Dolor y silencio en la plaza de San Pedro
Jóvenes de todo el mundo pasaron la madrugada en el Vaticano pendientes de las ventanas del Papa
Primero se enteraron los periodistas. Después quienes habían acudido con radio a la plaza. Pero los miles de fieles que rezaban por él en la plaza de San Pedro vivieron unos minutos de confusión hasta que, de pronto, todos los que miraban a los dos balcones encendidos en los aposentos del Papa se percataron de que se había encendido un tercero. Y después, las tres pantallas gigantes que se había instalado en la plaza y la megafonía sirvieron para que los miles de creyentes no perdieran ni un solo milímetro de la cara de monseñor Sandri cuando dijo que el Papa había retornado a la casa del Padre. "Entonces se produjo un silencio", comenta el seminarista mexicano Sergio Montoya, de 23 años, "y empezaron a oírse aplausos".
Decenas de miles recibieron en directo en el Vaticano la noticia de la muerte del Papa
"Y después, de nuevo el silencio y empezamos a orar. Para mí es un doble sentimiento el que me embarga. Por una parte, el de tristeza. Pero por otra el de alegría porque ganamos un intercesor en la casa del Padre", agregó el mexicano. Ya habría golpeado tres veces el cardenal español Eduardo Martínez Somalo con un martillo de plata la frente del Papa, ya le habría llamado tres veces por su nombre para certificar que estaba muerto y ya se habrían cerrado una etapa de 26 años en la historia de la Iglesia.
Minutos después, en la plaza, el cardenal Angelo Sodano dirigió la oración del rosario. Se aglomeraba más gente ante las tres pantallas donde se veía el rostro del cardenal, que ante el propio cardenal. Todos en silencio. Madres abrazadas a sus hijos, otros a sus parejas, jóvenes en círculo unidos por las manos, y alguna señora abrazada a su perro... Muchos de ellos llorando en silencio.
Gregory, un turista británico de 22 años, ni católico ni creyente, paseaba con un amigo y decía sentirse impresionado. "Jamás había visto un sitio con tanta gente tan en silencio". Quienes tenían teléfonos móviles con cámara no dejaban de hacer fotografías. Cuando doblaron las campanas de duelo no dejaban de sonar móviles por aquí y por allá.
Pero nadie reprochaba nada a nadie. Una joven lloraba de pie mientras hablaba por el móvil. Otra lloraba sentada mientras hablaba también por el móvil y se abrazaba a su amiga.
Ana Lisa había venido ese día desde cientos de kilómetros al sur de Italia con su marido y sus hijos de siete y ocho años. Y juntos seguían la oración en silencio. "He venido para que mis hijos vean cómo un hombre puede transformar el mundo. Lo ha mejorado haciéndonos mejor a nosotros".
María del Carmen, una monja mexicana de 33 años, hija de María Auxiliadora, comentaba algo que iría repitiendo mucha gente más tarde: "Para mí, ahora está más vivo que nunca".
Mari Paz, una monja carmelita, de 65 años, natural de Burgos precisaba: "Hemos perdido a una persona con mucho carisma en la Iglesia. Pero ahora va a interceder por éste cónclave". "Va a seguir actuando desde donde esté", añadía una joven italiana.
En cuanto anunciaron su muerte y el cardenal Sodano comenzó a dirigir la misa del rosario y a meditar sobre los "misterios gloriosos", los miles de feligreses congregados en la plaza dejaron de mirar hacia los balcones del Papa. Las luces seguían encendidas, pero ya la multitud miraba a las pantallas. Y en las pantallas a veces se reflejaba la imagen de la propia multitud.
"El Papa es un hombre que transmite cercanía", había comentado Marina, una joven siciliana, horas antes de su muerte. "Fue a Lourdes y no tuvo problemas en mostrarse enfermo y frágil como uno más. Está muriéndose y tampoco le ha importado mostrarse impotente, incapaz, como cualquier persona, como usted y como yo".
El sacerdote colombiano Luis Miguel Pérez había plantado una cartulina de casi dos metros cuadrado en el suelo para que la gente la firmara con rotuladores de distintos colores. "Pensábamos hacérsela llegar a su habitación. Pero ya es tarde. Ahora queremos que esto sea un grito silencioso. Está más cerca de nosotros que nunca porque se encuentra en nuestro corazón". Familias enteras iban escribiendo en sus idiomas el nombre del Papa (Juan Pablo, Giovanni Paolo, John Paul, Jean Paul) y dejando su firma.
A las once y veinte, cuando concluyó la oración del Rosario, muchos se marcharon a casa. Otros continuaban llegando a la plaza. Las luces de los aposentos del Papa continuaban encendidas. Y sólo se oían las dos fuentes de San Pedro manando agua sin cesar. En las calles aledañas a la plaza continuaba el bullicio de una noche de sábado: coches, motos, autobuses atestados de jóvenes, parejas discutiendo por las aceras, chavales piropeando a las mujeres, risas, gritos, silbidos... Y de pronto, conforme la gente iba acercándose a San Pedro, bajaba la voz y se sumergía en un remanso de silencio.
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