Cancionero y romancero de ausencias
EL PAÍS ofrece mañana, lunes, por 1 euro, el libro de poemas de Miguel Hernández
Miguel Hernández, uno de los más grandes poetas españoles del siglo XX, nació el día 30 de octubre del año 1910 y murió el 28 de marzo de 1942. Además de sus libros de poesía y unas prosas poéticas redactadas con ingenuidad y virtuosismo adolescentes, escribió seis obras teatrales. La edición, extraordinariamente solvente, de su Obra completa, fijada, prologada y anotada por Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira, con la colaboración de Carmen Alemany, nos entrega también casi quinientas páginas de cartas, la mayoría de las cuales fueron enviadas a su novia y más tarde su esposa, Josefina Manresa. La lectura de esa correspondencia es conmovedora: en ella vemos a un hombre lleno de entusiasmo, de dolor y coraje; un hombre agitado por una vocación poética huracanada, perseguido por la pobreza y agigantado por una decencia ejemplar. Como Federico García Lorca, entre tantos otros, fue asesinado a causa de su defensa de la legalidad republicana. García Lorca fue fusilado. A Miguel Hernández lo aniquiló una tuberculosis pavorosa que contrajo en las penurias de la cárcel. Hernández era un hombre joven y fuerte, y no hubiera enfermado ni muerto con 31 años si no hubiese padecido la experiencia despiadada de sufrir en 12 prisiones que convirtieron a un hombre lleno de energía en un saquito de huesos y de materia moribunda y llena de supuración. Llagado, agónico, sin fuerzas ya para moverse ni casi para hablar, al pronunciar sus últimas palabras nos dio su última lección de piedad: "¡Ay, hija, Josefina, qué desgraciada eres!".
Hemos tenido que escuchar el dictamen de que sin su muerte temprana y su adopción política, ni García Lorca ni Miguel Hernández serían poetas tan proclamados por catedráticos, profesores, hispanistas, homenajes, congresos, acumulación de ediciones y sucesivas generaciones de lectores. En ambos casos esa opinión es un insulto. El primer libro de Miguel Hernández, Perito en lunas, publicado cuando su autor aún no había cumplido 22 años, no pretendió ser más que una celebración de Góngora, pero ya en ese conjunto de perfectas octavas reales nos deslumbran la generosidad y la maestría miméticas; la fiesta de metáforas, ritmos y acentuaciones; la lujuria verbal y la cuantiosa cantidad de (en palabras de Jean Cassou) "prestigiosas constelaciones de imágenes". Su respeto, casi diría su veneración, por las estructuras formales más sancionadas por la tradición (soneto, silva, romance, canción) le llevaron, con la ayuda de un apasionamiento ciclópeo, de una elegancia verbal en ocasiones increíble y de una certidumbre emocional que desemboca en huracanes de súbita belleza y de exactitud expresiva, a componer El rayo que no cesa, una de las colecciones de sonetos más fulminantes, asombrosos y radiactivos de toda la historia de la poesía española, incluyendo a Quevedo, a Lope, a Garcilaso.
Alguna que otra vez, Hernández fue acusado por su fervor ante las formas poéticas tradicionales, e incluso por su deliberada falta de distanciación entre sus acontecimientos biográficos y su discurso lírico. Esta acusación, dictada por una irreprochable ignorancia o por un concepto brutalmente etéreo de la expresión poética, nos produce una perplejidad indiferente, que excluye la pérdida de tiempo en discusiones prescindibles y hasta descabelladas. Son esas dos vigas maestras (su respeto a la herencia prodigiosa de las formas poéticas en idioma español, y la presencia de sus angustias, sus esperanzas y sus tormentas personales, en fin, su biografía desafiante, a la vez pudorosa y patética) los cauces por donde transcurre todo el maravilloso caudal de intensidad poética llamado Cancionero y romancero de ausencias.
El 19 de diciembre de 1937 nació Manuel Ramón Hernández, su primer hijo. El niño murió 10 meses después. Ésa es una de las ausencias que motivan el Cancionero. Los poemas empozados en esa muerte prematura son estremecedores. Otra de las ausencias es la distancia entre él y su mujer, impuesta por las cárceles en las que el poeta vive y enferma y sufre. En una de esas cárceles recibe una carta en la que Josefina Manresa le informa de que apenas puede comer más que pan y cebolla, y de que es con esa alimentación con la que da de mamar a su segundo hijo, Manuel Miguel. De esa noticia nació el poema Nanas de la cebolla, una de las páginas más misteriosamente sencillas y más universales de la historia de la poesía. Una tercera ausencia es el derrumbamiento de la esperanza en una vida con libertad y una historia sin injusticia. Con esas preocupaciones angustiadas, el poeta a la vez enraizado, exquisito y popular que fue Miguel Hernández compuso el Cancionero y romancero de ausencias, un libro que agranda la hermosura del idioma español y, a la vez, la epopeya del dolor y de la dignidad. Quien quiera crecer debe leer este libro.
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