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Reportaje:EL FIN DE LA II GUERRA MUNDIAL EN EUROPA

Los veteranos soviéticos recuerdan el horror

Las heridas de la contienda mundial hermanan a los supervivientes de la antigua URSS

Pilar Bonet

El tiempo diezma a los portadores de la memoria histórica de la II Guerra Mundial. Los ciudadanos de la Unión Soviética que hace 60 años vencieron a los invasores nazis ni siquiera comparten ya la patria común que defendieron contra los alemanes. Sin embargo, cada primavera, al llegar estas fechas, una vieja herida se reabre y les hermana en la memoria del sufrimiento vivido. Más allá de los clichés, de las controversias históricas sobre la figura de Stalin y de la política, éstos son los testimonios de algunos supervivientes de una guerra que costó millones de vidas a la URSS.

Ala Gudkova tenía 17 años y residía en Stalingrado (hoy Volgogrado) el 22 de junio de 1941. Volvía de una acampada cuando oyó la noticia por los altavoces: Hitler había invadido la URSS. Y tal como iba, con la mochila de aquella bucólica excursión de final de curso, acudió a alistarse para el frente. La mandaron a una escuela de enfermeras y, al año siguiente, cuando Stalingrado se convirtió en escenario de la batalla decisiva, la destinaron a una barcaza que trasladaba a los heridos por el río hasta Astrajan, en la desembocadura del Volga. Sorteando minas y bombardeos, el Iván Turguénev cumplió con éxito su cometido donde otros buques de más calado naufragaron. Una imagen acompaña a Gudkova hasta hoy: "En el Volga iluminado por la luna, flotaban los cadáveres. Los que tenían brazos o piernas escayoladas no flotaban normalmente. Lastrados por la escayola, se deslizaban en posturas extrañas, de costado, semihundidos en el agua, dejando tras sí una estela de gasas". Después de aquello, Ala no volvió a nadar en el río junto al cual nació, aunque sí ha regresado a esos lugares muchas veces como guía turística en excursiones dedicadas a la guerra.

A Guénrij Ribakov le gusta elogiar a Stalin cuando quiere subrayar la necesidad de orden
"En el Volga iluminado por la luna flotaban los cadáveres", cuenta la enfermera Ala Gudkova

En Stalingrado murió su padre, Piotr, comisario de un batallón. Tras la guerra, Ala se trasladó a Moscú, estudió teatro y se casó con un militar. "Tuve mucha suerte, porque en aquella época había muy pocos hombres de mi edad y además mi marido era una excelente persona". Viuda desde 1971, Gudkova cobra una pensión de casi 8.000 rublos (unos 220 euros) y reside en un amplio apartamento junto con su hija y su nieto. Asegura que vive cómodamente y que sus recursos cubren sus necesidades.

Cuando unos veteranos se enteraron de que estaba invitada al Kremlin, le pidieron que transmitiera al presidente, Vladímir Putin, su malestar, pero se negó. No sólo por una cuestión de cortesía, sino porque no comparte la insatisfacción de otros ancianos. "Jamás he vivido mejor en mi vida", asegura. "Putin es el mejor dirigente que he conocido. Joven, sano, sobrio, precavido y deportivo, ¿qué más podemos desear?". ¿Es partidaria de que Volgogrado recupere el nombre de Stalingrado? Para ella son dos ciudades diferentes. La suya, donde vivió, será siempre Stalingrado. La que visita hoy y no reconoce como suya, es Volgogrado. "A la ciudad la volverán a llamar Stalingrado, pero cuando dejen de vincularla con el nombre de Stalin. Si de mí dependiera, la llamaría Stalingrado, porque ésa era mi ciudad, pero la razón me dice que sería caro, complicado y también doloroso para los que viven allí".

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Su actitud ante Stalin es ambigua. Le llama "déspota" y condena la represión de los años treinta, "en la que murieron millones de personas", pero cree que su "mano dura" fue clave para la victoria. Cuando Stalin murió, Ala se deshizo en lágrimas. "Hoy ya no creo en Dios, pero no voy pregonando por todas partes que he perdido la fe", dice.

La odisea de Stalingrado acababa cuando Guénrij Ribakov fue llamado al frente en febrero de 1943. Tenía 17 años y prisa por irse, porque deseaba comerse cuanto antes el pollo que su madre le había metido en la mochila. Se despidió a la ligera y fue enviado al frente de Karelia como infante de marina. En los bosques y pantanos de aquella región, la guerra comenzó como un juego, que se hizo real con los primeros combates.

A diferencia de otros veteranos que dan charlas, Ribakov no se prodiga a la hora de contar sus recuerdos, impregnados de muerte. Tan sólo en los años ochenta pudo narrar su experiencia y aún hoy hay capítulos que apenas toca.

Evoca Ribakov al compañero que clavó en el suelo el cadáver de un soldado finlandés para poder arrancarle las botas. "Le dije que despojar a un muerto traía mala suerte, pero no me hizo caso. Dos semanas más tarde, le mataron calzado en aquellas mismas botas". Ribakov enterró al compañero en una fosa colectiva y 40 años después supo que su madre seguía buscándolo como desaparecido.En la densidad del bosque, la guerra tiene sus peculiaridades. Una bucólica escena, como el descanso de un grupo de soldados tras la comida, puede ser transformada en un momento en una carnicería por una bomba, sin que después apenas quede rastro del paso del hombre por la naturaleza. Herido de gravedad en la cabeza, estuvo varios meses internado en una clínica, sin reconocer a nadie.

En 1945 regresó a su hogar en Kimri, no lejos de Moscú, donde todavía reside. Sus amigos se habían convertido en inválidos y no hablaban de combates. Más tarde Ribakov se casó con una española -la niña de la guerra María Luisa Suárez-, estudió ingeniería y trabajó como profesor de dibujo técnico. Hoy cobra una pensión de cerca de 8.000 rublos, cuida de su huerto y no gusta de lucir sus medallas en los desfiles, entre otras cosas porque éstos ponen de manifiesto su creciente soledad de superviviente.

Stalin está ausente en su relato de la guerra, aunque a Ribakov, con los años, le guste elogiarlo, sobre todo cuando quiere subrayar la necesidad de orden.

"Nuestro teatro estaba de gira en Vedenó. Había una atmósfera de fiesta, la llegada de los artistas era un gran acontecimiento para los habitantes de la zona, el tiempo era magnífico, con cielos despejados y un sol esplendoroso. Nada presagiaba la tragedia que se nos venía encima. Inesperadamente se oyó el altavoz que había junto a Correos; se hizo el silencio y la gente comenzó a correr hacia allí; pronto oímos los gritos y llantos de las mujeres". Así recuerda el primer día de la guerra la chechena Zinaída Isákova, de 79 años. Nueve hombres había entre los actores de gira, que inmediatamente se alistaron como voluntarios; todos perecieron en el frente.

Las mujeres tardaron dos días en hacer el camino de regreso a Grozni, pues tuvieron que ir a pie. Allí formaron una brigada de artistas, y con ella Zinaída recorrió todo el frente del Cáucaso del Norte. "Pedíamos que nos llevaran a los lugares donde se desarrollaban los combates más duros. Ansiábamos dar ánimos a nuestros soldados, apoyarlos para que pudieran resistir en ese infierno".

Los momentos de mayor peligro los pasó en Armavir, donde se vieron bajo el bombardeo de la artillería enemiga. Allí Zinaída y dos colegas resultaron heridas. Además de cantar, bailar y organizar espectáculos, los artistas ayudaban a los soldados a escribir cartas, sobre todo a los heridos en los hospitales. "La víspera del fatídico día -el 23 de febrero de 1944, cuando por orden de Stalin desterraron a chechenos e ingushes- nos sacaron del frente. Sin sospechar nada, alcanzamos a dar conciertos en los tres hospitales de Grozni. A las dos de la madrugada los soldados de Beria, que durante meses habíamos acogido en nuestras casas, nos dijeron que teníamos 20 minutos para vestirnos. Nos encerraron en vagones para ganado y viajamos durante 18 largos días, hasta llegar a Kazajistán. Por el camino, murieron muchos y a los enfermos los soldados los tiraban de los vagones. Para nosotros, Stalin había sido como un padre. Su crimen no tiene perdón. Por eso ahora sólo puedo hablar mal de ese hombre", dice.

En 1958, Zinaída regresó a Chechenia, pero todavía le tocaría pasar por dos guerras más. "Las desataron los halcones del Kremlin", opina. Ahora vive con su sobrina en un minúsculo apartamento en Grozni. Su pensión es de 5.400 rublos (150 euros). "Es mejor que muchas, pero no me alcanza para mis medicinas", se lamenta Zinaída, que debe andar con un bastón después de haber sufrido dos fracturas de cadera. Al final de su dura vida, Zinaída recuerda con cariño los años de la guerra: "Era joven, tenía 15 años, estaba llena de energía y me sabía útil".

Guénrij Ribakov (izquierda), durante la II Guerra Mundial.
Guénrij Ribakov (izquierda), durante la II Guerra Mundial.
Zinaída Isákova (izquierda) y Ala Gudkova.
Zinaída Isákova (izquierda) y Ala Gudkova.ANATOLI MORKOVKIN

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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