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Columna
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Los cactus

Ellos saben. Ellos creen saberlo todo. Él, como no tiene más remedio, calla. Calla y aguanta. Ç?est une façon de parler. Il le sait tout, ou prèsque. Mira a su alrededor y poco a poco se adormece. Precisamente, sabe mucho. Tanto como para descolgar los auriculares de sus pabellones auditivos, aunque sigue escuchando. Aprovecha para traducir unas expresiones, y lee en el rostro de los presentes que le están tomando el pelo. Mucha burla que se encargará de transmutar en palabras amables.

Aunque eso depende. Depende del día que tenga. Puede que algún día no esté para bromas. El mundo depende de una sonrisa expresada ideológicamente mediante el lenguaje. Pero hay días. Hay días en los que se abren sus fauces y caen las babas, y eso, las babas, él no puede disimularlas tan fácilmente. Aunque para qué disimular, si en casa le está esperando el filete. Entonces sí que se le hace la boca agua, como a ellos. Benditos. Que no se le pase el beefteack.

Hasta hace poco estaba concentrado, pero la interrupción de una amable secretaria le hace pensar en otras cosas. Un cigarrillo bien saboreado, la cama que prefiere dejar deshecha porque así ella le acogerá con más amor, el mundo que va más allá de los idiomas y de las cuatro paredes, en el olor de las rosas en primavera, los mimos y los cumpleaños. Piensa en música, en ese disco que aún no ha escuchado lo suficiente, en la familia, en las citas del calendario, en la soledad rodeada de gente, sí, personas al por mayor, y vuelve a lo que se da en llamar la realidad, una embriaguez de palabras sentidas porque no puede perder el hilo, ese hilo que le comunica con la soledad nuevamente, con la soledad del mundo cuando los poderosos se reúnen, y se pregunta qué es más poderoso para él: las personas o lo que dicen esas personas.

Hasta los cactus, que tienen relaciones complicadas, parecen mejores que ellos. Acompañan, le dan a uno el verde, protegen y animan la fiesta. Tanto odio, tanto odio ellos lo absorben. Los cactus. Qué bien lucen en el desierto. Hay que agruparlos para que no se sientan solos, en el alféizar de la nevera. Conservan el agua. Emiten vibraciones. Se relacionan con otras plantas, con otras ventanas, con otros domicilios. Hasta las plantas son mejores que aquél orador que no para, que le gustaría dar un puñetazo sobre la mesa como en su mejores tiempos, que fueron los peores para otros. Aquél no es cactus ni hay rosa que le arrebole. Y para qué habrán valido tanta baba y tanta rabieta. ¡Al menos para que se canse ya, y el traductor pueda acudir a la cita con su filete al gusto! ¡Oh, ella, ella, su tierna compañera! Hoy la va a preparar sólo un poquito. La quiere cruda.

Los cactus.

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