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Terri Schiavo y la revolución conservadora

Josep Ramoneda

La eutanasia como tema ha llegado a Hollywood y George W. Bush no ha querido ser ajeno al espectáculo. Los Oscar tienen fama de ser los premios que mejor miden los gustos cinematográficos de las clases medias, empezando por las norteamericanas, que son las que tienen más cerca. Que Million dollars baby y Mar adentro hayan triunfado, consideraciones cinematográficas aparte, confirma que la eutanasia será una de las grandes cuestiones que preocuparán a la sociedad en los próximos años. No se necesitan dotes proféticas para hacer este vaticinio. En las sociedades avanzadas la esperanza de vida casi se duplicó en el siglo XX y la medicina cada vez dispone de más medios que permiten alargar la vida, a veces, incluso contra el sentido común. Por tanto, ¿qué hacer con los enfermos en fase terminal, cuyas condiciones de vida parecen inhumanas? Es y será, cada día más, una pregunta que muchos ciudadanos deberán afrontar directamente. Como en tantas cosas de la vida humana el punto de vista analítico de la ética (la teoría) y la experiencia real no siempre están en perfecta armonía. El sufrimiento hace descarrilar a veces el discurso más contrario a la eutanasia, del mismo modo que al ver la manera en que algún enfermo se agarra a la vida, a pesar de su absurda situación, abre todas las dudas sobre los discursos más cerrados a favor de la eutanasia. Cuando de decisiones morales se trata, la experiencia -el real acontecer de las cosas- es la referencia determinante.

Del mismo modo que me parece que ayuda muy poco, a la hora de la verdad, el discurso dogmático negativo, que rechaza de plano cualquier forma de eutanasia activa o pasiva, como rechaza cualquier otro cambio en terrenos de moral y costumbres, tengo la sensación de que tampoco ayuda demasiado el discurso del derecho a la muerte digna cuando se convierte, sin más, en un principio sin matices del catálogo progresista. Sí creo que existe el derecho a la muerte digna. Pero este derecho abarca muchas cosas más que el estricto acto de morir, empezando por el lugar y las condiciones y siguiendo por la compañía, que, en muchos extremos, escapan a las posibilidades de la regulación pública. Nadie puede obligar, por ejemplo, a los familiares a acompañar a una persona en sus últimos momentos: los afectos no se regulan. Pero sí se debe garantizar la asistencia médica y un marco razonablemente confortable, respetando, por supuesto, la voluntad del paciente. Como todo derecho, el derecho a la muerte digna es individual. Por tanto, concierne al que está en riesgo de morir. Mientras éste tiene facultades suficientes para tomar decisiones, por mi parte, poco hay que objetar a su voluntad. El problema llega cuando las fuerzas no le alcanzan para decidir responsablemente o cuando tiene facultades básicas deterioradas. Para ello se supone que está el famoso testamento vital. El enfermo redactó en su momento, en plenitud de facultades, su voluntad respecto a su muerte en situaciones clínicas extremas. Pero la vida -que es lo más importante que posee el ciudadano, porque sin ella todo lo demás es inexistente- no es un continuo homogéneo. La experiencia del envejecimiento e, incluso de la enfermedad, cambian a la persona, que, sin duda, a los 80 años no tiene la misma visión de la muerte que a los 40 o a los 20, en que le parece una sombra enormemente lejana. Y lo mismo ocurre con la enfermedad: hay quien se arruina inmediatamente ante el dolor y hay quien es capaz de lidiar con el sufrimiento hasta el punto de querer seguir viviendo. Yo he visto personas en situación extrema agarrarse a la vida desesperadamente y he visto también gente desesperada que no soporta seguir en su situación. Por eso, el testamento vital no me parece un argumento definitivo si el enfermo no está en condiciones de ratificarlo.

Estados Unidos vive hoy este debate, con la intensidad que da Bush a todo lo que impulsa dentro de su programa de revolución conservadora. Una vez más, en nombre de los ideales, se explota la circunstancia de una persona con fines de hegemonía ideológica. Todos estos casos son difíciles de juzgar. Más a distancia y sin tener la letra pequeña de la información. Pero parece un caso relativamente claro, que incluso en medios religiosos se podría dar por bueno: no se trata de una eutanasia activa, sino pasiva, dejar, simplemente, que la naturaleza haga su camino. Y el enfermo es una mujer que lleva 15 años de vida vegetativa, lo que permite pensar que las esperanzas de reversibilidad son escasas. En principio, pues, no debería ser motivo de gran discrepancia. Si acaso podía discutirse si la eutanasia activa, en esta circunstancia, no sería mejor, menos dolorosa, que la pasiva. Pero hay diferentes posiciones dentro de la familia: el marido a favor de dejarla morir, los padres en contra. Y hay que respetarlas.

Y en éstas irrumpe Bush como un vendaval. Confirmando una vez más que la revolución conservadora, como toda revolución, no respeta la división de poderes, y utilizando al Senado para contestar a una decisión judicial revocando la ley existente. Todas las circunstancias contribuyen al espectáculo. La ciudadanía, pendiente del caso y de las tribulaciones de una familia dividida. El presidente y los senadores, de vacaciones, lo cual permite dramatizar el acontecimiento y aumentar la sensación de urgencia, de que se está haciendo algo excepcional para una situación excepcional. Y la América profunda, coreando un episodio en el que Terri Schiavo sólo es un pretexto, que se convertirá en icono para luchas que no tienen nada que ver con ella: contra el aborto, contra las parejas homosexuales y contra cualquier alteración de los planes de la revolución conservadora.

La situación de Terri Schiavo estaba en manos de la familia y de los médicos. Ella no tiene palabra para que sepamos lo único que valdría: su voluntad, que, obviamente, en caso de que fuese contraria a los principios de la revolución conservadora no sería respetada por Bush y los suyos. La familia no se puso de acuerdo y el marido apeló a los tribunales. Éstos decidieron la eutanasia pasiva. Ninguna alteración del orden natural de las cosas, al que siempre apelan los conservadores. Lo lógico era que el episodio acabara aquí. Bush se monta sobre los sentimientos de los padres de Terri para lanzar una nueva ofensiva política. Terri ha sido el pretexto para que todo el mundo sepa que en Estados Unidos hay un poder conservador dispuesto a hacer saltar el poder judicial por los aires si no se acomoda a su visión del mundo. Así en Guantánamo como en el hospicio del condado de Pinellas (Florida). Ni la ley ni la justicia pueden detener la revolución de Bush, si la justicia no gusta se cambia la ley. El triste destino de una mujer de 41 años en estado vegetativo, convertido en bandera de acción política. Después dirán que no hay revolución conservadora en Estados Unidos. ¿Qué es la revolución sino la alteración sistemática de la ley y de la justicia para imponer la visión del mundo y las costumbres de una parte de la sociedad a la sociedad entera?

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