Albergue callejero
Poca gente conoce bien las afueras de Madrid, como no sea vecino, porque el extrarradio cae lejísimos. El cinturón de chabolas que lo circundaba hace veinte o treinta años ha quedado absorbido por nuevos barrios, cercando pueblos que tuvieron su propia autonomía. En aquellos remotos lugares residenciaba la pobreza que no tenía sitio en el centro emprendiendo el camino al alba. Quizás aún queden poblados de gente nómada y correosa, de piel cobriza, que se desplaza por Europa, caminando hacia el Oeste, en carromatos y vive sobre el terreno. Mal, pero aguanta.
Creo que también son historia aquellos precarios asentamientos de donde salían los últimos carros tirados por un caballo o un jacarandoso borrico, con el calé sentado en el improvisado estribo, casi siempre tocado con sombrero, para comprar trastos viejos, liberarnos de ellos y hacer luego una meticulosa selección. Era frecuente que cayera una pieza valiosa, arrumbada por herederos insolventes, luego restaurada y vendida en las tiendas de antigüedades.
De antiguo, la miseria se vio segregada, retirada hasta las márgenes del río, nutriéndose de las sobras de los núcleos urbanos. Pero ahora la basura es recogida por organizaciones concertadas con los ayuntamientos y va a parar a vertederos específicos, para ser reciclada. La busca, el husmear entre los residuos ha desaparecido pero subsiste un número indeterminado de mujeres y hombres, desecho de la sociedad en unos casos y en otros miembros de pequeñas mafias que les explotan, sin descartar el que ejerce la vagancia como actividad principal. Ya no revuelven con un palo o con las manos los cubos del vecindario, sino que se instituye el mendigo en estado puro, inmóvil, hierático, todo lo más tras el cartel con un lamentable currículo de dudosa veracidad.
Ignoro el horario por el que se rigen y deben prolongar la noche con desmesura, pues muchos de ellos se instalan para dormir en los huecos de los comercios, en los bancos públicos, donde los hay, o en la acera, tras construir un elemental cobijo de cajas de embalaje que les aísla del frío y la humedad de la madrugada. Han de trasnochar mucho por las inmediaciones, pues duermen profundamente en medio de tráfico tan denso como el que se produce a las nueve, las diez, las once de la mañana en la Gran Vía, a veinte metros de la Red de San Luis. Imagino que esas y esos desheredados desconfían de los lugares apartados y para sumirse en tan hondo sopor, prefieren los muy transitados.
Son dignos de conmiseración y ayuda, no sólo institucional, los inválidos, mutilados, incapaces de prestar el menor servicio; y los ancianos machacados por una larga vida de infortunios. Pero sobreviven los pícaros, hacia los que siento escasa compasión. Desde hace cuarto o cinco años, en las inmediaciones de mi domicilio, llega hacia las 10 o las 11 una mujer de edad imprecisa, casi siempre vestida de rojo, que se sienta apoyada en una esquina y allí pasa entre siete u ocho horas, sin hacer absolutamente nada, salvo fumar incansablemente cigarrillos americanos y visitar, con frecuencia, el bar cercano. Allí, al lado de un café en vaso, despacha varias copas de coñac y alguna vez la vi en la cafetería de enfrente cambiando por billetes la moneda fraccionaria. Sólo se dirigía a la gente que pasaba -lo hacía conmigo- para exigir el óbolo, con hoscos y perentorios modales. Paso a su lado con un sentimiento de incomodidad, sin comprender cómo un ser humano puede disponer de tantas horas ociosas. Algunos días, hacia las dos de la tarde, intenta tomar un taxi y, por regla general, los conductores se niegan a llevarla, por su aspecto repelente. Excita la compasión de algún viandante, que se enoja con los taxistas.
Ha dejado la esquina y tomado posesión del banco de madera, junto a mi portal. Está tumbada al sol, con los pies metidos en una caja pequeña de cartón, dormitando. Algún portero de la vecindad ha comprobado que es una alcohólica inveterada, que hace sus necesidades y vomita allí mismo. Saben que los viejos y viejas de los alrededores no se sentarán en el sucio banco, en el que deja un nauseabundo hedor. Se lo han dicho a los flamantes policías urbanos "de vecindad", en coche o en patrulla pausada. La miran y dicen: "No es cosa nuestra. Eso es de albergues". Y continúan, evitando situaciones incómodas, su vuelta a la manzana, como en los tiempos de La verbena de la Paloma. Les trae sin cuidado o no se atreven con eso que vetea nuestras calles.
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