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Columna
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La sombra del ladrillo

La sombra de Romero de Tejada es ancha y alargada, la presencia, más o menos agazapada, de este gran muñidor de negocios político-inmobiliarios del PP madrileño, se adivina detrás de los últimos escándalos urbanísticos de la Comunidad, como el del llamado caso Majadahonda, municipio del que Romero fue regidor de 1989 a 2001, año en el que dimitió para concentrarse en su cargo de secretario general del PP en Madrid que ocuparía de 1996 a 2003 y que abandonaría ese año a consecuencia del caso Tamayo, todo un paradigma en el campo ya muy abonado de las tramas de corrupción.

Alejado de los escenarios, Ricardo Romero de Tejada ejerce hoy como vocal de Caja Madrid, por si hay que echar una mano, y como consejero de Trasmediterránea, por si hay que sacar pasaje de ida hacia paraísos fiscales de ultramar.

A Majadahonda llegó el escándalo esta vez a causa de una adjudicación de parcelas que enfrentó al ex alcalde del PP, Guillermo Ortega, sucesor en el cargo de Romero de Tejada y al actual edil Narciso de Foxá que fuera anteriormente concejal de Urbanismo. En el urbanismo está la madre del cordero y el caballo de Troya de la corrupción política, alrededor de los ladrillos de oro de las millas de oro planean en círculos los buitres de la especulación y del oportunismo y es lógico que entre los jóvenes, aunque suficientemente preparados, miembros de la bandada, se arreen de vez en cuando algún picotazo que otro para llevarse la mejor tajada, aunque las partes más selectas de la pieza, las vísceras y los mondongos, tengan que reservárselas a los jefes, que vuelan en las sombras y supervisan a sus voraces crías para que no devoren más de lo pactado. Las buitreras de Majadahonda, de Becerril y de San Lorenzo de El Escorial bullen con el empuje y la vitalidad de estos inmaduros ansiosos de volar por su cuenta y a nuestro riesgo.

Romero de Tejada, Esperanza Aguirre y su escudero, Francisco Granados, son, declaraba hace unos días Ruth Porta, portavoz socialista en la Asamblea regional, los verdaderos protagonistas del caso Majadahonda que ha dejado un agujero de 108 millones de euros en las cuentas municipales. Cuando en las Cortes catalanas Maragall decía lo del famoso 3%, las risas se expandían por toda la geografía inmobiliaria del país y sus ecos rebotaban en los muros de los millones de pisos y chalets, bloques y torres, obras públicas y semipúblicas, geografía privatizada, construida o en vías de edificación, gran muralla, muro lamentable y vergonzoso fraguado con la argamasa del dinero público. Eran las risas y los ecos de los constructores de imperios de cemento y de componendas electorales, y se reían porque el 3% era una cantidad ridícula, un porcentaje insignificante, porque ellos se saben al dedillo las comisiones y subcomisiones de los fraudes y de los sobornos.

El caso Majadahonda no se ha proyectado mucho fuera de Madrid, arropado, sepultado por el estruendo del hundimiento del Carmel y sus secuelas en los subterráneos por los que circula el hampa político-inmobiliaria. Maragall destapó en un arrebato la caja de los truenos y la volvió a cerrar inmediatamente.

Los principales partidos catalanes se picotearon, se querellaron, se censuraron y luego se pidieron perdón, se desquerellaron, se desmocionaron y fraguaron un pacto. Pero la caja de los truenos emitió, antes de clausurarse de nuevo, unos petardeos inquietantes, preludio de que seguir aquello a la intemperie iba a producirse una tormenta con muchísimo aparato de rayos y centellas para fulminar, a diestro, centro y siniestro, a tanto pecador corrupto.

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A pie de obra, en la Torre de Babel, ya habría alguien cobrando comisiones y hay quien dice que el oficio de intermediario es la profesión más antigua del mundo poniendo como ejemplo a la serpiente.

Pero el caso es que hoy, en Majadahonda y en todas partes, cuando vas por el campo y tropiezas con una piedra, tienes enormes posibilidades de que se trate de una primera piedra de algo. Piedra por piedra se financian los partidos y se labran las fortunas personales: el que esté libre de pecado que tire el primer ladrillo.

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