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El antropólogo, de cerca y de lejos

LA GENERALITAT catalana ha concedido a Claude Lévi-Strauss el XVII Premi Internacional de Catalunya. Sin duda, el ilustre antropólogo merece tal honor. La antropología le debe una obra inmensa cuya lectura trasciende el ámbito de los especialistas, también su influencia en otras disciplinas más veteranas como la historia, o incluso la filosofía. Exceptuando a Margaret Mead y sus estudios sobre la sexualidad en poblaciones del Pacífico, tal vez no haya antropólogo tan leído; cualquier otro de los grandes del siglo, como Malinowski o Evans-Pritchard, no alcanzaron las cotas del galardonado.

Sorprende, sin embargo, que el filósofo y portavoz del jurado, Xavier Rubert de Ventós, afirmara que su pensamiento "puede servir especialmente para Cataluña". Porque bien puede preguntarse cómo estudios sobre indios brasileños, estructuras elementales del parentesco, la epistemología de la antropología, análisis pormenorizados de ciertos mitos... pueden servir "especialmente" a Cataluña. Más aún si se considera que esas investigaciones tienen la finalidad de decantar estructuras predicables de lo humano en todo tiempo y lugar. Valga el ejemplo de su análisis de los sistemas de parentesco: siendo muy variados, todos participan de la prohibición universal del incesto; que en cada uno varíen los tipos de individuos vetados para la cópula no hace sino afirmar la universalidad abstracta del veto.Ahora bien, es cierto que su etnología -o la voluntad de convertir la antropología en una ciencia estricta- se combina con un particularismo peculiar expresado en textos como Raza e historia o Raza y cultura, ambos encargos de la Unesco como contribución a la lucha contra el racismo.

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En el primero concluía con una paradoja: lo que hace fecundo el encuentro de culturas es su diferencia, pero en el curso de los intercambios culturales llega un momento en que ya no hay nada que intercambiar, las diferencias se esfuman y se instala la uniformidad cultural. Pero en el segundo pasaba de la descripción a evaluar y prescribir: a pesar de su "urgente necesidad práctica y de los elevados fines morales" que se le asigna, la lucha "contra todas las formas de discriminación" participa del "movimiento que arrastra a la humanidad hacia una civilización mundial, destructora de esos viejos particularismos en los cuales recae el honor de haber creado los valores estéticos y espirituales que dan su recompensa a la vida". Así, calificaba de "sueño" la ambición de extender "la igualdad y la fraternidad" sin comprometer por ello la "diversidad" de la humanidad. Pero si ésta no se resigna a ser "la consumidora estéril... obras bastardas, invenciones groseras y pueriles, deberá aceptar que toda creación verdadera implica una cierta sordera a la llamada de otros valores, pudiendo llegar hasta el rechazo y aun a su negación. Porque no se puede, a la vez, fundirse en el goce del otro, identificarse con él y mantenerse diferente". Dada la institución que lo invitaba y su propósito, cuestionar dos notas fundamentales del ideal ilustrado y republicano -igualdad y fraternidad- supuso un notable coraje intelectual.

Pero, más allá de la virtud de la valentía, este particularismo extremo supone varias asunciones no tan evidentes. Una de ellas es que la auténtica creación, en sentido lato, tenga como condición de posibilidad el aislamiento. Concluir que las culturas de frontera, también las mestizas, sólo son capaces de producir "obras bastardas" o "invenciones groseras y pueriles" es falso, a no ser que se cometa la petición de principio de afirmar que sí lo son, precisamente porque son mestizas. Pero quizá la asunción más problemática sea un concepto de cultura inapropiado, no ya por sus eventuales efectos morales y políticos, sino por demasiado impreciso para el análisis social. Es decir, su defensa de la particularidad cultural supone que las culturas son entidades con límites definidos, perdurables, coherentes y cohesivas. Si las culturas son como mónadas sin ventanas, entonces el mundo podría representarse como un cuadro puntillista donde cada una de ellas es un punto homogéneo: cultura es lo que cada "pueblo" tiene en común, un consenso fundamental sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello, o sobre concepciones, sentimientos y valores. Es significativo que sean otros particularistas, como C. Geertz, los que han criticado esa noción de identidad cultural, precisamente porque no capta cómo se manifiesta la diversidad. No es que ésta vaya hoy a desaparecer, sino que se afirma en una intrincada malla de diferencias con líneas de fractura y discontinuidades en el interior mismo de cada sociedad.

Uno de los motivos de que se concibiera una cultura como un molde que configura por igual a todos sus partícipes fue el tipo de trabajo etnográfico de campo del periodo clásico (hasta 1940): en sociedades ágrafas, pequeñas y encapsuladas, las que el evolucionismo llamó "primitivas". Lévi-Strauss también fue en busca de sus "primitivos" en la expedición que lideró a través del Matto Grosso en 1938. Lo acompañaba Luiz Castro Faria, joven antropólogo impuesto como resultado del pacto con varias instituciones del Brasil nacionalista del presidente Getúlio Vargas. Las notas de campo y numerosas fotografías que tomó -tardíamente publicadas en 2001 como Um outro olhar. Diario da Expediçao à Serra do Norte- muestran hasta qué punto el relato del sabio francés es presa de una fantasía épico primitivista. Sólo cabe aquí alguna muestra comparativa de ambos relatos. Después de su encuentro con los indios mundé, Lévi-Strauss afirma ser el primer "blanco" que "penetra" en esa comunidad indígena: "Había querido ir hasta la punta extrema del salvajismo ¿no me colmaba estar entre estos graciosos indígenas que nadie había visto antes que yo y que quizá nadie volvería a ver nunca más? Al cabo de un recorrido exaltante, yo tenía mis salvajes". Las notas de Luiz Castro esbozan un panorama diferente. Treinta años antes otra expedición, cuyo objetivo era el tendido del telégrafo, había recorrido la zona. La acompañaba un antropólogo, Edgard Roquette-Pinto, que dejó escrito Rondônia. La expedición de Lévi-Strauss seguía lentamente la pista que conectaba los puestos telegráficos desde donde Luiz Castro informaba a sus responsables. También sus fotos son reveladoras. Las del francés son primeros planos de rostros y cuerpos con, a lo sumo, algunos objetos "etnográficos"; mientras que las del brasileño dan a ver, por el encuadre distanciado, latas de conserva, patios de misiones, postes, puestos de telégrafos, misioneros, etcétera. Ni siquiera aquellos indios estaban aislados, incontaminados. Sin conocer las lenguas indígenas, en un breve lapso de tres meses y con encuentros fugaces, no parece posible hacer la etnografía de los caduveo, nambikwara, bororo y tupi-kawaib.

De allí surgió, más tarde, Tristes trópicos (1950), uno de los libros de antropología más bellos que -como toda su obra, de la que es emblema- contribuyó poderosamente a la institucionalización académica de la disciplina. Pero remite más a la potencia literaria del autor que al cumplimiento de una ciencia humana tal como él mismo la postuló. Después de leer a Castro Faria, la incoherencia de los dos capítulos primeros puede leerse como síntoma. Lévi-Strauss afirma odiar los viajes, los informes pormenorizados de expediciones, los álbumes fotográficos, los "detalles insípidos" o "hechos insignificantes"... y, sin embargo, consume páginas escribiendo malévolos y humorísticos retratos de Georges Dumas, Breton o Victor Serge. Dice Todorov que la conmemoración, al simplificar, sacraliza, mientras que la historia, por complicada, es sacrílega. El premio nos recuerda el valor de un clásico inapelable que debe ilustrarnos complicándolo históricamente.

Nicolás Sánchez Durá es profesor del Departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universidad de Valencia.

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