El calvario del Papa mudo
Fiel a su vocación de martirio, heredada de la cultura de la Iglesia polaca, Karol Wojtyla ha permitido que su calvario personal fuese expuesto sin pudor ni piedad ante las cámaras de televisión de todo el mundo. Desde su particular madero de dolor, como un crucificado por la enfermedad, Juan Pablo II no ha tenido siquiera el consuelo que tuvo Jesús de gritar su muerte y su sufrimiento mientras agonizaba, al haberse quedado mudo.
El Papa polaco ha llegado al final de su vida como no le hubiese gustado llegar: postrado en su cama vaticana. Sintiéndose, como siempre se ha sentido, un mártir por la causa de la Iglesia -sobre todo después del atentado sufrido en la plaza de San Pedro en la festividad de la Virgen de Fátima-, a Juan Pablo II le hubiese gustado morir en la brecha, durante uno de sus muchos viajes alrededor del mundo, según me confesaron siempre sus amigos más íntimos. El modelo, aseguraban, era el del célebre líder comunista italiano Enrico Berlinguer, que se desvaneció víctima de un infarto de miocardio en medio de un mitin delante de una multitud atónita. A su entierro acudieron más de dos millones de personas.
El papa Wojtyla, a quien conocí durante las deliberaciones del Concilio Vaticano II cuando él apenas contaba 40 años, ha sido un gran atleta, aficionado a nadar en la playa de Ostia y a escalar montañas. A él, actor nato desde la escuela, le ha tocado la desgracia de quedarse sin la palabra. Desde el sufrimiento atroz, como pudimos ver en unas imágenes escalofriantes, parecía querer gritar "¿por qué, Señor, no puedo hablar?".
Y es que Karol Wojtyla ha sido el Papa que más ha hablado en público en los anales de la Historia de la Iglesia. Lo ha hecho en plazas, estadios y catedrales de los cinco continentes; se ha dirigido a todas las razas y escalas sociales; ha recorrido tres veces el mundo pronunciando miles de homilías; ha hablado desde las audiencias públicas de Roma a más de 18 millones de fieles; ha tenido 738 encuentros con reyes y jefes de Estado; ha cantado en público, gritado y bromeado, sobre todo con los jóvenes. Y lo ha hecho en todas las lenguas posibles. Ha sido, sin duda alguna, el Papa de la palabra.
Hay quien quiere ver en esta dolorosa paradoja -lo ha dicho un obispo alemán- una señal de que quizá la Iglesia necesite, después del Papa actor y predicador incansable, que ha vivido casi más fuera que en su diócesis de Roma (el Papa es Papa porque es obispo de Roma, como lo fue Pedro, el apóstol), un pontificado de mayor silencio, de menos publicidad, con un trabajo más hacia adentro en una institución que parece, al final de este largo pontificado, sumida en graves conflictos en sus comunidades periféricas y con mil problemas éticos y teológicos sin resolver.
El Vaticano, permitiendo que el dolor del Papa sea visto por millones de personas en todo el mundo, según los gustos más modernos de la superabundancia de los medios de comunicación, ha podido pensar que, de ese modo, el vicario de Cristo en la tierra daba un ejemplo universal, no tanto de resistencia física, sino de aceptación del dolor que le ha tocado padecer, identificándolo de alguna manera con el Cristo doliente de la cruz. Y muchos fieles así lo han visto, han sufrido con él y han rezado por su curación.
En el caso del papa Wojtyla, han coincidido sus días de mayor dolor físico y humillación, al quedarse sin la palabra que tanto le ayudó, con la festividad más sagrada de la Iglesia católica: la semana de Pasión.
Todo el mundo ha visto al pontífice clavado en el calvario de su enfermedad, luchando denodadamente por pronunciar una palabra. No estaría de menos recordar que, según los biblistas y teólogos, el ápice de la fiesta de Pasión no es el Viernes Santo -pues no es el dolor de Jesús, su abandono en la cruz, lo que celebran los cristianos-, sino el Domingo de Resurrección, que es la fiesta de la vida. Hasta el austero Pablo de Tarso dijo: "Si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra esperanza".
El cristianismo no es la religión del dolor y del sufrimiento. Jesús nunca lo impuso a sus seguidores. Al contrario, les aliviaba de las enfermedades y no les permitía ayunar. El cristianismo es, sobre todo, una fe en la vida que no muere.
Un católico se preguntaba en un periódico de Brasil si era pecado desear que el Papa dejara de sufrir y encontrase cuanto antes la paz definitiva. No lo es. Para un cristiano, la muerte nunca es el acto final de un drama, sólo el comienzo de otra vida. Para la Iglesia, lo más importante ahora, después de que el papa Wojtyla haya dado lo mejor de su existencia a la causa, es que se recuerde también a los miles de mártires anónimos y a los que mueren en soledad sin focos ni periodistas. Lo importante es que se piense en todos esos sufrientes a los que Cristo nunca exigió sacrificios, sino misericordia y perdón de las ofensas recibidas y que junto a ellos halle la esperanza sin la amenaza de más dolor.
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