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Columna
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Lo que pudo ser, fue y es

Andrés Ortega

Podría haberse hecho de otra manera, menos destructiva. Cuando se acaban de cumplir, ayer, dos años del comienzo de la guerra -de la invasión de EE UU- de Irak, conviene volver la vista atrás. Ante los movimientos que se están produciendo en diversos países árabes, ha cundido la pregunta de si Bush estuvo acertado. Y la respuesta, al menos mi respuesta, sigue siendo un claro no ante una guerra por empeño y no por necesidad.

Los aires de la llamada primavera árabe, que está por ver en qué acabará, empezaron a soplar antes de esta guerra. La preocupación por el bloqueo del mundo árabe y por la necesidad de que se democratice y se modernice databa de antes y se disparó con el 11-S de 2001. El primer Informe sobre desarrollo humano en el mundo árabe del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) data de 2002. La guerra de Afganistán (que no es mundo árabe) sí fue necesaria para desalojar de su seno a Al Qaeda, pero tres años y medio después sigue inacabada, porque fue una guerra a medias.

Pero situémonos donde estaba la cuestión iraquí en noviembre de 2002, aunque ya entonces la Administración de Bush se había decidido a la invasión. Ese mes, el Consejo de Seguridad había aprobado la Resolución 1.441, que de haberse llevado plenamente a la práctica para buscar las armas de destrucción masiva (que tras la guerra se supo que no existían), hubiera convertido a Irak no en un protectorado internacional, ni siquiera en un Estado ocupado, sino en un "Estado desnudo" o bajo control: lleno de inspectores, protegidos por tropas o guardias de seguridad de la ONU -reforzadas por la amenaza del uso de la fuerza-, sometido a un estricto escrutinio internacional, con el derecho de los inspectores de entrar en cualquier lugar e interrogar a cualquier persona, dentro o fuera del país. No hubieran encontrado nada, pero probablemente ni siquiera el régimen de Sadam Husein hubiera podido aguantar los aires de libertad que hubieran entrado por esas ventanas. La voladura de su régimen podría haber sido controlada, con un mínimo de muerte y destrucción. Y las instituciones, el derecho y la legitimidad internacionales hubieran salido reforzados.

Ahora, Bush se percata de que esto de la legitimación, ante o post, es algo complejo pero necesario. Hace dos años, su Administración, por razones aún poco claras, se decidió por la invasión y la destrucción no sólo de un régimen, sino de un Estado, de un país -con la consiguiente necesidad de reconstruirlo-, provocando una resistencia armada suní que no sólo no merma, sino que crece. Y todo sin las tropas y medios necesarios. Según la tabla publicada por tres analistas de la Brookings Institution, la vida ha mejorado, si se mide por los embotellamientos del tráfico en Bagdad, el número de teléfonos o la reducción del paro, pero no la electricidad. Pese a las elecciones, hay menos iraquíes optimistas sobre su futuro que un año atrás. El número de insurgentes ha crecido de 5.000 a 18.000 (y el de combatientes extranjeros, de 300 a 600). De Irak, como en su día de Afganistán cuando se apoyó a los muyahidin para hacer frente a la invasión soviética, saldrá la nueva generación de terroristas islamistas que azotarán al mundo, como han recordado Madeleine Albright y la CIA. Irak no representaba una amenaza para el resto del mundo. Ahora, sí.

Ha habido un claro intento de rescribir las razones de la guerra ilegal y mal llevada, que nunca se planteó en nombre de la democracia. Aunque los recupere para otras causas, Estados Unidos y Bush están perdiendo aliados en Irak, que no ven clara que se resuelva la situación, mientras, desgraciadamente, se amontonan los muertos de unos y otros. Irak no era un problema. Ahora lo es de todos, pero sin que nadie (salvo algunos iraquíes) sepa realmente qué hacer si el Plan A, el de la iraquización, no da los frutos esperados.

aortega@elpais.es

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