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Las lenguas y Europa

Mientras aquí andábamos absorbidos por el estéril debate del 3% -estéril por la torpeza en el modo de abrirlo, por la hipocresía a la hora de alimentarlo, por el sesgo ideológico y partidista de la presunta operación depuradora en marcha-, en el resto del mundo y en España seguían sucediendo cosas, algunas de las cuales sin duda quedaron eclipsadas a la percepción ciudadana por el estrépito de la "crisis catalana". Aquella de la que quisiera ocuparme en los próximos párrafos es un asunto menor y nada dramático, pero significativo, y no me parecería justo que hubiese pasado desapercibido. Se refiere a los avatares de la lengua española en la Unión Europea.

La alarma saltó a finales de febrero, cuando se supo que la burocracia de Bruselas había decidido reducir el servicio de interpretación cotidiano en la sala de prensa de la Comisión Europea al alemán, el francés y el inglés, las tradicionales lenguas de trabajo interno. El español, pues, sólo se utilizaría cuando el compareciente fuese el comisario Joaquín Almunia o si entre los asuntos que tratar ese día hubiera alguno de específico interés para España. "La Comisión Europea ofrece para la segunda lengua de Occidente el mismo trato que para el esloveno o el letón", destacaba con genuina indignación este periódico; "español e italiano han sido degradados a la segunda división".

Austeridad en Bruselas. Las traducciones al castellano sufren limitaciones

Como es fácil inferir de tales frases, nadie en Madrid admitió que la decisión comunitaria fuese una medida de ahorro de recursos públicos ni un esfuerzo de racionalidad plausible en la Unión de 25 socios. Nadie invocó aquella máxima -tan socorrida en otros debates lingüísticos, ¿recuerdan?- de que "las lenguas son sólo instrumentos de comunicación entre las personas, y no hay que convertirlas en fetiches...". Bien al contrario, todo el mundo -prensa y clase política- consideró humillado el honor patrio, lesionado el orgullo nacional, y reaccionó en consecuencia. Durante la sesión del Parlamento Europeo del 28 de febrero, el diputado del PSOE Carlos Carnero arremetió sin remilgos contra "el ataque al español" y sugirió que preterir ese idioma en las ruedas de prensa de la Comisión "socava la Constitución europea y pone en peligro su ratificación en otros países". Más moderado, su colega del Partido Popular Gerardo Galeote sólo tachó lo ocurrido de "discriminación" contra el español.

Por fortuna para ellos, y según recuerda el preámbulo del propio tratado constitucional, la Unión Europea es una unión de Estados; siendo el español o castellano una lengua de Estado, su salvación estaba asegurada. El 2 de marzo, España, Italia y Portugal pretextaron la falta de traducción de ciertos documentos a sus idiomas respectivos para bloquear una reunión del Consejo de Ministros de Trabajo y presionar así al presidente Durão Barroso. Al mismo tiempo, la prensa informaba del firme rechazo del Gobierno de Madrid a aceptar la instauración de facto en la UE de un trilingüismo que devaluase al español a la segunda división idiomática. Aun así, el presidente Rodríguez Zapatero hubo de escuchar algunas quejas y reproches de poco celo en la defensa del español durante su visita, por aquellas fechas, a la Real Academia Española; el coro mediático de costumbre aprovechó para acusar otra vez al Ejecutivo socialista de vendepatrias, e incluso algunos hispanófilos británicos -cabe sospechar que alertados desde la Península- requirieron de Tony Blair una intervención en apoyo del español amenazado.

No fue preciso llegar a tanto, porque "la batalla en defensa de nuestros intereses y derechos lingüísticos", de acuerdo con la bizarra expresión del ministro Jesús Caldera, resultó breve y victoriosa. Desde esta misma semana, el español vuelve a gozar de traducción simultánea casi permanente en la sala de prensa de la Comisión Europea, al parecer junto con otros seis idiomas: inglés, francés, alemán, italiano, polaco y neerlandés. Los eurócratas sin alma han sido derrotados en toda la línea y los huesos de Cervantes reposan otra vez en paz.

Al sucinto relato, con todo, puede añadírsele alguna reflexión. Si una lengua como la española, hablada por varios cientos de millones de personas, oficial en veintitantos Estados de tres continentes, poseedora de potentísimos medios de comunicación de masas..., considera menoscabado su prestigio y amenazado su estatus por el mero cambio del régimen lingüístico en una sala de prensa -aunque ésta sea la de la Comisión Europea-, ¿qué deberían sentir los hablantes de la lengua catalana, apenas cooficial en su propio y modesto territorio, excluida hasta hoy de las más altas instituciones del Estado en cuyo seno vive, amenazada permanentemente por maniobras secesionistas y sentencias judiciales desfavorables? Si el brusco intento de Bruselas de ahorrarse unos euros en traducciones simultáneas ha suscitado en España tan indignadas y enérgicas reacciones, ¿cabe extrañarse de que la falta absoluta de reconocimiento de su lengua propia por parte de la UE llevase a cientos de miles de catalanes a votar no o a no votar, el pasado 20 de febrero?

Es de justicia admitir que en los últimos meses, antes y después del referéndum europeo, José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido no sólo gestos, sino también iniciativas políticas -el discurso ante la Asamblea Nacional francesa, las gestiones con los demás gobiernos de la Unión...- destinadas a sacar al catalán de la clandestinidad europea. Ojalá fructifiquen. Pero, por favor, que desde el inconfeso nacionalismo español no sienten cátedra de cosmopolitas, que no nos acusen de victimismo lingüístico. Porque ellos, en cuanto les tocan la lengua, muerden como el que más.

es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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