Eje civilizador
Me parece que estamos pasando por alto en el IV centenario uno de los rasgos esenciales de la novela de Cervantes. Porque, además de otras muchas cosas, también el Quijote, con sus continuos diálogos, coloquios y tertulias de sobremesa, es un monumento nacional al arte de la conversación y su mayor originalidad literaria. La novela moderna se inaugura en España con una ficción que pone en práctica todos los ideales de la conversación refinada y tolerante de las sociedades cortesanas del Renacimiento. De la misma manera que la filosofía se inaugura en Grecia con aquellas tertulias reposadas y siempre razonantes de los diálogos de Platón.
Lo cual quiere decir que el eje civilizador de Europa es la conversación. Porque, como demuestra Benedetta Craveri en La cultura de la conversación (Siruela), aquellos charlatanes salones literarios franceses del siglo XVIII, en los que las mujeres llevaban la voz cantante, fueron decisivos en la formación del espíritu ilustrado que condujo a la Revolución de 1789, nuestra principal seña de identidad. Sin olvidar que nuestro señor Kant en su último libro de 1798 (Antropología en sentido pragmático) hizo una maravillosa defensa del arte de la conversación cuando escribe que para un filósofo no es bueno cenar sin compañía dado que la conversación tertuliana de sobremesa provoca el buen humor y dispara las ideas. Y da un precioso consejo para la charla ilustrada: la conversación de la tertulia siempre deberá empezar por las noticias del mundo exterior porque es la mejor manera de echarle vivacidad a la conversación, originar nuevos temas y facilitar la digestión. Pero, advierte Kant, esas noticias del mundo exterior serán dichas en tono mesurado, evitando el dogmatismo y saltar de un tema a otro, y agotando los razonamientos.
O sea, que un día del Renacimiento y gracias al Quijote fuimos pioneros en el arte europeo de la conversación, nuestro eje civilizador, y ahora mismo, cuando redacto esto, el patio nacional está otra vez dominado por un atronador ruido tertuliano, político y mediático (pero todo es lo mismo) que incumple todas y cada una de las reglas elementales de la eurocultura de la conversación, desde Platón y Cervantes hasta los salones ilustrados franceses y las cenas de Kant, y que puede definirse como la apoteosis del silencio porque, como se sabe, el ruido mata el mensaje y al mensajero.
Hay muchas maneras de hacer ruido ensordecedor para conjurar o interrumpir esa conversación que fundó el espíritu europeo, pero sostengo que la nuestra es una de las más originales y eficaces de cuantas se han producido en Europa. Y si el Quijote es celebrado universalmente como el acto fundacional del arte de la conversación, también habría que consignar como patrimonio nacional la figura (retórica) contraria: esa anticonversación maniquea que estas primeras semanas del centenario se ha vuelto a adueñar de nuestros salones tertulianos y ha elevado el tono de los decibelios nacionales a caso patológico al que hay que echarle de cenar aparte en las sobremesas kantianas de Europa. No es fácil practicar el arte pendenciero de la anticonversación tal y como lo peleamos aquí. También se necesitan varios requisitos y no conozco a nadie en Eurolandia, ni siquiera a los italianos, que pueda igualarnos.
En primer lugar, ya digo, exige el maniqueísmo dominante, que es mucho más que un bipartidismo de hecho. Habría que saber por qué y cuándo en España cuajó la herejía de aquel babilónico llamado Maní, y aunque don Marcelino Menéndez y Pelayo intentó aclarar el misterio no hizo más en su monumental obra que difundir en este país la herejía de la doctrina misionera del maniqueísmo. Cuando uno de los interlocutores divide el mundo en dos y no precisamente por cuestiones filosóficas o morales, sino por asuntos muy peregrinos (porque escribes en otro periódico, hablas en otra radio, puedes salir en otra futura televisión o eres amigo de tu íntimo enemigo personal, siempre por "ideologías" o "religiones" de este calibre), entonces el maniqueísmo se convierte en el interruptor general de la conversación.
Más difícil todavía, en segundo lugar, es esa otra figura de la anticonversación nacional que es el ninismo, y en eso también somos eurocampeones. Una vez que el mundo interior español está brutalmente dividido por dos y se establece como verdad absoluta e inamovible la falsa simetría fabricada, entonces muchos de los que pretenden ir de "objetivos" por el patio mediático practican sin temor al infierno platónico, quijotesco o kantiano la inconfundible retórica del ni esto ni aquello. Un derivado castizo del maniqueísmo y que este país inventó y popularizó aquel fascismo ordinario del mitad monje mitad soldado con el célebre ninismo "ni capitalismo ni comunismo, sino todo lo contrario".
Es muy difícil conseguir, ya digo, un grado de anticonversación así, tan ensimismado e intransitivo, pero todo este estrepitoso ruido falsamente simétrico que se reproduce en todo su esplendor por un par de chorradas tecnológicas vuelve a situarnos, días después de haber votado la Constitución de Europa, al margen de ese eje civilizador que la fundó. En fin, creo que la causa profunda de nuestra imbatible originalidad europea en el arte de la conversación está en el incumplimiento sistemático de aquella regla que exigía Kant para las tertulias: siempre hay que empezar por "las noticias del mundo exterior". Entonces, los falsos duelos del maniqueísmo y las disparatadas simetrías del ninismo se diluyen como sacarina en el descafeinado. O como lágrimas en la lluvia, que diría el replicante de Blade runner.
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