que el debate político ya no podría disfrazarse con noble capa y justiciera espada, ni recurrir al tono agónico que nos impone la existencia del drama del terrorismo. La normalidad devolvería a los diferentes proyectos políticos que se nos ofrecen a los vascos al ámbito de la pequeñez y de la relatividad, reduciendo las diferencias entre unos y otros al simple mercadeo de las ideas y a la descarnada aritmética de los procesos electorales. Normalidad, sucia y pequeña normalidad, como ha podido comprobar el PNV en la elección del presidente de a Cámara vasca.

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La presencia de ETA ha servido de coartada en la acción política de unos y de otros. Unos blandían la existencia de ETA como motivo último y definitivo para justificar la necesidad de actuar sobre las denominadas raíces políticas que supuestamente yacían bajo los charcos de sangre de los asesinados. Pero otros, por el contrario, se escudaban detrás de la coletilla de "no ceder al chantaje de los terroristas" para justificar el bloqueo permanente de algunos muy necesarios debates sobre la articulación de España o el marco de relaciones entre el Estado y la autonomía vasca. Como en la Europa que amaneció triste y desolada tras el "no" de Francia y Holanda a la Constitución Europea, los líderes políticos tendrían que volver a empezar la ingrata tarea de conquistar a unos electores ya cansados.

Hay un elemento de esa normalidad del día después del final de ETA que es el que en realidad inquieta a muchos, a veces de manera subconsciente, que saben que nunca será normal una sociedad en la que se oyen aún las voces de los muertos. Como estamos comprobando ya estos días, sus voces asustan a muchos, y nadie sabe qué hacer con el mensaje que nos transmiten desde su injusto y definitivo exilio en algún otro lugar. Los últimos días de la bestia desatarán los demonios de la batalla por la memoria de las víctimas y la traducción de sus palabras.

Sabido es que la historia la suelen escribir los vencedores. Esperemos que la sociedad vasca sepa ser justa y generosa, y escriba la historia desde la perspectiva de las víctimas, como exigía Walter Benjamín; una perspectiva que requerirá varias manos y un coro de intérpretes de las voces de los muertos, como en las tragedias griegas. Pero la memoria discurre también por cauces individuales. Y esos días en los que en Euskadi brillará por fin una luz distinta serán los días en que, en el domingo más tonto e inesperado, un niño que comienza a razonar pregunte: "¿Y tú, papá, ibas a las manifestaciones? ¿Ama, y tú lloraste cuando mataron a...?". Y entonces también, el espejo de la Euskadi normal se teñirá de rojo.

Esté o no cerca el final de ETA, la sociedad vasca y española se sumergen poco a poco en los demonios del final de la oscuridad, y crecen la división y el enfrentamiento. En este complicado contexto, no será fácil que el gobierno (el vasco y el español) cumpla con su primera tarea, perseguir a los terroristas con el Estado de derecho. Será aún más complicado que pueda también cumplir con otra importante misión, tratar de poner el punto final a la historia de ETA sin perder en los principios ni precipitar resultados no deseados. Y sobre todo, si algún día el Estado de derecho ha cumplido con su tarea y el gobierno proclamó el final de la historia, entonces empieza lo más difícil, y ahí entramos nosotros: escribir el pasado y caminar hacia un nuevo futuro. Ese día, espero, romperemos los barrotes y caminaremos de manera diferente (ligeramente elevados del suelo, como dijo Bernardo Atxaga), y podremos mirar al horizonte, y allí leer los más de 1.000 nombres de la tragedia vasca. Espero.

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