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LA COLUMNA
Columna
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El nuevo estirón catalán

Josep Ramoneda

CATALUÑA QUIERE más dinero. ¿Quién no? Sería erróneo creer que las propuestas del tripartito catalán son sólo fruto de una coyuntura en la que Esquerra Republicana juega un papel determinante en las mayorías de gobierno de Cataluña y de España. Este hecho puede haber adelantado el calendario, pero Maragall ya planteó como prioridad las reformas estatutarias antes de saber con quién gobernaría. O sea que, un poco antes un poco después, estaríamos en las mismas. ¿Por qué? Porque las peticiones de Cataluña responden a un problema estructural del sistema de articulación territorial que se diseñó en el proceso constitucional. España es un Estado compuesto de piezas asimétricas. Las pulsiones internas de cada uno de sus componentes no responden ni a los mismos ritmos, ni a las mismas querencias. Quiérase o no, una conciencia nacional no es lo mismo que una conciencia regional. Y en Cataluña hay una conciencia nacional. La política es poder. Y la conciencia nacional es un instrumento de poder. A nadie debe sorprender que las élites políticas catalanas utilicen este factor para conseguir más poder, que es lo que todo gobernante quiere.

El tiempo político lo determina el sentido de la oportunidad. Los gobernantes catalanes intentan aprovechar las ventanas de oportunidad que se les ofrecen porque sus expectativas de autogobierno son, inicialmente, mayores que las demás. El PP parece hoy un muro, pero en la primera legislatura de Aznar, en que cualquier ayuda era buena para conseguir su único objetivo -durar-, no tuvo ningún empacho en entender las exigencias -moderadas, todo hay que decirlo- del Gobierno nacionalista catalán. La lógica de este sistema asimétrico hace que cíclicamente los catalanes fuercen el paso. Para que después, legítimamente, los demás busquen la manera de ponerse a su mismo nivel. Es la dinámica del Estado de las autonomías. El problema es hasta dónde podrá pagarse y podrá digerirse.

Lo que los catalanes proponen ahora es un cambio de modelo: de autonómico a federal (algunos dicen confederal). Y lo proponen como una revisión del funcionamiento del sistema 25 años después de su estreno. Veinticinco años en la acelerada época que nos ha tocado vivir son un tiempo considerable. Lo que se trataría ahora es de cuadrar un sistema para 25 años más. Un plazo de confianza, para desdramatizar los recelos de los que detrás del Estado federal ven inexorablemente los Estados independientes.

El modelo federal choca con la cultura política del país. Fuera de Cataluña cuesta asumir que el Estado son todas las instituciones, desde los Gobiernos autonómicos hasta los municipios, y no sólo el aparato central, de modo que las autonomías son vistas con la desconfianza con que se mira al contrapoder que está siempre conspirando para debilitarte. Dentro de Cataluña, el nacionalismo y sus aledaños -donde se han instalado los socialistas catalanes- tienden a razonar en términos de nación amputada -falta de Estado- y a ver al Estado español como el casero que no tiene ningunas ganas de ayudarte a arreglar la escalera o a pintar la fachada. La debilidad simbólica del Estado español acaba de completar el problema: algunos se preguntan si realmente podrá ejercer un papel integrador y cohesionador si su cuota de participación en el gasto público sigue adelgazando.

Dice el tópico que los Estados tradicionales han resultado tener unas medidas que son las que peor casan con la nueva sociedad global: que las decisiones cada vez se tomarán más arriba (Europa, instituciones supranacionales) o más abajo (regiones y municipios). Si este tópico fuera cierto estaríamos yendo en la buena dirección. Y si el compromiso de las reformas que ahora se proponen es por un ciclo generacional, lo que ocurra dentro de 25 años dependerá de cómo haya evolucionado Europa. Naturalmente, es legítimo preguntarse si esta dinámica permite funcionar mejor o no. Si lo que se trata es de clonar -tamaño reducido- al Estado en otras 17 estructuras burocráticas pesadas, avanzaremos poco. La proximidad tienen sus ventajas para resolver determinados problemas, pero genera un tipo de vínculos y complicidades que degeneran rápidamente en clientelismo. Pero ¿es posible hacer un debate sereno sobre estas cosas? Me temo que no.

Cataluña da estirones periódicamente que los demás acaban siguiendo. Ocurrió en la transición, puede volver a ocurrir ahora. Pero Cataluña es también rehén de su cultura de la queja. El hábito de buscar siempre culpables exteriores tiene algo que ver en cierta atonía de la sociedad civil y con cierto freno a su crecimiento y desarrollo. El tripartito haría bien en dar ejemplo practicando algo que se ha echado de menos en su año y medio de andadura: la autoexigencia.

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