Noticias damascenas
Nada recrea mejor el espejismo de que ni el tiempo ni su caballería nos han pasado por encima como sentarse en la terraza escalonada del café El Nawfara, junto a la mezquita de los Omeyas, en Damasco, y sumergirse en otra medida del vivir. Hacía tres años que no recuperaba el tintineo de tazas de té y café al ser depositadas sobre diminutas mesas; la generosidad del azúcar y el aroma picante de los narguiles de manzana y de aquellos otros, más fuertes, de tabaco iraní, que suelen reservarse los habituales -ellos, también, sin tiempo- que ocupan los mejores asientos, afrisonados contra la pared, y que controlan las mejores vistas.
Damasco puede parecer una ciudad destartalada, y seguramente lo es, polvorienta y a la vez inmarchitable, con sus ruidos y sus voces, sus calles gremiales y sus reductos secretos. Inauguré esta mi última (por ahora) estancia en la ciudad participando en un insólito festín con cochinillo que ofrecían unos amigos en Bab Sharki, un restaurante de barrio situado a pocos metros de una mezquita, en el barrio cristiano de la Damasco tradicionalmente tolerante con las religiones. Pocos días después me añadí a la caravana de invitados del canciller alemán, un tipo acogedor y simpático que nos condujo a la propia y vera orilla de los Altos del Golán anexionados por Israel, y luego a disfrutar de las delicias de un merendero con emparrado y las mejores vistas que puedan obtenerse de los Altos; brindamos mucho, y yo, al menos, lo hice por la recuperación del territorio. Ya que todos los mandatos de la ONU deberían ser cumplidos.
Pero regreso al cafetín, que al anochecer cambia de parroquianos, disminuyen los turistas y una riada de jóvenes sortea los amenos obstáculos: mesitas de otros cafés, alfombras cargadas de mercaderías, vendedores de agua y de frutas. Para mi asombro, escucho mucho castellano bastante fluido, y cuando pienso que tal vez me encuentro entre compatriotas que han perdido algo del uso resulta que se trata exactamente de lo contrario: el castellano es una lengua en alza entre la población juvenil. Ah, sí. Y eso me conduce a hablarles de la labor que Antonio Gil de Carrasco está desarrollando en el Instituto Cervantes. Soy testimonio de que, hace tres años, la última vez que estuve en Damasco, nuestro centro de español languidecía o, al menos, no florecía a pesar del aroma a azahar que brotaba de su entonces descuidado pequeño jardín. Ahora, en cambio, hay tanta demanda de estudiantes que quieren aprender nuestra lengua, que el edificio se ha quedado chico, y pronto contarán con nuevas instalaciones más dignas de representarnos y de acoger a quienes nos honran con su atención.
En el callejón del Nawfara, al que se va a parar después de haber atravesado los restos del templo de Hércules y la plaza con sus fuentes y los muros cubiertos con tapices que tienden desde sus terrazas los mercaderes de esta parte del zoco otomano; después de haber penetrado en los secretos del callejón del oro o del callejón de los tejidos; tras desafiar la vertical bajando los resbaladizos peldaños de mármol Después de todo ello, te sientas en el Nawfara y acabarás hallando quien te hable en castellano. No con las frases hechas del cazador de turistas, sino con la culta y vacilante parla del admirador de la cultura española, con la amable civilización del anfitrión que te da la bienvenida.
No se me ocurre mejor forma para contribuir a la alianza entre civilizaciones que estimular esta labor, aumentar las becas para estudiantes e, incluso, crear algo parecido a las Erasmus, que faciliten a muchachos y muchachas árabes su acercamiento a lo que fue Al Andalus, en su versión actual. Gastar dinero en China y Japón y otros necesarios enclaves del Cervantes está muy bien, pero me parece que nuestra gran abuela Siria merece un trato preferencial.
No, parece que el tiempo no haya pasado por encima de quien se sienta a escuchar conversas Salvo por el detalle de que se escucha el castellano alrededor, con sorprendente frecuencia: "Sea usted bienvenida, amiga". Gracias.
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