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El descrédito del progresismo

Durante los últimos años parece haberse desatado una campaña de descrédito de todo aquello que huele o suena a progresismo. Con el evidente amparo del creciente auge de todo tipo de fundamentalismos e integrismos, tanto políticos como religiosos, a diario se escuchan y leen comentarios con un único denominador común: la crítica e incluso la desautorización no ya de la caricatura más burda de todo cuanto suena más o menos a progre, sino del progresismo en su totalidad. En España hemos tenido un buen número de ejemplos de todo ello como mínimo durante los últimos 10 años, en especial a cargo de una muy amplia representación de los dirigentes políticos del PP y de la jerarquía católica, siempre con el solícito y amplificador apoyo coordinado de su siempre bien engrasada y nutrida nómina de propagandistas. En Cataluña el fenómeno parece haberse intensificado desde hace un año y medio, coincidiendo con la llegada del tripartito de la izquierda catalanista al Gobierno de la Generalitat, y ha llegado a adquirir insospechados niveles de acritud y beligerancia durante las últimas semanas, al parecer a rebufo de las tesis expuestas por el nuevo papa Benedicto XVI tanto antes como después de su reciente elección.

El progresismo es, para muchos, la causa de todos los males que aquejan al mundo, y en especial a España

En el descrédito del progresismo coinciden no sólo importantes dirigentes políticos y religiosos e ideólogos y comentaristas de muy clara y manifiesta significación conservadora, cuando no ya, en ocasiones, inequívocamente reaccionaria, sino también un buen número de escritores, articulistas, contertulios y opinadores que se autoproclaman liberales. Para todos ellos el progresismo es un mal en sí mismo y a la vez es la causa de casi todos los males que aquejan al mundo de hoy, de un modo muy especial en España. Con un lenguaje casi siempre muy simple y burdo, casi de caricatura de trazo grueso y a menudo con tintes demagógicos, se empeñan en propagar que el progresismo político, artístico e intelectual no sólo ha fracasado por completo, sino que es también el principal responsable de todo cuanto de malo hay en el mundo actual. En esta apabullante y cada vez más insistente campaña de descrédito del progresismo se mezclan torticeramente toda clase de argumentos, desde la crítica despiadada a la gauche divine de los últimos tiempos del franquismo y los inicios de la transición -hecha casi siempre desde el despecho y la ignorancia, en ocasiones con descripciones grotescas que en nada se asemejan a la realidad- hasta la pura y simple descalificación global de todos los valores propios del progresismo -y ahí se mezclan groseramente tanto la renovación pedagógica como el laicismo, pasando por la liberación sexual y los derechos de los homosexuales a casarse y a adoptar hijos en igualdad de condiciones con los heterosexuales- para llegar finalmente al descrédito del progresismo en su conjunto.

Los críticos del progresismo desde posiciones conservadoras y reaccionarias no hacen nada nuevo en lo que siempre han sido sus posiciones ideológicas, puesto que el progresismo político y cultural fue, es y será siempre su claro adversario. El progresismo es hijo directo de la Ilustración, y por tanto de los valores supremos de la Revolución francesa, que para conservadores y reaccionarios de toda clase siempre ha sido la bicha, el colmo de todos los males. Por tanto, en nada deben sorprender estas críticas. Sorprende mucho más que a menudo coincidan con sus argumentos personas que se proclaman liberales, ya que el progresismo es hijo del liberalismo, mientras que éste fue anatematizado y demonizado desde el conservadurismo y la reacción política y religiosa.

Lo más escandaloso de esta intensa y renovada campaña de descrédito del progresismo, hecha desde posiciones ideológicas aparentemente distintas y distantes, es que se pretende responsabilizar al progresismo en su conjunto de todos los indiscutibles males causados por el totalitarismo comunista en todo el mundo durante casi todo un siglo, mientras se quiere hacer abstracción de los también innegables males causados por el conservadurismo político y religioso como mínimo durante los últimos 20 siglos. Quienes abominan del relativismo moral -que en definitiva no es nada más que el reconocimiento del derecho al libre albedrío y de la supremacía relativa de la propia conciencia personal frente a la obligación permanente de la obediencia ciega a dogmas y valores impuestos- deberían tener al menos la dignidad intelectual y moral de reconocer públicamente que durante los últimos 20 siglos la humanidad entera ha padecido toda suerte de horrores, crímenes, atrocidades y barbaridades cometidas precisamente en nombre de los valores supremos desde los que ellos atacan al progresismo.

Por poner un ejemplo de actualidad, curiosamente casi todos los que reivindican ahora el derecho a la objeción de conciencia para que los jueces o ediles que lo consideren pertinente puedan negarse a levantar acta del enlace matrimonial de dos personas del mismo sexo, al parecer no encontraron ni una sola ley del franquismo que obligase en conciencia a ser desobedecida por ninguna autoridad. Claro está que en el franquismo no hubo jamás ni una sola ley progresista. Nada tiene de extraño que persistan en su ambición fundamentalista de querer imponer al conjunto de la sociedad su modo de pensar y actuar. Resulta sorprendente, no obstante, que coincidan con ellos algunas personas que se jactan de ser liberales, puesto que un auténtico liberal por definición es un relativista, y en definitiva es un progresista.

Jordi García-Soler es periodista.

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