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Tribuna:UNA MIRADA DISTINTA SOBRE DURERO
Tribuna
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En el ojo de la liebre

No nos engañemos. Al menos el 70% de los visitantes que acuden a contemplar los tesoros de la Albertina firmados por Durero van para ver la liebre. Quieren comprobar por sí mismos si es cierto que está pintada pelo a pelo, como dicen, y sobre todo, asomarse a su ojo derecho para constatar que se ve el cuarto donde posó, suponiendo que estuviera viva, y hasta la ventana del fondo por donde entraba la luz.

Es consecuencia obligada de haber sido elegida esta obra símbolo, quintaesencia, tótem -¿o logo?- de la exhibición y, por ende, del talento del maestro de Núremberg.

Como no somos de distinta pasta, a nosotros nos ocurre tres cuartas partes de lo mismo. Y dado que la acuarela cuelga cerca de la entrada y en lugar destacado además, allá nos vamos, si no derechos porque el público se agolpa ante el cuadro, sí con impaciencia por disfrutarlo también.

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Y, tras acariciar con la mirada el pellejo del bicho, y descubrir que, gracias al genio de quien lo parió, éste palpita como cualquier dontancredo pueblerino, ascendemos maravillados hacia el ojo en cuestión.

Reflejado en su pupila, aparece el susodicho cuarto con la consiguiente ventana, o sea, que nadie ha mentido. Pero, puestos a pedir la luna, a la que creíamos tener derecho, visto lo visto hasta el momento, esperábamos más, la verdad. Alentábamos, sin saberlo, la insensata ilusión de contemplarnos a nosotros mismos, pegados al cristal, ansiosos, y deformes cual correspondería a una óptica leporina, destacados de la penumbra ambiental y con el resto de las obras expuestas a nuestro alrededor.

De haber caído Durero en ello -total, a él qué le costaba, habiendo conseguido lo más difícil-, veríamos también a la gente desfilar al fondo, haciéndose lenguas, cuchicheando o reclamando la atención del acompañante sobre algún detalle inverosímil. E incluso llegaríamos a distinguir, por la misma regla de tres, a quienes no se dignaron entrar en el mágico recinto y pasan ante sus puertas ignorando lo que se cuece dentro. A esos pobres japoneses, por ejemplo, traídos directamente de Barajas, ayunos de toda información que no sea la de sus vademécums -donde sólo se habla de la colección permanente del museo-, con el tiempo justo para darse una vuelta por la galería principal, alcanzar después el autobús que habrá de transportarles a Toledo y de allí, una vez comidos y satisfecha su sed de damasquinados, seguir viaje al "tenebroso" Escorial.

Veríamos también a los que, aun habiendo satisfecho los seis euros del tique, no se pueden decir que estén dentro, como el señor plantificado en mitad de la sala de desnudos que, haciendo caso omiso del ruego de no usar el móvil, alza la voz -más aún- para ordenar a su secretaria que no sea terca y rebusque en el cajón donde ha de estar el documento perdido.

Pero, sobre todo, tal prodigio nos permitiría echar una ojeada simultánea a los cincuenta y ocho dibujos y veintinueve estampas de la muestra -más la suculenta propina de cuatro óleos, propiedad de la Casa-, desentrañando así, de un solo golpe, la gran lección que nos ofrecen.

A Durero se le considera, y con razón, el gran adelantado del Renacimiento germano, por encima de un Grünewald, que nunca llegaría a desprenderse completamente de los rigores góticos, y de un Cranach, entregado poco menos que desde el principio a la causa reformista, y alejado en consecuencia del hedonismo estético recuperado al sur de los Alpes.

A lo largo de su obra, sucesivamente, Durero abarcará las tres posturas. Da el salto que supone pasar de la gran tradición septentrional, orgullosa de su honesta raigambre artesana, al deslumbramiento lúdico, con independencia del tema tratado, de un Mantegna, un Botticelli o el mismísimo Rafael. Bebe sin recato en tales fuentes, se adueña de los planteamientos respectivos y hasta viste a la manera de los correspondientes maestros, como bien puede observarse al confrontar los dos autorretratos exhibidos aquí. En el primero, hecho a punta de plata sólo con 13 años, el artista es todavía el hijo aventajado de un orfebre medieval. En el segundo, pintado tras su primera vuelta de Italia, aparece ya como un petimetre a la florentina, tirabuzones y ¡guantes! incluidos.

Pero con el paso del tiempo y los acontecimientos históricos que éste conlleva, Durero acabará acercándose igualmente a la Reforma y a sus postulados estético-morales. En apenas cuarenta años de vida artística, habrá abierto y prácticamente cerrado así el ciclo renacentista alemán. Lo sabíamos pero ahora cabe constatarlo de primera mano. No podía ocurrir de otra forma, habida cuenta -y ahí radica la gran lección que se nos brinda hoy en el Prado- de que quien no ha mamado de Roma, y de la abuela griega por tanto, tampoco puede afrontar las consecuencias de tamaña resurrección. Sin aquella leche nutriente, el movimiento renacentista y la aventura que el mismo implicaba quedan reducidos a la condición de novedad admirable, de afán de modernidad, de tentación a fin de cuentas. Por lo que muy bien cabría hablar de una primavera de Núremberg, según se diría de la de Praga, en otro orden de cosas, naturalmente, y casi medio milenio después.

¿Rebaja todo ello la condición de artista soberano, y soberbio, de Durero? Muy al contrario, lo entroniza como testigo, y víctima excepcional de lo que, dadas las circunstancias, no pudo ser. Bien mirado, quizá ahí radicara la razón por la cual el artista no quiso pasar del cuarto vacío y de la ventana refulgente a la hora de dar vida a su liebre; justo como, si nos paramos a pensarlo, habría de hacer Walt Disney con aquellos animalillos suyos en glorioso tecnicolor.

Y nos despegamos del ojo no sin cierta pena, empujados por quienes quieren vivir a su vez, y con pleno derecho, esa experiencia "casi" religiosa anunciada.

<i>Liebre</i> (1502), de Alberto Durero.
Liebre (1502), de Alberto Durero.GALERÍA ALBERTINA DE VIENA
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