Cuando más es menos
Los letreros que presentan un producto como nuevo, en promoción especial o como diferente de otros casi idénticos se han convertido en parte del paisaje del supermercado. Pero muchas veces las etiquetas no dejan ver el producto. Y lo último no tiene por qué ser lo mejor.
Hay situaciones en las que, paradójicamente, más se convierte en menos. Por ejemplo, perdidos en una ciudad desconocida, preguntamos a una persona cómo llegar a un determinado lugar. Rebosando amabilidad, ésta nos brinda todo lujo de detalles y nos indica minuciosamente el camino. Educadamente, le damos las gracias y nos vemos obligados a buscar a otra persona con un poco menos de buena voluntad que nos dé unas simples pautas que podamos asimilar. Algo parecido nos pasa cuando queremos comprar un aparato de electrónica; por ejemplo, una cámara de vídeo. Paralizados ante su asombrosa lista de prestaciones, necesitamos auxilio para encontrar las más básicas: las de grabar y reproducir. Lo mismo sucede con los productos de alimentación. Cada día surgen novedades en el sector a base de mínimos cambios de ingredientes o componentes, sabores o formatos, tamaños o texturas, que desembocan en un impresionante número de opciones que inundan las ya de por sí surtidas estanterías de los supermercados.
Se podría pensar que los fabricantes se han vuelto locos, y que, desconectados de la realidad, se han lanzado a diseñar una oferta difícil de asimilar por el consumidor. Es cierto que una oferta más variada dentro de una sección del súper (por ejemplo, la de los yogures) supone un abanico de alternativas más amplio para el ciudadano, por lo que la innovación puede parecer positiva. Sin embargo, como con tantas cosas en la vida, hay un término medio. En estos momentos, continuando con los yogures, hay más de 60 variedades de una misma marca que ocupan varios metros de la estantería del supermercado, lo que acaba provocando el efecto contrario al deseado: en lugar de ir a más, vamos a menos, y el consumidor sale perdiendo. ¿Por qué? Simplemente porque, con tal saturación de productos con funciones y características idénticas o similares, lo único que se logra es ponérselo difícil al comprador que lo único que quiere es encontrar su producto de siempre. Cada vez son más los casos en que, por error, se llega a casa con artículos que no eran los que se deseaba comprar, dado el parecido entre ellos. Del mismo modo, el estupor se instala entre los consumidores, que dudan acerca de los beneficios reales de los productos que se adquieren ("si el nuevo es mejor para el colesterol que la versión normal, ¿qué es lo que he estado haciendo durante estos años?; además, ¿serán reales sus efectos?, ¿no será un simple reclamo?").
Las empresas deberían procurar que las decisiones de los consumidores fueran lo más rápidas y sencillas posible. El grado de angustia y la sensación de desinformación de la que se siente preso un ciudadano que está pensando en adquirir un reproductor de DVD o una cámara de vídeo, por poner un ejemplo, es más elevado del que se imaginan los fabricantes. El ciudadano se siente impotente cuando compra, es incapaz de decidir por sí solo, y no le queda más remedio que ponerse en manos de un dependiente que le ametrallará con las últimas novedades de tal o cual marca y le hará creer firmemente que sería una barbaridad no llevarse tal o cual modelo, al tiempo que le convence de que el modelo que le recomendó su cuñado ya está obsoleto. Eso para comprobar al cabo de un año que, se haya escogido el que se haya escogido, ya está anticuado.
¿Por qué está sucediendo algo tan absurdo? ¿Por qué las empresas están provocando una situación que buena parte de la demanda no desea? La respuesta está en la increíble espiral de innovación en la que éstas se encuentran sumidas. Lanzar productos nuevos se ha convertido en la punta de lanza de la estrategia empresarial de las corporaciones y multinacionales. Es como una carrera armamentística. A ningún país le interesa invertir una proporción tan desorbitada de su PIB en armamento, pero de no hacerlo se quedará en una posición vulnerable. Algo parecido ocurre con los nuevos productos. Las firmas que no los lancen irán perdiendo paulatinamente cuota de mercado, acuciadas por las innovaciones de la competencia. Ésta es una situación típica de la teoría del equilibrio de Nash, el célebre matemático cuya biografía se recoge en la película Una mente maravillosa. Una situación que no interesa a nadie, pero en la que todos caen por obligación o imitación.
Parte del problema estriba en que, a menudo, las empresas confunden mejora o variedad con innovación. Imaginemos que Bach nos presentara cada una de sus variaciones Goldberg como una pieza diferente y original. O que Mozart nos presentara cada una de las declinaciones de su célebre canción infantil Ah vous dirais-je maman como una composición nueva. Les preguntaríamos que a quién están intentando engañar. Algo similar ocurre con las innovaciones en el mercado. Probablemente desesperados por innovar a cualquier precio, se le presentan al consumidor novedades que solamente constituyen pequeñas variaciones sobre un mismo tema.
Todo ello va calando en el ciudadano, y quizá uno de sus aspectos más perniciosos es la instauración de esa cultura del usar y tirar que afecta ya no solamente a los bienes materiales, sino también a las relaciones afectivas y personales, o incluso a la información, que también se ha convertido en algo efímero. Hoy todo es de usar y tirar porque todo va a renovarse pronto, muy pronto. La novedad que hoy es buena, mañana no lo será. Y ello convierte a la información en algo volátil, perecedero, exento de valor en el tiempo.
Innovar debe ser sumar, no restar. Si más es menos, es que no estamos innovando, nos estamos complicando la existencia. Innovar es ofrecer soluciones a las personas para hacer su vida más fácil, más eficiente, más rica. La vorágine a la que la dinámica competitiva está conduciendo a las empresas europeas, norteamericanas y asiáticas hace necesaria una revisión de los parámetros que la definen. Encontrar otros parámetros no será fácil, pero entretanto el consumidor debería evitar caer en el trampa de las novedades que, en realidad, apenas lo son.
Fernando Trías de Bes es profesor de Esade, conferenciante y escritor. Junto a Álex Rovira ha publicado el libro 'La buena suerte', con casi dos millones de ejemplares vendidos en el primer año y los derechos adquiridos para 34 idiomas.
El mercado de lo efímero
Hasta el año 1975 había registradas en el Reino Unido 11.000 marcas.
En 25 años, hasta el año 2000, se registraron 60.000.
Todas las combinaciones de cualquier marca de cinco letras o menos ya ha sido registrada.
En España se lanzan más de 100 nuevas marcas de perfume cada Navidad. Solamente 10 sobreviven al año siguiente.
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