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Reportaje:

Provenza sensual

Al sur de Francia, la tierra misteriosa y fértil de la Provenza brinda al viajero mil ocasiones de disfrutar con la maravilla de sus paisajes, el olor de sus campos de lavanda y el gozo de su gastronomía. Pintada por Van Gogh y Cézanne, sus pueblos guardan una belleza incombustible.

Lawrence Durrell comparaba Provenza con un matrimonio de ricos. Ricos a la antigua usanza, nada ostentosos, pero todavía sintiendo pasión y amor. No en vano es la tierra de los juglares, que cantaban el amor cortés, quizá el más perfecto. Aquí la naturaleza conjugó con sabiduría sus atributos para avivar los sentidos: el de la vista, en primer lugar, con azules, verdes y rojos prodigiosos; el del olfato, con una sinfonía de perfumes de lavanda, romero, tomillo y muchos otros, desde el pino hasta el aroma sutil de un tronco de olivo que arde despacio en una chimenea; el del gusto, con la cocina más opulenta del mundo, en la que reinan el vino y el aceite de oliva; el del oído, con la música más preciada de todas, el silencio. Pues hasta el estruendo temible del mistral, ese sacré vent que barre la región a su antojo desde los Alpes hasta la Costa Azul, tomando impulso en las gargantas de Verdon y el corredor del Ródano, es como un espasmo de la quietud que domina estos parajes. Incluso en verano, cuando se llena de visitantes.

Dicen que a Provenza la bautizó César, que la llamaba "la provincia". Y sospecho que Tolkien pensaba en ella, o al menos en algún lugar de ella, cuando imaginó "la comarca", el hogar donde el hobbit se refugiaba tras sus fatigosos viajes y aventuras. Hay ciertos rincones de Provenza -algún valle o monte que se ve o no según reciba los rayos del sol, vergeles ocultos, aldeas incólumes tocadas por la joie de vivre como por un encantamiento inmemorial- que permiten hacernos creer por unos días que estamos lejos del poder maléfico de la Comunidad del Anillo. Si nos deshacemos del móvil, dejándolo caer en un riachuelo; si desconectamos cientos de neuronas perversas; si sacamos las manos de los bolsillos y tocamos las piedras, los tomates, las cerezas; si frotamos con las yemas de los dedos unas aterciopeladas hojas de espliego y abrimos los ojos a la luz sin gafas ahumadas, como hicieron Cézanne y Van Gogh, entonces puede que la maldición global quede diluida en el aire y el vuelo de una mariposa la disperse. Por unos días.

'Pax' provenzal. La paz es un estado frágil, César lo sabía bien. Y sin embargo, ¿por qué nos hacemos la ilusión en Provenza de que es una presencia sólida, persistente, al alcance de todos? Francis Ponge decía que todo eso de la especial atmósfera de Provenza era una zarandaja, que uno puede encontrar algo similar en un sinfín de lugares. Tenía razón. Pero el poeta era de aquí, y si pensaba en una cereza, se trataba de una cereza de Provenza, y sólo esa cereza salía en su poema. Del mismo modo, Cézanne pretendió una vez asombrar París con la pintura de una manzana de su jardín de Aix-en-Provence. Esa manzana, por cierto, era tan majestuosa y compleja como Notre-Dame. Y la montaña Sainte-Victoire, que domina la ciudad de Aix, era para él tan dúctil y jugosa como una fruta picuda. La pintaba una y otra vez como si pretendiese comérsela algún día.

Provenza limita al sur con el Mediterráneo. Esto explica ciertas cosas. Hay campesinos de los Alpes provenzales que no han visto nunca el mar de cerca, ni falta que les hace. Son gente del interior, pero mediterránea. El provenzal habla su propio idioma, el occitano, y cuando conversa en francés lo desfigura acabando las palabras con un suave gong. Son hospitalarios. Les gusta hablar, pero sobre todo comer y beber hablando. Igual que los romanos, los provenzales viven más en el pasado y de la tradición que en el futuro. Los más armoniosos monumentos de Roma, como la Maison Carrée de Nimes y el Pont du Gard, están aquí. Cerca de Aix, Mario y sus legionarios contuvieron la fuerza arrolladora de las tribus germánicas. Más tarde, la nueva religión tuvo que luchar en Provenza con arraigadas convicciones paganas y atávicas, manifestadas por la afición al ocultismo y la magia, sin hablar de la tauromaquia.

El provenzal fue la primera lengua que rivalizó con el latín y creó una literatura gracias a los trovadores. El trovador debía encontrar (trouver) las palabras precisas y el estilo para conmover y seducir a su amada. A fuerza de cantar el amor cortés, Provenza se convirtió en el crisol de la sensibilidad europea hacia la mujer. En estas tierras de luz intensa y caminos polvorientos turbados por el mistral, un Petrarca cansado de luchas halló, al decir de Durrell, "el cofre de amor de la historia", el mecanismo poético que oponer a la hipocresía y el puritanismo de la corriente dominante.

Se trata, pues, de una tierra misteriosa y fértil en muchos sentidos, invadida cada verano por hordas de turistas y aun así desconocida, virgen. Una tierra de enormes contrastes, de poetas y pintores, con su propio premio Nobel, Frederic Mistral. Una tierra en la que cualquier fontanero es un intrépido gastrónomo y donde el tiempo transcurre a un ritmo diferente que en otros lugares. Su paisaje puede ser austero o exuberante; su clima, benigno o brutal; su cultura, primitiva o el refinado paradigma de lo clásico. Sí, quizá sea el soplo de lo natural y permanente, la racionalidad romana salpimentada con la pasión helénica, lo que define el clasicismo siempre fresco de Provenza. La pax provenzal. Como una manzana verde y roja que espera en el canasto de un mercado rural, digamos el de Bonnieux o el de Eyguières, a que alguien la muerda. O la pinte. O la explique.

Montañas y cañones. Provenza, por supuesto, es una tierra demasiado grande, tanto desde el punto de vista geográfico como mental, para abarcarla de una sola mirada, para conocerla en un solo viaje. Hagamos una abstracción, como Cézanne, y pensemos que se reduce a una montaña y lo que la rodea, aquello que se cuelga de ella: castillos y pueblos camuflados como si fueran camaleones, huertos de flores y pendientes de vid, caprichosas rocas blancas igual que fantasmas entre la espesura de los robles y las encinas. La montaña pasa del tono del humo al violeta, demorándose en el verde y quizá a retazos en el hueso de los antepasados. Acerquémonos más y penetremos en las plazas adormecidas, en las cuevas y en los valles preñados de silencio, en busca de parajes que todavía frecuentan los jabalíes y sobrevuelan las águilas doradas. Jardines de cipreses silvestres y bosques de laurel.

Estamos en la alta Provenza, donde se asegura que el aire es uno de los más puros del mundo. Jean Giono, el original autor de obras universales de sabor local, que odiaba el mar y apenas si salió de Provenza y aun de su pueblo natal, Manosque, se lamentaba de que no hubiese gastrónomos del aire, igual que los hay del vino. Decía ser partidario de la embriaguez, pero la que procura la vid le parecía una añagaza. En cambio, "la que da un aire intacto a través de los siglos, respirado al ritmo que impone la marcha en este país monstruoso, me hace entrar en raras voluptuosidades". Para Giono, el alma de la Provenza montañera era la lavanda, que crece a partir de los 600 metros de altura. En verano, los campos se tiñen de rabioso violeta. Entre Albion y Valensole, los romanos plantaron grandes extensiones de lavanda. Se usaba para perfumar los baños y dar un aroma fresco a la ropa. El mundo de Giono estaba limitado por la planicie de Valensole, los ensoñadores campos de espliego y el cañón de Verdon. Al este, sus piernas, pues era un gran caminante, tiraban hacia las colinas del Luberon. Allí, en aquellas altitudes eremíticas, desde donde se divisa el río Durance, que recorre la llanura regando huertos de albaricoques y cerezos, escondía a los protagonistas de sus novelas, que destilan una ingenua profundidad.

A partir del pueblo de Riez se entra en el parque del Verdon. Riez se levanta en la confluencia de tres valles y fue un enclave romano. Cuatro columnas de granito desafían el azul opaco del cielo. Datan del siglo I y debían soportar un templo dedicado a Apolo. El cañón del Verdon es el Colorado de Europa. Con 21 kilómetros de largo y hasta 700 metros de alto, su salvaje belleza lo convierte en un paisaje inolvidable. Desde Castellane hasta el pueblo de Rougon, el río Verdon serpentea tranquilo mientras la carretera discurre siguiendo la orilla. En el llamado Point Sublime se inician las estrechas paredes donde el río se encajona ya sin escapatoria hasta desembocar en el lago de Saint-Croix.

Los 152 habitantes de Trigance dominan el valle del Jabron. Tres anónimos gansos se encuentran en el origen del nombre del pueblo. Probablemente fueron protagonistas de un suculento banquete en algún momento de la Edad Media. En el pintoresco Sendero Botánico, donde hay el último molino de harina que se encuentra en actividad en Provenza, el aire parece poder beberse. Caminamos hacia la torre del reloj, y la sombra de las casas de piedra sobre las calles vacías se diría también construida con la misma eficiencia que los muros. Una tienda de antigüedades cerrada en el linde del pueblo provoca una sensación de vértigo, de soledad. Pero es sólo una sensación. En la plaza, los niños juegan, y en el bar Piccolo hay mesas ocupadas bajo las sombrillas.

Cotignac, en la región del Var, es un pueblo mucho más grande, pasará de los 2.000 habitantes. Su nombre viene de coing (membrillo en provenzal), y puede que aquí se inventara la gelatina de membrillo. Como casi todos los enclaves de la zona, está encaramado sobre una colina y vigila a sus vecinos en la distancia. Pero Cotignac se alza sobre unos curiosos acantilados, que le han proporcionado protección durante siglos. La roca está formada por caliza porosa que se abre aquí y allá con agujeros y cuevas. Guerras religiosas y profanas, epidemias e invasiones fueron motivo de cobijo en esas oquedades. Luego, cuando Guillaume liberó Provenza de la dominación sarracena, el pueblo se extendió al pie de la muralla de roca, y un castillo, del que quedan dos torres, se levantó en la cima de la colina.

Hoy, Cotignac es una villa laberíntica, colmada de fuentes que parlotean. Sin servilismos turísticos, ofrece lo más genuino del microcosmos provenzal: el pastis y torneos de indolente petanca, la sombra de los viejos plátanos en la plaza mayor, la búsqueda del mejor restaurante donde comer lo que haya: tal vez una sopa au pistou (judías blancas con pasta y verduras aliñadas con ajo, albahaca y aceite de oliva), o bien calabacines y berenjenas si la estación lo permite, y luego cordero a las finas hierbas, conejo al vino blanco y mostaza, y, por qué no, ancas de rana rebozadas y tortilla de trufas. La Table de la Fontaine puede ser una buena elección, aunque en el Café des Sports tienen pieds paquets, tripas rellenas cocidas a fuego lento con hortalizas, excepto los miércoles, día libre del carnicero de la villa. Tras la comida se impone un perezoso paseo por las calles soleadas, verdaderos jardines vibrantes de color, así como echar un vistazo a tiendas donde se puede encontrar cualquier cosa, incluso misteriosos "articles funeraires", según reza el borroso letrero de una droguería. Los martes hay mercado en Cotignac, un acontecimiento que ningún vecino se va a perder.

Merodeando con sigilo por las pacíficas calles provenzales cabe preguntarse si los que viven en esas casas de piedra sienten el paso del tiempo como Peter Mayle. En su libro Un año en Provenza, que fue un éxito clamoroso e inexplicable en los noventa, el inglés confiesa que cuando llevaba medio año viviendo en Ménerbes, en la falda del Luberon, guardaba su reloj en un cajón, pero sabía bastante bien qué hora era por el tamaño de las sombras, aunque jamás sabía en qué día se encontraba. Mayle habla de "días largos, lentos, casi de letargo, en que era tan hermoso estar vivo que todo lo demás carecía de importancia".

El mistral, esa "voz grande" en palabras de Alphonse Daudet, alcanza los 200 kilómetros por hora en el monte Ventoux y puede arrancar de cuajo las alas a un halcón temerario. Estamos en Vaucluse. A la insolencia perenne de los edificios romanos de las ciudades provinciales que diseñaron los ingenieros del imperio cabe contraponer la eficaz sencillez de la arquitectura campestre. En cuanto nos desplacemos del valle del Ródano a Vaucluse y los Alpilles, nos iremos encontrando con los bories, refugios de piedra que acaban en punta y tienen un vago aire oriental.

En Simiane-la-Rotonde se reúnen unas 500 almas. Tiempo atrás fue la capital del espliego, lo que augura en junio y julio campos de un tono morado que recuerda al del mar poco antes de que estalle la tormenta. Hermosas fachadas, puertas esculpidas y ventanas trabajadas con esmero por artesanos sin prisas. Jardines y terrazas que permiten innumerables vistas sobre los campos floridos. Una fortaleza, la Rotonde, singular mole con dos niveles que tiene una cúpula y 12 arcos ciegos decorados con motivos vegetales. Como en casi todos los pueblos de esta parte de Provenza, y Simiane-la-Rotonde es de los más bellos, la visita al mercado nunca debe soslayarse. Aquí es un mercado cubierto y goza de una sorprendente panorámica de las destilerías de la zona.

Nadie diría que Cucuron lo ha visto mucha gente. En sus calles se rodó la película El húsar en el tejado, basada en la novela de Giono y con Juliette Binoche en el papel estelar. Además, esta villa salvada de herejías urbanísticas, integrada en el parque natural del Luberon, fue el modelo escogido por Daudet para el Cucugnan de Cartas desde mi molino, donde puede leerse un espléndido retrato del poeta Mistral, que vivía en un pueblecito cerca de Tarascon, Maillane. Cada martes, el vistoso mercado, repleto de productos frescos del mismo pueblo -reputado por sus cerezas y melones, sin mencionar su aceite de oliva, que los entendidos vienen a llevarse de muy lejos- y de las mejores cosechas de Côtes du Luberon, se extiende a la sombra de los grandes plátanos, prolongándose hasta el estanque, el ojo húmedo de Cucuron.

Hacia 1500, Cucuron era sólo un lago rodeado de jardines. Dos siglos fueron necesarios para erigir, en este lugar privilegiado de las estribaciones del Mourre-Nègre, murallas y mansiones, la fortaleza de Saint Michel y la iglesia de Notre-Dame de Beaulieu.

Es difícil encontrar hoy un núcleo poblado en el que vagar sin rumbo observando los movimientos de la gente se convierta en algo tan único e intemporal. Viene a ser como mirar los daguerrotipos del Museo Marc Deydier de Cucuron: parecen escenas que ya han dejado de existir, de representarse. A la caída de la tarde, uno se sienta en una mesa del bar de l'Etang con un vaso de vino y al poco alza la vista. Más allá de las voces y los reflejos del estanque, encabalgado sobre el rosa de las jaras y el oro de las retamas, un perfil de color gris azulado se dibuja en el horizonte. Es la Sainte-Victoire de Cézanne bendiciendo la paz provenzal.

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