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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Incómoda celebración

Los poderes terrenales conmemoraron ayer en Moscú el 60º aniversario de la derrota del nazismo y rindieron homenaje al decisivo papel de la Unión Soviética y sus 27 millones de muertos en la contienda. Pero en la capital rusa se han superpuesto dos realidades, como lo muestran las ausencias de dirigentes del antiguo campo soviético o la programación del viaje de Bush. El presidente estadounidense, para gran irritación de Vladímir Putin, ha emparedado su presencia en Moscú entre su visita del sábado a Letonia -donde proclamó que Rusia no debe temer verse rodeada de democracias- y la de ayer mismo, tras el desfile, a la ex república soviética de Georgia, cuyo líder prooccidental, salido de una revuelta popular hace año y medio, también ha boicoteado la celebración moscovita.

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Cita en Moscú para conmemorar la derrota del nazismo

El desencuentro sobre la liberación de 1945 tiene dos caras. Lo que para Europa occidental significó el comienzo de una etapa de libertad y bienestar sin precedentes, culminada en la UE de hoy, para numerosos países de Europa oriental, como Bush ha recordado, supuso la sustitución de la tiranía nazi por la dictadura del estalinismo, de cuyos epígonos sólo han podido desembarazarse en 1991. La disimilitud de la experiencia y las diferentes perspectivas temporales alimentan versiones distintas de la historia y explican por qué los tres países bálticos siguen exigiendo que Moscú pida perdón por una brutal ocupación de cuarenta años.

Vladímir Putin no lo ha hecho, entre otras razones porque su propio autoritarismo ahonda las diferencias de percepción entre Europa y Rusia sobre lo que supuso la suprema contienda. El inquilino del Kremlin, que se considera un demócrata, no sólo acaba de calificar el desplome de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. También viene mostrando, a través de la nostalgia de aquel poder universal desvanecido y la repetida evocación de sus mitos y símbolos, una peligrosa y acusada tendencia a hacer respetable la figura de Stalin, olvidando la adicción al asesinato industrial del padre del telón de acero.

Moscú ha utilizado el supremo sacrificio de 27 millones de rusos -más del doble que todas las víctimas juntas de Alemania y los aliados- como argumento definitivo de su superioridad moral. Pero nunca ha reconocido las iniquidades de su propio pasado, desde su colaboración con Hitler para repartirse Europa hasta la imposición de su totalitario manto de hierro sobre su parte oriental al final de la guerra. Tampoco Putin oculta hoy su evidente hostilidad hacia las revoluciones democráticas que no ha podido impedir dentro de casa, se trate de Georgia, Ucrania o más recientemente Kirgizistán.

Ese rechazo a asumir una parte fundamental del pasado, a diferencia de Alemania o incluso Japón, hace que Rusia siga en deuda con muchos de sus antiguos satélites. Y explica por qué la fiesta de Moscú, convocada para celebrar el triunfo histórico sobre uno de los rostros del mal, se ha convertido en altavoz de las críticas al papel soviético en un periodo crucial y en denuncia de la deriva antidemocrática del Kremlin.

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