"El Papa ya ve y toca al Señor"
El cardenal Ruini, vicario de la diócesis de Roma, abandona toda esperanza ante los fieles
"Dios, ven a salvarme; Señor, ven pronto en mi ayuda". Estas palabras de la vieja Liturgia de las Horas acompañaron ayer a Juan Pablo II en su agonía. No había esperanzas de prolongar la vida terrenal, y el Pontífice se limitó a rezar mientras fue capaz de ello. Pese a la insuficiencia respiratoria y a los estertores que anunciaban la muerte, permaneció sereno y lúcido, según quienes tuvieron acceso a sus habitaciones, hasta que hacia las siete de la tarde perdió el conocimiento y los médicos dieron por concluido su trabajo. En ese momento se celebraba una misa solemne por el Papa en la catedral romana de San Juan de Letrán, en la que el cardenal Camillo Ruini habló de otra vida, la de la fe católica, para Karol Wojtyla: "El Papa ya ve y toca al Señor".
Wojtyla recibió a los principales dirigentes de la curia para las disposiciones finales
Las cadenas de televisión emitieron una programación especial sin publicidad
Pasada la medianoche, la plaza de San Pedro estaba abarrotada por más de 60.000 personas y casi otras tantas velas encendidas. A las nueve y media de la noche se habían difundido rumores sobre la muerte del Pontífice, desmentidos por el Vaticano. Al cierre de esta edición, el desenlace parecía inminente. Un día de tensión concluía. Monseñor Angelo Comastri, vicario papal para la Ciudad del Vaticano, abrió el rosario con palabras rotundas: "Esta noche Cristo abrirá las puertas al Papa".
El dolor lastraba el ambiente tras los muros vaticanos. Los sentimientos de quienes durante años habían trabajado con Juan Pablo II habían aflorado, paradójicamente, en el más contenido de ellos, el director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Valls. El portavoz compareció a las 12.30 para informar sobre el estado crítico del Pontífice, definido con la habitual circunspección como de "notable gravedad", y mantuvo la compostura hasta que alguien le preguntó qué sentía él. "Lo que sienta no tiene interés", respondió de forma brusca el médico y periodista español que dirigió la comunicación pontificia durante el papado de Wojtyla. En ese momento se le quebró la voz y los ojos se le humedecieron. Prosiguió: "Ciertamente es una imagen que no había visto en estos 26 años. El Papa, lúcido, extraordinariamente sereno, con la lógica, relativa, dificultad para respirar. Una imagen nueva". Y con el rostro desencajado, abandonó la sala.
Mientras mantuvo la consciencia, Juan Pablo II permaneció informado sobre la extrema gravedad de su estado. Su médico, Renato Buzzonetti, le había dicho la víspera que la ciencia no podía hacer más y que se aproximaba el fin. Lúcido, quizá más que en fechas recientes, quiso iniciar la jornada con la misa diaria, oficiada a las seis de la mañana por el secretario Stanislas Dziwisz, el hombre al que él había ordenado sacerdote, con quien había compartido 40 años de obispado, cardenalato y papado y al que amaba como a un hijo.
Después pidió a Dziwisz que le leyera pasajes de los Evangelios y la Tercera de la Liturgia de las Horas, una oración que se correspondía con el momento, las nueve de la mañana, y con la situación. Era un rezo que, como otros de la Liturgia de las Horas, comenzaba con las palabras "Dios, ven a salvarme; Señor, ven pronto en mi ayuda", y seguía con una serie de salmos relacionados con la vida eterna y la resurrección. También escuchó, como todos los viernes, las 14 estaciones del vía crucis.
Pero el que fue llamado atleta de Dios, el polaco indomable que soportó la orfandad, la ocupación nazi, la dictadura comunista y un atentado casi mortal, no podía limitarse a rezar. En su último día, postrado en el lecho de muerte, Karol Wojtyla ejerció aún como Papa: recibió en su habitación a los principales dirigentes de la curia para las disposiciones finales y dio vía libre a una larga serie de nombramientos y renuncias episcopales y nunciales, como si quisiera demostrar que la Iglesia no estaba descabezada y que había cumplido su promesa de no abandonar, de desempeñar su misión hasta el mismo minuto de la muerte.
Despachó con el secretario de Estado, Angelo Sodano, el cardenal Joseph Ratzinger y otros altos cargos de la curia vaticana. Fue una reunión breve, hecha de gestos y miradas. Uno de los presentes, el cardenal Edmund Szoka, presidente de la Pontificia Comisión para el Estado de la Ciudad del Vaticano, habló con un grupo de periodistas al abandonar el Palacio Apostólico. "Está despierto y me ha reconocido inmediatamente", dijo. Szoka explicó que el Papa Wojtyla sufría grandes dificultades respiratorias y que él se arrodilló junto al lecho y rezó.
El viernes fatal fue soleado, dulce, sin tristezas climatológicas. Roma seguía viviendo y respirando como siempre mientras su obispo, jefe del catolicismo, se extinguía en un ambulatorio improvisado del Palacio Apostólico Vaticano. En la plaza de San Pedro convivieron los turistas, los curiosos y los fieles, muchos de ellos con un rosario en la mano y lágrimas en los ojos; todos conscientes de lo que estaba ocurriendo y con la mirada puesta en la ventana, cerrada, desde la que Juan Pablo II lanzó una silenciosa despedida el miércoles. En aquella aparición por sorpresa, que dejó en el ánimo de los presentes la pesada sensación de las cosas concluidas, el cuerpo frágil y convulso sólo le permitió bendecir con la señal de la cruz. Bastó. Quizá las palabras habrían resultado superfluas.
Roma e Italia, que habían visto pasar tantos pontífices a lo largo de los siglos, adoptaron poco a poco el tono que requería el fallecimiento de un Papa tremendamente respetado. Las principales cadenas de televisión emitieron desde primeras horas de la mañana una programación especial sin publicidad, se suspendió la campaña electoral de las regionales del domingo y el lunes y toda la clase política, de un extremo a otro, se congregó en la catedral de San Juan de Letrán a las 19.30 para asistir a una misa con el primer ministro, Silvio Berlusconi en primera fila. El presidente Carlo Azeglio Ciampi, Silvio Berlusconi, Romano Prodi y demás dirigentes dejaron al margen por un momento una campaña abundante en insultos y descalificaciones para rendir homenaje al Pontífice que moría.
El cardenal Camillo Ruini, vicario papal para la diócesis de Roma, ofició la ceremonia bajo la tensión de un comunicado oficial recién emitido que clausuraba todos los resquicios de esperanza: Wojtyla había perdido el conocimiento, sus órganos han dejado de funcionar, los médicos habían concluido su trabajo. "El Papa ya ve y toca al Señor, ya está unido a nuestro único Salvador", dijo en la homilía.
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