A la tercera va la vencida
¿Cómo se hace para que los tres principales contendientes de una elección queden contentos con el resultado y ello no sea retórica política, sino verdad verificable?
El primer ministro neolaborista británico, Tony Blair, hizo el jueves historia alzándose con un tercer mandato para su partido, lo que no había ocurrido en un siglo largo de existencia de la izquierda oficial británica. El líder de los tories, Michael Howard, probablemente ha salido con la cabeza alta porque es el candidato de su partido -el tercero- que mejor ha resistido electoralmente a Blair, con casi 200 escaños contra los más de 350 del premier, lo que excluye la caída del partido en la irrelevancia, como algunos pronosticaban. Y, finalmente, Charles Kennedy, jefe de los liberal-demócratas, ha añadido unos 10 escaños al medio centenar que ya tenía, lo que no es la instalación del partido como tercero en discordia, para lo que habría necesitado alrededor de 100 actas, pero puede sostenerse razonablemente que se mueve en ese rumbo.
El truco para que todos ganen consiste en que el vencedor de los anteriores comicios hubiera obtenido entonces una victoria de tal magnitud -413 escaños en una cámara, hoy, de 646- de forma que un retroceso, no fatal pero sí notable, de unos 60 puestos, repartiera suficientes escaños entre los partidos a los que, sin embargo, derrotaba, como para que todos pudieran creer que habían salvado la cara.
Blair, cuyo gran mérito electoral ha sido convertir al laborismo en la izquierda del Partido Conservador y lucir rutilantemente moderno al lado de la formación a la que prorroga o suplanta, puede -como el presidente Bush en Estados Unidos- sostener, en teoría, que su política de guerra en Irak ha sido amortizada por el votante. Pese a ello, lo esencial del retroceso de su partido se atribuye a la intervención militar, y, sobre todo, hay que subrayar que un ex laborista que se presentaba por un partido de ocasión -el Respect party- que no enarbolaba otra consigna que la de condenar al premier por la invasión, ha barrido a todos los partidos establecidos. Irak ha contado, pero menos que la buena marcha de la economía, y, en especial, que Michael Howard, antaño conocido como the undertaker -empresario de pompas fúnebres- y Charles Kennedy, a los que casi nadie cree seriamente primo-ministrables.
Por ello, tan o más vencedor que Blair ha sido su segundo, Gordon Brown, canciller del Exchequer, que ha contribuido también decisivamente a contener la hemorragia. Era una contabilidad electoral largamente compartida la de que cuanto menor fuera la mayoría del primer ministro, tanto mayor sería la victoria de Brown, difícil y áspero cuando Blair es suave y deslizante como una pastilla de jabón, de una enorme competencia que rima con una soberbia aún más grande cuando el premier, siendo un profesional si cabe más completo, es de los que convencen a su interlocutor de que le está dirigiendo la palabra a su persona y sólo a su persona. Y esa reducida mayoría, aunque más que suficiente para gobernar, ejercerá una fuerte presión sobre Blair para que cumpla relativamente pronto su promesa de ceder el testigo a Brown, de forma que sea éste quien dirija el New Labour en las próximas elecciones.
La mayor paradoja es la de que el momento de mayor triunfo histórico del líder británico coincida con la época de menor aprecio ante su electorado, y que quepa afirmar que una parte sustancial de sus sufragios lo son sólo en préstamo o como anticipo, a la espera de que los herede su albacea, el escocés Gordon Brown.
Estas matizaciones a una victoria, que no por ello es menos de libro, se completan con el dato de que Tony Blair ha sido elegido primer ministro del Reino Unido con el menor porcentaje de votos -36%- de la historia de la estadística electoral en el país. Nunca menos británicos hicieron tanto por tan pocos: el jefe del New Labour.
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