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Columna
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Jokin

El caso Jokin ha quedado visto para sentencia. Pero resuelva el juez lo que resuelva, hay algo que la ciudadanía debe saber y asumir con todas sus consecuencias: hay raíces de las que nacen los delitos que ni las leyes ni los jueces pueden arrancar.

Lo cierto es que ya resulta más que alarmante la frecuencia con que los centros de enseñanza son noticia por hechos de violencia cometidos en ellos; anteayer fue en Loja, Granada. Estudiantes que agreden a profesores; profesores desesperados -y psíquicamente deshechos- que se retiran a una inhibición completa de su autoridad; o profesores que tienen que dedicar su tiempo a estrictas labores de policía; padres que, cuando son advertidos por los profesores del comportamiento preocupante de sus hijos, celebran los buenos principios en la vida de sus cachorros agrediendo a los profesores; estudiantes que por hábito acosan y maltratan a compañeros suyos; y estudiantes que acosan y maltratan a compañeros suyos en unos términos que pueden empujar a un chaval al suicidio.

La actitud de la sociedad ante esta situación es lo más parecido a la del idiota sin remedio que se sienta sobre la bomba que él mismo ceba para hacerla mas mortífera aún. En una tertulia radiofónica que pregona la ecuanimidad se advierte de la necesidad de no provocar alarma social exagerando la importancia de casos como el de Jokin, porque -se añade- hay eso que se llama "cosas de chicos", que son algo natural y lógico (tan natural y lógico como aquello que alguien tomó para título de un libro: "mi marido me pega lo normal") y que han ocurrido toda la vida. Yo no creo que sea así; me parece que en todo esto tiene mucho que ver el primer día que unos padres sentaron en la moqueta al bebé para que lo educara el televisor y el primer cumpleaños en que a un niño le regalaron un videojuego en el que el infante aprende la técnica de la pegada y la destreza en el homicidio. Si a eso se le quiere llamar virilidad o preparación para la vida y reconocerlo como un valor, entonces es que la locura va más allá de las puertas de Orión.

Y sin embargo eso es lo que parece que está ocurriendo. De todo lo que me cuenta un profesional de la psiquiatría infantil con experiencia en casos como el de Jokin, una cosa me llama especialmente la atención: el mucho tiempo que los padres tardan en descubrir lo que le está pasando al hijo o hija víctima del acoso. Pienso inmediatamente en mundos como el de la cárcel, donde la legalidad penitenciaria flota como una neblina que encubre la legalidad mafiosa que realmente manda en la vida diaria. ¿Es esto lo que está pasando? Parece que el resultado de muerte, como en el caso de Jokin, es excepcional, pero que todo lo que no es el suicidio, es decir, el acoso y los malos tratos hasta límites más graves de los que el chico de Hondarribia pudo soportar, está a la orden del día. Y eso no tiene más que una explicación, que por cierto es la misma que para la irreductibilidad de la violencia contra las mujeres: hay tolerancia social ante comportamientos incompatibles con la vida civilizada, asentimos ante la barbarie que se ceba con el débil, y a veces hasta lloramos.

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